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A Z U A Y Y C A Ñ A R 1

Author: Teodoro Albornoz /

INTRODUCCION

Las secciones territoriales en que hoy están demarcadas las provincias del Azuay y Cañar han constituido de tiempo atrás un conjunto homogéneo, armónico, inseparable.

Ello ha sucedido a través de la época histórica que puédese abarcar y aún mucho antes, como lo confirman los restos arqueológicos hallados en diferentes secciones de su suelo, los que demuestran haber sido una misma su cultura anterior.

Cuando el conquistador español asienta pie firme en estas tierras, las encuentra pobladas en toda su extensión por una sola raza, valerosa y fuerte, sagaz e inteligente: la cañari, de usos y costumbres peculiares, que pocos años de dominación incaica no logran borrar y que, por el contrario, en buena parte perduran hasta ahora, dando a esta región un sello inconfundible. El Hatum Cañar, al un extremo, y la gran población de Cañaribamba, al otro, eran dos centinelas apostados para la defensa de sus fronteras, inmediatas a puntos que, si favorables a la estrategia de su índole guerrera, constituían a demás bien marcado límite geográfico: las imponentes cúspides del Azuay (Lazuay?) al norte, y las linfas turbulentas del Tamalaicha (el Jubones) en lo meridional.

Cuando Gil Ramírez Dávalos funda la ciudad de Cuenca y señala los términos de la jurisdicción de ésta, cuida de comprender en ellos únicamente a los habitantes de la zona cañari. Igual proceder se observa al erigir el Corregimiento y más tarde la Gobernación de Cuenca. Se imita la misma política en el lapso colombiano y luego en el de la República, hasta el año de 1.880, en que, atendiendo a la necesidad de dividir territorio tan extenso para su mejor administración, se crea la provincia de Azogues (después denominada Cañar), que hoy se halla en pleno florecimiento.


Pero hoy, como ayer, Azuay y Cañar mantienen su hermandad tradicional. Se sienten vinculadas desde lo étnico, marchan juntas a la conquista del progreso y son idénticas sus aspiraciones, fundidas en un mismo crisol de patriotismo.

La historia de las provincias azuayas -no en vano llamadas así por antonomasia—es una sola. No es posible fragmentarla. Por eso, en el modesto intento de hacer un esquema de ella, conservamos esa necesaria unidad, presentándola a la consideración pública por creerla esencialmente revestida de gran importancia, ya como parte integrante de la de nuestra patria, ya también aisladamente, pues cuando la región cañari se incorpora en 1.534 al dominio administrativo de España no adviene como pueblo oscuro y sin raigambre, sino trayendo consigo un rico acervo de nacionalidad bien definida y la recia vitalidad de su cepa milenaria.

Si “el pasado es la fuerza viva y actuante que sostiene nuestro hoy”—como afirma insigne pensador contemporáneo--, con decisión mantengámonos dignos de la estirpe, reafirmando nuestra fe en sus destinos, pues lo glorioso de nuestra historia de ayer y la brillantez de la de hoy claramente presagian que iguales páginas de lustre y decoro nos reserva el porvenir.

PRIMERA PARTE

CONSIDERACIONES RELATIVAS A PREHISTORIA DE LA REGION

LOS JIBAROS—LOS CAÑARIS

GENERALIDADES ETNOLOGICAS.

Por siglos viene discutiéndose si el americano es autóctono o venido de otros continentes. Razones a favor o en contra de una y otra teoría se han aducido, alegando argumentos de carácter científico, a veces, sin que falte aquello que es simple producto de la fantasía.

La tesis de Florentino Ameghino, que señala la tierra patagónica como la originaria del hombre, hoy se la deshecha generalmente. En cambio, la antigua idea que propugna haber existido la Atlántida está nuevamente en discusión, habiéndose adherido a ella varios sabios europeos, que llegan a conclusiones semejantes a las del doctor Rafael Requena, que, en su célebre obra “Vestigios de la Atlántida”, procura llevar al convencimiento de que los aborígenes de América proceden de las razas atlantes, entre las cuales señala como principal a la tolteca, proveniente de un gran continente desaparecido. Según el investigador venezolano, la multiplicación de los toltecas y de sus derivados los mayas constituye la progenie americana.

José Vasconcelos - en “La Raza Cósmica”- opina de manera parecida, creyendo que “las ruinas arquitectónicas de mayas, quechuas y toltecas legendarios, son testimonio de vida civilizada anterior a las más viejas fundaciones de los pueblos del Oriente y de Europa”. El insigne mexicano, al mismo tiempo que se conforma con el pensamiento de Wegener sobre el deslizamiento de los continentes – lo que rechaza Requena-, llega a la conclusión de que «a medida que las investigaciones progresan, se afirma la hipótesis de la Atlántida, como cuna de una civilización que hace millares de años floreció en el continente desaparecido y en parte de lo que hoy es América».

Aún los que niegan que la civilización europea sea posterior a la americana, dan a ésta una antigüedad muy remota. Boule y Harcourt señalan la presencia del hombre en América en la época pleistocena, equivocadamente a la industria paleolítica de Europa.

La antropología y la filología se encargan de indicar origen semejante entre los habitantes de los diversos continentes.

Los restos humanos extraídos por Hirdlicka en Yenissei demuestran que el asiático se identifica con el americano del noroeste. Al profesor Takaspi Okada llámale la atención el parecido de los jíbaros ecuatorianos con los japoneses y la igualdad facial de los de Asia con los goajiros. Y los estudios lingüísticos del doctor Pablo Rivet comprueban la semejanza inicial de las lenguas melanesia y australiana con las de las tribus de California y de la tierra de fuego.

Ciertas tradiciones que a través de las edades han conservado los aborígenes americanos, sus costumbres, sus vestuarios, sus leyes, sus nombres geográficos y otras diversas circunstancias han determinado que su origen se atribuya a muchos y muy diferentes pueblos. Así lo han hecho – ya desde tiempos casi inmediatos a la conquista española- el P. José de Acosta, el P. Malvenda y, de manera más circunstanciada, el dominicano Fray Gregorio García, quien en su erudito libro “Origen de los Indios de el Nuevo Mundo e Indias Occidentales”, impreso en Madrid en 1729, llega a la conclusión de que los americanos no derivan de una sola nación ni sus progenitores vienen de un solo punto. Así, pues, acepta procedencia de gentes de Cartago, de las Diez Tribus judaicas, del linaje de Ophir, de la Atlántida de Platón, de la vieja Iberia, de Grecia, de Francia, de Tartaria, de China, etc. un mestizaje absoluto, ocasionado por cien móviles distintos: el ansia de conocer nuevas tierras, la casualidad que empuja, la curiosidad que arrastra, una tormenta que arroja náufragos, el acicate del hambre y las correrías de la afición cinegética. Los unos llegando en el lomo inquieto de las ondas marinas, los otros por el sendero firma que se alarga invitando a nuevos conocimientos.

Curioso es consignar que el P. García – que por largas temporadas residió en Cuenca y Loja – hace ciertas deducciones relacionadas con los pobladores de esta región. Para suponer que los indios proceden de las tribus judías perdidas durante el cautiverio de Salmanasar, cita las siguientes analogías: los cañaris usan los cabellos largos como los nazarenos y, al igual de éstos, reputan afrenta el que se los corte; su hablar es gutural, desconfían de todo, son ingratos e indiferentes para con sus semejantes y usan ropaje parecido al de los judíos. Ambos enterraban sus muertos en la cúspide de los montes y sacrificaban niños; emplean las mismas palabras de ascendencia griega de taita y mama y tienen el secreto de aquel artificio ponderado por Flavio Josefa en la construcción de los muros de Jerusalem: poseen Tambos – y aquí es preciso el recuerdo del Ingapirca de Cañar – “cuya labor es extraña y para espantar, porque no usaban de mezcla, ni tenían hierro ni acero para cortar y labrar las piedras, ni máquinas ni instrumentos para traerlas, y con todo eso están tan pulidamente labradas y juntas con tal artificio que en muchas partes apenas se ven las junturas de unas con otras”.

También apunta el P. García identidades con los fenicios: la principal, en lo concerniente a nuestro asunto, es la de que Cañar y Cañaribamba son vocablos derivados de Canaán, así como Camchám (río y lugar de la antigua provincia de Cuenca, entre nosotros, y gran ciudad prehistórica en las inmediaciones de Trujillo, en el Perú). Los cananeos lo mismo que los cañaris, adoraban las serpientes, imitaban sus movimientos en los bailes y figurábanse poder convertirse en ellas, creencia, esta última, de que aprovecha Atahuallpa para fingir que de ese modo logra escapar de la prisión a que lo reduce su hermano Huáscar, precisamente aquí, en Tomebamba.

En lo moderno, el sabio Raul d’ Harcourt – en su obra “Las civilizaciones desaparecidas: América antes de Colón” -, basándose en estudios antropológicos, también se inclina a aceptar varias razas originarias.

Por cierto, entre todas la hipótesis lanzadas hasta ahora, es la más comúnmente aceptada la raíz asiática, mediante emigraciones a través de Alaska. En libro de reciente aparición – “Sangre de Asia en América”: Caracas, 1940 – el distinguido escritor venezolano M. J. Gornés Mac – Pherson compendia cuanto se ha dicho al respecto. Ya en 1761 el famoso orientalista francés De Guignes sostiene que en el siglo V de la era cristiana los chinos descubrieron América. Un relato de Li- You- Tchecu refiere que, en el año 458 de nuestra cronología, apóstoles budistas partieron de Samarkanda para difundir su doctrina, navegando en cinco barcos que llegaron a las playas de un gran país que llamaron Fou –Sang y que hoy se cree haber sido México.

El Director del Museo de Historia Natural de Viena, Fritz Roeck, reveló en 1936 que, después de haberse dedicado durante más de un lustro a la descifración de siete antiguas pictografías mexicanas, había hallado sorprendentes analogías entre las culturas maya y china.

Siguiendo el parecer de Paravey, Sherer, Carrey y Luciano Adam, nuestro insigne historiador Federico González Suárez admite también como probable que los chinos conocieron la existencia de América, o sea de Fou – Sang. Hallazgos arqueológicos en tierras azuayas son asimismo muy reveladores: un ídolo de piedra – encontrado en Zhoray, en la parroquia Rivera del cantón Azogues – tiene todas las características búdicas, por lo que el Padre Miguel T. Durán lo califica de “un Saquiamuni cañari”.

Estas incursiones en el continente americano son muy admisibles; pero, en todo caso, hay que considerarlas como de forasteros que influyen indudablemente en la obligada etapa de la barbarie a la civilización que aquí seguían pueblos que de muy antiguo lo habitaban, probablemente desde la época pleistocena, según las opiniones autorizadas a que nos hemos referido.

PRIMITIVOS HABITANTES.

La zona de Punín de la provincia del Chimborazo, en el Ecuador
ya desde principios del pasado siglo atrae la atención de Humbldt y otros sabios europeos, por la época remota que acusas sus vestigios. En 1875, Wolf encuentra allí restos de mamíferos que los clasifica como provenientes de la edad cuaternaria. Y en 1923 se da con cráneos humanos que, una vez estudiados por los antropólogos L. H. Sullivan y M. Hellmann, permiten llegar a la conclusión científica de que la raza puninoide – como desde entonces se la llama – es una de las más antiguas del mundo (Breve Historia General del Ecuador, por Oscar Efrén Reyes).

En el Azuay actual no se han efectuado metódicamente investigaciones paleontológicas; pero es significativo que, en dos ocasiones – de las que sabemos -, por arte de casualidad se han extraído mastodontes, tal como en Alangasí y Píntac, en lo referente al país. Restos humanos frecuentemente se sacan de las huacas de Chordeleg – que, de tiempo en tiempo y en forma inagotable se las sigue explotando en provecho sólo de infame lucro -, pero como ello se hace buscando por cómplice al secreto, nunca se someten tales hallazgos a quien pueda utilizarlos para los nobles fines de la ciencia. En su Atlas Arqueológico, González Suárez exhibe un cráneo dólico-céfalo de no más de cuatrocientos años, según su afirmación, encontrado en Jadán – del cantón Gualaceo -, sin más particularidad que la de demostrar que el individuo a que pertenecía usaba en vida una gran argolla de plata pendiente de la nariz. ¿Hace cuatro siglos, es decir, en tiempo de la conquista española, tenían los cañaris esta costumbre – de la que no hablan los cronistas – o ese cráneo data de una época muy anterior?...

En territorio de lo que constituyó en el período colonial la Gobernación de Cuenca, junto al río Jubones, en Paltacalo – perteneciente hoy a la provincia de El Oro -, el etnógrafo francés don Pablo Rivet descubre en 1908 cráneos australoides, semejantes a los de Lagoa Santa, en el Brasil, lo que confirma que también esta parte del territorio ecuatoriano fue habitada desde edades sumamente remotas.

No toca a nuestro propósito referirnos a quienes originariamente habitaron esta región en tiempos de barbarie. Queremos contraernos, aunque brevemente, a aquellos que dejan constancia inequívoca del proceso de su civilización.

CIVILIZACION CAÑARI.

Con perspicacia genial, ya en 1890, al emprender la publicación de su Historia General de la República del Ecuador, González Suárez cree que los jíbaros son descendientes de los primeros pobladores del Azuay, o sea de caribes o guaranís que ocupan este territorio, hasta que, al transcurrir de los años, se retiran hacia las selvas orientales, impelidos acaso por invasiones de nahuas y toltecas. Más tarde insiste en que los cañaris tienen su ascendencia en los nahuas pobladores de Méjico y de la América Central, proviniendo de la rama quiché . en sus últimos años, cobran mayor rotundidad sus afirmaciones: “Que los famosos jíbaros – dice – sea de raza caribe , no hay por qué negarlo….En cuanto a los cañaris, opino que no pertenecían todos a la misma rama étnica: su origen no era el mismo, y su confederación estaba formada por agrupaciones que procedían de troncos étnicos distintos. Los de Chordeleg me parecen más antiguos que los de Yunguilla: en los de Chordeleg se encuentran señales de la cultura de Tiahuanaco: en los de Yunguilla se descubren algunos puntos de semejanza con los Chimúes de la comarca costanera del norte del Perú….Otra de mis conjeturas históricas es la presencia de gentes centroamericanas, no sólo en el territorio americano, sino en la costa del Perú (Carta, de 8 de Marzo de 1917, al Dr. Manuel María Pólit).

Las ideas del sabio Arzobispo quiteño han tenido confirmación en su mayor parte, robusteciéndose inmensamente con las exploraciones arqueológicas que en estos últimos años se han realizado, así como con los estudios competentísimas en la materia han publicado a este respecto. En el vigésimo sexto Congreso de Americanistas, reunido en Sevilla, se acepta como incontrovertible la tesis del Presidente Honorario de la Delegación alemana, Sr. Max Uhle, de que “una civilización de tipo maya, mezclada con otros elementos centroamericanos, llenó en los primeros siglos de la era cristiana la región de Cuenca, desde la ciudad de Cañar al norte, hasta Sigsig al sur a una altura de 2.400 a 3.000 metros sobre el nivel del mar. Esta cultura se compone – técnica, estilística y ornamentalmente en partes iguales de elementos puros mayas, como escudillas, tazas, etc. de color negro, como de culturas mayas similares, por ejemplo, botellas con cuello en forma de horquilla, que también se encuentran en el país de los Tarascos en Méjico, botellas de cuello estrecho con un agujero debajo del asa, vasos y figuras semejantes a los de los Protochimu y otros de tipo puro de Centro América” (Las Antiguas Civilizaciones del Perú y Ecuador con relación a la Arqueología e Historia del Continente Americano. 1935). En otro escrito, el mismo notable autor germano manifiesta que la primera civilización de Cuenca es de tal manera semejante a la descubierta por Hermann Strebel en 1880 en Carro Montoso, - Veracruz, México – que es preciso declarar su identidad. . en los vestigios hallados en nuestro suelo, señala también “indicios de elementos propios de la antigua cultura de los chorotegas” nicaragüenses, cuyo idioma se habló aquí, según su convencimiento.

Tan de extraordinaria importancia le parece a Uhle la civilización mayoide descubierta en la región de Cuenca, que no vacila en declarar que acontecimiento tan trascendental constituye para él “ la llave, no sólo del origen de las antiguas civilizaciones ecuatorianas, sino también el de las peruanas, y aún más, la llave del origen de todas las civilizaciones antiguas americanas”. (Estado actual de la prehistoria ecuatoriana). Una vez adquirida la evidencia de que la civilización mayoide de Centro América se expande hacia el sur, lógicamente se sigue su itinerario, hasta comprobar que las civilizaciones protonazca y protochimu proceden de igual foco.

Con fina percepción, el Dr. Julio Matovelle admira la exactitud de la cerámica, de los tejidos y de la orfebrería de chimus y cañaris, por lo que, sin ahondar mucho en el problema, inclínase a pensar que estos últimos fueron colonizados por los primeros. (Cuenca de Tomebamba. 1921.). la conclusión científica de ahora, partiendo de la misma base que la del docto sacerdote azuayo, llega a la conclusión contraria, pues los arqueólogos afirman con insistencia que el Gran Chimu o Reino de Chamcham – denominación toponímica común del Azuay – tiene, a no dudarlo, origen cañari inconfundible.


Los jíbaros – anteriores a la emigración mayoide que les reemplaza – no dejan mayor huella de su presencia en el territorio azuayo. Su nomadismo les impide la obra perdurable. Alimentarse es su preocupación primordial, por lo que dedicaríanse a faenas de incipiente agricultura, a ejercicios de imprescindible cinegética. La vida no les demanda mayor esfuerzo, a lo menos en tiempos de paz, pues en los de guerra extenderían su actividad a las crueles prácticas de la cacería de hombres. Debido a estas cualidades, al internarse hacia el oriente pródigo, los jíbaros lo hacen sin perpetuar su acción en la tierra en que moran quizá durante algunas centurias. Todas sus costumbres, propias de su raza caribe, las conservan para ellos, con ese orgulloso aislamiento que es hasta hoy su característica, sin que procuren difundirlas, antes por el contrario, ocultándolas con sigiloso empeño: así, por ejemplo, la reducción de cabezas humanas, los ritos de su hechicería, los secretos de su medicina. Acaso su único recuerdo está latente en los vocablos de su idioma que aplican a lugares y cosas, como Paute, Ñamurelte, Surampalte, Turapalte, Tamaute, Shingate, etc. Sea que los desalojen o ellos mismos se retiren buenamente, es lo cierto que se alejan, buscando los ríos navegables del levante y su fácil acceso a las ubérrimas selvas amazónicas.

Max Uhle indica el fin del siglo II de nuestra era como la época en que aparece la civilización mayoide en Cuenca (entiéndase esta palabra en su equivalencia de lo que en la actualidad forman las provincias azuayas), correspondiente a la de los edificios de Tikal. Entre sus características principales, pondérase la admirable técnica de unos vasos de barro tan duro como la piedra y tal delgado como un papel; el lustre dado a ocarinas y otros objetos, de tal brillo que es imposible hallarlo igual en otros puntos de América; el empleo de la pintura negativa y el uso de la uña para grabar en las vasijas motivos ornamentales. El florecimiento de esta cultura señala hasta ahora su paso con la presencia de ruinas en Chordeleg, en Guangarcucho y otros lugares, además de que sucesivas excavaciones van indicando que se extiende a Cañar, Azogues, Challuabamba, Gualaceo, Sigsig, el valle de Jubones y la sección contigua perteneciente a Loja.

De otras culturas, igualmente antiguas, hay también notables vestigios en el Azuay: de la de Tuncahuan – estudiada por Do. Jacinto Jijón Caamaño -, aparecen en Cañar, Cuenca y Nabón; de la célebre de Tiahuanaco, en Chordeleg y Baguanchi. La influencia de los chibchas, desparramados desde las mesetas de Bogotá, es innegable, lo mismo que la de una corriente cultural irradiada desde Panamá.

Que los cañaris llegan, en cierta época a envidiable apogeo lo evidencia el que colonizan a los Canas y a los Chimús, en Bolivia y Perú, respectivamente, ejerciendo influjo decisivo en todas esas regiones.

IDIOMA CAÑARI

Causa asombro a los españoles, cuando sojuzgan los pueblos americanos, el que no sólo cada uno de éstos, sino aún sus diversas parcialidades tengan un lenguaje peculiar. No obstante el esfuerzo hecho para clasificarlos en el menor número posible, agrupándolos por familias o lazos de parentesco, el profesor Pablo Rivet no ha podido reducirlos a menos de ciento veinte. Eso sí, llega a la conclusión de que todas estas lenguas tienen caracteres comunes entre sí y aún con los de otros continentes, como sucede con las tribus de indios de California y Tierra de Fuego, que asimílanse a las de Australia y Melanesia.

Del idioma maya – quiché (el que más nos interesa a nosotros) derivan veinticuatro subgrupos Wiliam Gates y Cyrus Thomas (Mapa de la naciones mayas y sus lenguajes: 1932. Mapa etnográfico de Guatemala: 1911). Es de advertir que los mayas conservan todavía, por tradición, la creencia de que sus diferentes componentes poseían en un principio un solo lenguaje, que se lo ha ido mezclando y transformando en dialectos a medida que incursionaron en otras tierras.

Rotundamente asevera González Suárez que el lenguaje cañari es el mismo quiché de los indios de Guatemala. Jacinto Jijón lo incluye, junto con el puruhá entre los de raíz chibcha.

Basándose en deducciones filológicas, el sabio Tschudi sostiene, en Organismus der Kechua sprege que el quechua se habló muchas centurias antes de que existieran los Incas, entre los cuales lo introducen expediciones venidas del norte, como lo comprueba la circunstancia de que el dialecto hablado en Quito “es más antiguo que el Cuzco, lo mismo que el dialecto Chinchaysuyo”.

A este respecto, recuerda Pío Jaramillo Alvarado la aseveración del Padre Velasco de que Huayna-Cápac, viendo las analogías entre el reino cuzqueño y el quiteño, “confesó, según es fama, que ambas monarquías habían tenido el mismo origen”. El mismo ilustrado escritor lojano no vacila en aceptar también otra opinión del jesuita riobambeño, o sea la de la procedencia asiática, de la que vendría la raza Maypure – progenitora de puruháes, collahuasis y cañaris – y su idioma Chinchaysuyo. El relato de Julio Matovelle de que los chinos llegados a Eten (Perú)se entendieron sin dificultad con los indios de ese punto; el hecho de que un vocabulario que formó en las tribus jíbaras de Morona Don Eudófilo Alvarez «resultó un vocabulario del más puro nipón»; el aspecto físico y varias costumbres, semejantes a las asiáticas, de jíbaros, záparos,yumbos e indios de la serranía ecuatoriana: todo esto, le hace convenir al Sr. Jaramillo Alvarado en una necesaria identidad de origen y en una misma raíz idiomática. (El indio ecuatoriano 1925).

Luciano Andrade Marín, en bien documentada exposición sobre la toponimia, zoonimia, patronimia y fitonimia ecuatorianas, expresa que al estudiar los diferentes modos de expresión de nuestros indígenas, “se revela de modo bien distinto y característico otro idioma no identificado ni conocido hasta ahora, que no es ni el quichua, ni el aymará, ni el puruhá, ni el cañari de los interandinos, y que sólo relacionado un tanto con el cayapa”.

Su conclusión es que el lenguaje que se emplea hasta hoy en nuestra patria es no sólo histórico, sino prehistórico. (Pruebas lógicas y filológicas de la existencia del Reino de Quito: 1934).

A nuestro ilustre coterráneo Dr. Octavio Cordero Palacios también le es motivo de preocupación el que se juzgue que los indios del Azuay emplean – además del castellano, entre los que lo saben, que ahora son la mayoría – únicamente el quechua pareciéndole imposible que una dominación incaica de sólo cuarenta y seis años, haya logrado imponer así, con tanta firmeza, su idioma. En el propósito de esclarecer tal duda, dedícase a una obra que el mismo la califica de arqueológica, pues que, realmente, es rehabilitación del pasado el querer reconstruir organismos linguísticos en descomposición.

El plan que se forma no tiene sustentación científica, pues parte de que, a base de ciertas deducciones, toda palabra que no sea quechua, tiene que ser necesariamente cañari, si es que aquí ha perdurado. De ese modo forma un numeroso vocabulario que, efectivamente, encierra apreciable porción de la terminología cañari, o sea de las palabras introducidas en esta región al común acervo idiomático del pueblo sojuzgado y de su conquistador (El quechua y el cañari: 1924)

Al hablar del quechua o del cañari, en nuestro concepto, se alude a una misma lengua que, en diferentes latitudes, adquiere algunas nuevas modalidades, pero sin alterar la esencia de su estructura y composición. Si es verdad que el Obispo de Quito, Ilmo. Fray Luis López Solís, encarga en 1583 al Presbítero Gabriel de Minaya traducir al cañari un manual de doctrina cristiana – lo que a la luz de toda investigación parece no haberse llevado a cabo -, no menos cierto es que los religiosos no necesitan de otro idioma que del quechua para propagar las verdades del catolicismo, haciéndose entender de todos los indígenas. En las Relaciones que el Corregidor Bello Gayoso ordena formar en 1582 a cada uno de los Curas de la Provincia de Cuenca reina uniformidad de pareceres en cuanto a la lengua que usas sus feligreses: “ésta es la cañari”, dicen a una voz, al mismo tiempo que también a coro añaden: “pero todos saben y hablan la lengua general del Inga”.

El párroco de Cañaribamba, Padre Juan Gómez, es más explícito al consignar que “en cuanto al lenguaje que hablan, que se dice cañar, es todo uno, aunque diferencia este pueblo de los demás pueblos cañaris en algunos vocablos; empero todos se entienden sin que haya otro lenguaje entre ellos”. Nótese que el Padre Gómez se refiere a un solo idioma, haciendo por tanto uno solo del quechua y el cañari, sin dejar de observar que de una a otra región hay variantes ligeras que no impiden la mutua comprensión.

Tal parecer nos parece el más conforme con la realidad. José de la Riva Agüero escribe que “con criterio filológico, hay que entender por raza quechua el conjunto de naciones que hablaban el idioma quechua, el cual, desde los más remotos tiempos, estaba extendido por la sierra a partir de la región del Cuzco hasta Quito. En aquel espacio las lenguas eran dialecto del quechua, y, conforme dicen las informaciones de Vaca de Castro “allegadas a la quechua como la portuguesa o la gallega a la castellana”. (La Historia en el Perú).

Otro razonamiento válido es el que en las siguientes líneas presenta el escritor chileno Don Joaquín Santa Cruz: “…….. Los españoles, que no eran lingüistas, encontraban que los cañaris, caras, puruháes y quiteños hablaban lenguas distintas y lo mismo los chinchaysuyos del Perú. Lobato – el Padre Gualberto Lobato, autor de Arte y Diccionario Quichua Español” – afirma que con un poco de estudio y examinando las diferencias pudo predicar a los fieles de todas las provincias. En consecuencia, la diferencia no era grande. No se diga, pues, que en el Ecuador, había varias lenguas o naciones de habla diferente; el Ecuador, hasta hoy, en su elemento indígena, es uno, en lo esencial, y su antigua lengua, en todos sus dialectos, es hermana del chinchaysuyo”.

Que los españoles, juzgando superficialmente, exageran en cuanto a la multiplicidad de idiomas, da testimonio, entre otros, el P. Hervás – párroco en el Corregimiento de Cuenca – cuando pondera que en el Azuay se hablan en el siglo XVI seis lenguas diferentes: la de los Cañaris, la de los Cañaribambas, de los Cajas (querría decir, acaso, Molleturos), la de los Chanchanes, la de los Cinubos, la de los Plateros y la de los Jíbaros..

Si el quechua existió mucho antes que los incas, si – como lo cree Jaramillo Alvarado – de Quito lo llevaron al Cuzco y al Titicaca (ahora se opina que el aymará es más reciente y, en consecuencia, desciende del hualla o quechua); si existen estos antecedentes ¿por qué dudar que el cañari no es sino rama, levemente diferenciada, de un viejo y vigoroso tronco común?

ETIMOLOGIA DE LA PALABRA “CAÑARI”.

Por simple analogía de nombres, el religioso dominicano Fray Domingo de los Angeles, que en 1582 ejerce la cura de almas de San Francisco de Paccha y San Bartolomé de de Aroxapa, opina que se llaman cañares los habitantes de esta región, debido a que en ella abunda un árbol denominado cañaro – muy bello por cierto -, “que dan unos frisoles de diversos colores”. Demasiado ingenua esta afirmación, no hay para qué tomarla en cuenta.

Nodal se inclina a creer que cañari viene del verbo activo quichua cañariny, que se traduce por incendiario. Esta interpretación asoma bastante disparatada, pues no es creíble que este gran pueblo se diera así mismo un calificativo denigrante; ni tampoco está comprobado, ni siquiera hay afirmaciones de enemigos que así lo digan, que hayan cometido tropelías de este género los cañaris. Si fueron astutos y crueles y si se prestaron para el espionaje por servir como aliados a incas y españoles – como da por razón para su aserto Nodal -, es porque los usos guerreros de su tiempo no desechaban esos procederes, usados igualmente por sus rivales.

El distinguido sacerdote Oblato Dr. Miguel T. Durán, deslumbrado por la importancia arqueológica del territorio azuayo, ensaya la etimología de que cañari es filo claro o monte bañado de luz en aymará, “el lenguaje tiahuanacota de la gran civilización de Chordeleg” (Estudio sobre la vida del R. P. Julio Matovelle: 1938).

González Suárez expresa una significación más de acuerdo con las costumbres aborígenes: “Conjeturamos – dice – que el apellido de cañari no pertenece ni a la lengua quechua ni a la aymará, y lo interpretamos como un vocablo compuesto, propio del idioma quiché; en cuyo supuesto, cañari sería lo mismo que Can-ah-ri, que significa estos son los de la culebra… Nuestra interpretación concuerda con las tradiciones de los Quichés, en las cuales a cada paso ellos se daban así mismos el nombre de hijos de la culebra”.

Siguiendo tan luminoso camino, el Dr. Jesús Arriaga conduce la interpretación a un resultado más concluyente, a que lo lleva también el hecho de que el punto conocido en Panamá con la denominación de Corte de la Culebra llamóse antes Sierra Cañara, como lo asegura la Geografía Universal de Vidal de la Blanche. Descomponiendo el vocablo, se tiene que can significa culebra y ara guacamaya, precisamente los animales de que, en sus ritos totémicos, se creían descendientes los cañaris (Respetuosas anotaciones al Estudio sobre los Cañaris: 1922). La veracidad de esta versión, la comprobamos nosotros en el Vocabulario de las principales voces usadas en el Memorial de Tecpán – Atitlán por el notable lingüista guatemalteco D. J. Antonio Villacorta: allí se consigna que en maya – quiché Kan se traduce por culebra, serpiente, y ara por guacamaya. Puede, pues, disiparse toda duda de que cañara - o, como decimos ahora, cañari – representaba para los antiguos pobladores de este suelo un motivo de altiva satisfacción al distinguirse con un apelativo que les traía al recuerdo nada menos que el sagrado origen de su progenie.

MITOLOGIA CAÑARI.

Hemos de comenzar explicando que Garcilaso de la Vega, si autoridad casi irrefutable en lo que concierne a los Incas, no lo es tocante a los cañaris, tanto por el odio que demuestra tenerles – pues donde habla la pasión no hay justicia -, tanto por que no está , ni podía estar muy enterado de sus costumbres y cultura, sobre todo en lo referente a épocas antiguas, ya que su conocimiento sólo abarca a lo contemporáneo o muy cercano a él.

Por esto, no le damos crédito cuando asegura que los cañaris no rinden culto al sol antes de que los Incas lo introduzcan entre ellos, pues lo desmienten en esto los relatos que, por requerimiento de las autoridades españolas y no muchos años después de la fundación de Cuenca, forman los eclesiásticos con jurisdicción parroquial en la Provincia de Cuenca, los cuales se informan para ello de los caciques y personas más ancianas entre los cañaris. Tales datos son de mucha importancia, pues mediante ellos podemos reconstruir – como vamos a hacerlo de inmediato – los lineamientos generales de la mitología de esa raza.

Fascinados por el esplendor y el influjo todo que ejerce en la naturaleza el sol, lo adoran como a dios principal, hacedor de seres y cosas, autor supremo de la luz, que con su aliento indeficiente madura los frutos y con mente creadora gobierna el mundo. La luna es también objeto de grande veneración, la que, a través de los siglos, aún ahora se manifiesta entre los indios del Azuay, quienes, siguiendo una tradición que nada ha podido desterrar, cada vez que se realiza el eclipse de aquel planeta se precipitan en tropel a laderas y planicies, prorrumpiendo en grandes gritos, golpeando en el parche de los tambores, entrechocando utensilios metálicos o pedazos de madera, provocando el aullido de los perros a latigazos y produciendo, en fin, el ruido más ensordecedor que les es posible, todo ello con la intención de amedrentar y poner en fuga a la enorme araña, siniestra y tenebrosa, que en el cielo trata de engullir entre sus fauces al pálido astro. Cuando la sombra se retira, creen haber asustado al arácnido y suspiran satisfechos de su triunfo.



El Beneficiado de San Luis de Paute, con asesoría de dos cacique principales – de tanta importancia que sus apellidos pasan a ser denominación de los pueblos de su anterior dominio: Don Luis Pan y Don Francisco Hazmal (nombre que hasta el siglo pasado lleva Guachapala) – consigna noticia sumamente curiosa al expresar que los cañaris, antes de ser sojuzgados por los incas, rinden adoración a una deidad personificada en un hombre adolescente de cabellos muy rubios que, a su decir, únicamente muéstrase a los que ejercen mando: superchería, quizá, con la que los señores fingen ponerse en contacto con la divinidad para hacerse temer y respetar de los inferiores. Sabido es que la leyenda del hombre blanco extendíase de uno a otro extremo de América: se les atribuye habitar en una isla del Titicaca en épocas remotas; los quechuas tienen como a héroe epónimo a Viracocha; en territorio hoy ecuatoriano – en Manabí – también asoma también el varón albo llamado Tunapa. El mancebo rubicundo venerado por los cañaris tal vez no es sino una de las muchas personificaciones solares.

Por más que algunos – entre ellos Julio Matovelle – tratan de negar que los cañaris hayan alzado altares al demonio, ello es evidente, pues tan arraigado fue ese culto que se prolonga aún hasta bien entrada la época colonial, como lo atestigua el P. Juan de Velasco en su “Historia del Reino de Quito”, donde escribe: “Supay urco, en la provincia de Cuenca, quiere decir el monte del demonio, porque en una de las cavidades de sus altas peñolerías le habían dedicado un templo los antiguos cañaris gentiles, y le sacrificaban todos los años cien niños tiernos antes de sus cosechas. Reconocido por los españoles este monumento de abominación, lo demolieron sin dejar vestigios. Pasados casi dos siglos, llegaron a ese sitio, nada frecuentado por los cristianos, por ser áspero y estéril, unos cazadores, y hallaron repuesta la cueva, con una gran piedra que servía de ara, toda bañada en sangre, y un cuchillo de pedernal. A poca diligencia descubrieron mal sepultados muchísimos tiernos cadáveres, y entre ellos no pocos frescos. Con este aviso hizo el Corregidor de Cuenca demoler nuevamente la cueva y poner una cruz. Después de todo, hallándome yo en el año de 1755 en el pueblo de Azogues, distante cuatro leguas de aquel monte, me refirió el Párroco, hombre digno de toda fe, que aún proseguía aquel abuso, porque los bárbaros gentiles que habitaban las cercanías, van todos los años de noche, por encima de las cordilleras, a hacer su acostumbrado sacrificio”. No puede ser más fehaciente el dato de nuestro protohistoriador, quien vuelve a repetirlo en otra parte de su obra sin vacilación alguna, confirmando así el aserto de Cieza de León que dice que los cañaris “de cierto solían estimar y reverenciar al diablo, con quien hablaban los que para ello estaban elegidos».

Sacrificar niños es, entre los aborígenes, práctica frecuente: así en Caranqui, en Esmeraldas, en Puná, en Charapotó, en el reino de Puruhá. Acaso el número de cien que señala Velasco, sea exagerado; pero el hecho, en sí mismo, parece incontrovertible, tratándose probablemente, de conseguir con tan sangrientas ofrendas aplacar al genio del mal, ya sea en la época de las siembras o en las de recolección. El Supay-urco es una agria montaña situada en la parroquia Ordóñez Lazo del cantón Paute; no muy lejos queda el Tahual, conjunto de siniestros breñales, cuya denominación responde, según el Dr. Octavio Cordero Palacios, al significado de infierno.

Al igual que en los demás pueblos del continente, el totemismo se halla sumamente extendido entre los cañaris. El origen de su especie la hacen venir de la serpiente sagrada que busca lecho para su sempiterno reposo en una laguna de aguas transparentes, que, desde entonces, se convierte en lugar digno de veneración. El Padre Pedro Arias Dávila, Cura de Leoquina en 1582, expresa que ese lugar – hoy comprendido en el cantón Girón – debe su nombre a que “tiene una laguna, entre otras muchas, en la cual se metió y escondió una culebra, y de aquí es que se llama Leoquina, que dice: culebra en laguna”. Que es ella la de Busa en San Fernando, sostienen H. Verneau y P. Rivet; González Suárez manifiesta que a ésta debe agregarse una en el Sigsig (probablemente la de Ayllón) y otra en las vertientes del Azuay. También las hay muy bellas, cerca de Cuenca en Surucucho, y a pocos kilómetros de Gualaceo, de donde nace el río San Francisco y que aún hoy se la llama Culebrillas. Lo probable es que todas ellas alcanzan culto especial, consistente en arrojar al fondo de sus aguas objetos de oro en las ceremonias que en determinadas épocas del año celebran en honra de la sierpe de que descienden.

Muy significativo es que la leyenda cañari guarda mucha semejanza con la de los mayas quichés, en la cual Gagagüitz el progenitor de los cakchiqueles – después de vencer a Tolcom – el hijo del lodo que tiembla – se convierte en serpiente y se precipita en las aguas de la laguna de Cakbatzulú. (Memorial de Tecpam- Atitlán, por Francisco Hernández Arana Xajila y Francisco Díaz Gebuta Quej. Edición de 1934). Nuestros indígenas todavía hoy evitan acercarse a los lagos, pues, al hollar sus márgenes – el lodo que tiembla – y ver que las ondas se estremecen a alguna distancia como consecuencia natural de la presión que el individuo ejerce en el cieno, sienten temor supersticioso imaginando que el agua se embravece como ahuyentando al intruso.

Del diluvio universal y repoblación del mundo conservan una tradición muy curiosa, que nos ha sido transmitida por dos párrocos del Cuzco – Cristóbal de Molina y el Padre Albornoz -, que la oyen de los labios de los hijos de los mitimaes cañaris trasladados a la capital de su imperio por Túpac Yupanqui. Decían que, al ser arrasada la tierra y sus habitantes por las lluvias que con impetuosa saña caen por días y noches interminables, sólo dos hermanos logran salvarse, merced a que el monte en que se refugian tiene el maravilloso privilegio de acrecer su altura a medida que aumenta el nivel del ingente caudal de las aguas que un día, al fin, se detiene, precisamente cuando, agotados ya los víveres que habían almacenado para el tiempo de la tormenta, salen los hermanos en busca de alimentos, que los buscan afanosa cuanto inútilmente, hasta que un día, al regresar desesperados a su vivienda, tienen la grata sorpresa de hallar suculenta comida y sabrosa chicha que beber. Preguntándose admirados quién puede favorecerles en su desamparo, resuelven recurrir a la estratagema de ocultarse para averiguarlo. Es así como logran saber que cuentan con la protección de dos seres sorprendentes: mujeres con apariencia de guacamayas o guacamayas con todos los atributos de mujeres, es lo cierto que muéstranse diademazas a guisa de las gentes cañaris, cubriendo a demás las espaldas con su típica lliclla de lana. Impelido por la larga soledad o alentado por la hermosura de las aves que son tentación de su retiro, apodérase de la menor de éstas uno de los hermanos, entablando con ella desde entonces deleitoso congreso, fruto del cual advienen seis hijos e hijas, que son los progenitores de la raza.

El monte en que hallan refugio los dos sobrevivientes del diluvio es el de Guacayñán, que, sin temor a duda, puede localizárselo en el actual Guarinag, en la hoy parroquia de su nombre en el cantón Paute. En nuestro concepto, como ya lo hemos demostrado en obra publicada anteriormente, Guacayñán y Guarinag significan lo mismo. En efecto, tomando en cuenta que el P. Molina dice que a las guacamayas las llaman aguaque en lengua cañari, Manuel Moreno Mora deduce que guacay significa monte de las guacamayas (Contribución al estudio de la lingüística y etnología cañaris: 1924), parecer que lo consideramos acertado. De nuestra parte opinamos que la etimología de Guarinag es esta: guari – que según Villagómez, en su “ Instrucción contra las idolatrías”, equivale a primeros pobladores de la tierra – y nac o nag que denota fortaleza o reciedumbre, como traduce González de Holguín en su Arte y diccionario quechua español. De tal modo, ambas significaciones responden a igual significado: Guacayñán es el monte donde las guacamayas procrean a la especie de Guarinag – que es idéntica palabra vertida al quechua y que, como más reciente, ha pasado hasta nosotros- quiere decir el lugar en que nacen los pujantes guaris, los fuertes genitores de su estirpe.

Los cañaris no sólo reverencian al Guacayñan o Guarinag, sino a otras muchas montañas que les causas asombro por su elevación, por su forma u otra circunstancia no común: así, con el Abuga – que, en 1582, Fray Gaspar Gallegos – lo llama Abgna -, con el Coxitambo, etc. creen también – tal como los de Puruhá – en la cópula de los objetos más grandiosos de la naturaleza, como ríos y cerros. Cerca de Culebrillas (Gualaceo), a dos grandes eminencias andinas las conocen hasta hoy por Cari-fasayñán y Huarmi-fasayñan, es decir, el Fasayñán macho y el Fasayñán hembra, cuya vecindad les hace suponer quien sabe qué misteriosos amores. Quizá el nombre es alteración de Asayñán, pues en colorado asa significa fatigar y ñan en quechua es camino, lo que se compagina muy bien con la realidad, ya que, para llegar a sus alturas, es preciso recorrer una ruta que fatiga. Sabido es que cari es palabra que significa varón así en quechua como en caribe, lo que señala una vez más las analogías existentes entre las distintas lenguas americanas.

Los árboles corpulentos y majestuosos inspiran también sus sentimientos de adoración, principalmente el nogal americano, el airoso togte que domina en la región. Gualaceo, Paute, Guachapala eran inmensos noguerales; en el primero de los parajes nombrados demora un altozano conocido todavía con el nombre de Togte-sí, lo cual es muy significativo pues sí o shí – como pronuncian nuestros indígena – es el apelativo que en chimu se da a la luna, la deidad favorita de los cañaris: acaso ese sitio, poblado de toctes, era un adoratorio del astro de la noche. Consignaremos aquí, en apoyo de los que sostienen que Chordeleg era un lugar sagrado, el dato que en sus inmediaciones hay varias colinas cuya denominación lleva la partícula sí entre sus componentes, verbigracia, haurin-shí, Shí-o, Shi-shí, Quim-shí, Shi-quil, Togte-shí. Varios de éstos muestran terraplenes artificiales superpuestos – de que quedan vestigios – induciéndonos a pensar que tal vez allí, en edades pretéritas, la luna tuvo templos para su culto.

Las piedras son, así mismo, deificadas, unas veces por su considerable tamaño o extraordinaria figura y más comúnmente cuando presentan vetas de diversos colores: las piedrezuelas vistosamente jaspeadas, les llevarían consigo o tendríanlas en sus albergues, como a penates o lares a quienes confían el rumbo de sus vidas y lo incierto de sus destinos.

Para concluir este capítulo, diremos que los cañaris conceptúan la muerte sólo como tránsito de una etapa a otra que se pierde en la inmortalidad. A sus difuntos los entierran bajo bóvedas, cuidando de ataviarlos con sus mejores con sus mejores joyas y vestidos; ponen a su alcance, si su ocupación favorita fue la guerra, las armas que necesitan para su defensa o sus habituales instrumentos de labranza, si dedicáronse a la agricultura, pero, en todo caso, el alimento necesario para sus futuras jornadas: la vasija – de oro o barro – según la riqueza del fallecido – con las mazorcas de maíz o con la chicha lista para aplacar la sed del largo camino. Cuando se trata de varones que ejercieron señorío, se sepultan vivos junto a ellos, en rito obligatorio, a los seres que le fueron predilectos en la tierra: a las esposas de su preferencia, a los siervos que demuestran más adhesión. Así, les dan agradable compañía para el interminable viaje por el más allá.

CULTURA CAÑARI.

Aunque el establecimiento de los cañaris en territorio azuayo y los pormenores de su gradual avance en la civilización permanecen ocultos en la prehistoria, en cambio, el apogeo de su cultura se muestra a plena luz, no ya en el campo de las conjeturas, sino en el de la realidad histórica, pues lo evidencia en sinnúmero de objetos elaborados por esa raza, que, ya sea por afán arqueológico o por mera casualidad, han sido hallados en nuestro suelo.

Así, pues, desde que Huezey revela al mundo científico en la Gaceta de Bellas Artes de París – la importancia de los objetos extraídos en 1854 de las sepulturas de Chordeleg, hasta nuestros días, en que todavía síguense descubriendo vestigios semejantes a aquellos, no pocos investigadores se han dedicado a estudios que permiten establecer el grado de adelanto que, en una época bastante remota, llega a alcanzar esa raza.

Conocieron los cañaris el arte de la escritura? González Suárez afirma que sí cuando en 1878 publica su primer libro sobre materias históricas, basándose para esa deducción en que, en varias tumbas, halláronse unos a manera de bastones forrados de láminas metálicas con grabación de ciertos signos. Recordamos que Cabello Balboa narra que Huayna Cápac hace su testamento en Tomebamba valiéndose de un bastón en el que se dibujaron rayas de colores cuya significación entendían los quipocamayoc, conjetura que nuestros aborígenes tenían en esas varas sus libros de oro o plata para transmitir sus creencias o hazañas a la posteridad. Más tarde rectifica el Sr. González Suárez su aseveración, aceptando que aquellos objetos sólo son estólicas o propulsores para el lanzamiento de flechas. Esto parece indudable, más no por ello se ha de negar – como lo hace don Carlos Manuel Larrea – que los cañaris conocen el uso de jeroglíficos, procedimiento mnemotécnico que indudablemente heredan de sus antepasados, pues los mayas y sus diversas ramas valíanse de este medio para representar sus ideas. Qué otra cosa, sino una manifestación de esta clase, puede constituir la figura que muéstrase en la lámina segunda del “Atlas Arqueológico Ecuatoriano” publicado por González Suárez en 1892? Allí aparece clara la alusión totémica a la culebra, la guacamaya, el puma; notándose en estos dos últimos animales la forma simplificada del estilo mayoide, pues para pintarlos les basta con los rasgos esenciales, que, en este caso, son la cabeza del ave y la garra del felino. Adviértese que el personaje – probablemente un sacerdote, pues lo que levanta en una de las manos parece indicar un adoratorio – mantiene contacto, es decir, se identifica con todas esa deidades de su culto. ¿Querría decir, acaso, que la clase sacerdotal es la representación misma de la divinidad?..... ¿Por qué el sol ocupa el lugar en que debía ir la frente del individuo? ¿Es porque éste piensa como aquel?.. Entre lo mayas representan ala espíritu con una espiral o voluta; que sale de la boca que se abre para el don de la expresión y aquí es nada menos que la sierpe sagrada la que se descuelga de las fauces de la guacamaya, ya que también habla y es progenitora del humano linaje……En objetos de metal, así como en piedras, esculpen, pues, los cañaris caracteres que constituyes su lenguaje jeroglífico.

País dedicado especialmente a las labores agrícolas, tampoco descuida adquirir conocimientos astronómicos, lo que, por otra parte, se liga a sus creencias místicas. González Suárez les atribuye el uso de calendarios lunares, sospechando que sus meses constan de treinta días y, por consiguiente el año de trescientos sesenta. “Intercalarían, acaso, - se pregunta – unos cinco días, como acostumbran hacer las naciones de México y de la América Central?” Presumimos que, en Paute, fue algo asó como un observatorio astrológico el cerro denominado Maras; pues esta palabra significa en aymará el lapso que comprende un año. Maras lo llamarían, tal vez, por ser el lugar en que se fijaba, mediante el curso de los astros, el paso del tiempo.

Para sus transacciones comerciales, emplean como moneda conchas unidas en sartas y piedrezuelas laminadas, de colores muy vistosos, que llevan perforación para atarlas con cordeles. Tienen lugares señalados para mercados y celebran en fechas determinadas algo muy parecido a nuestras ferias de productos.

Para su operaciones aritméticas puédese afirmar que se sirven de contadores – “ábacos cañaris” los nombra el Dr. Octavio Cordero Palacios – sumamente ingeniosos, y de fácil y rápido manejo y cuya precisión en la suma y resta es absoluta. Que son de exclusivo uso cañari lo comprueba el hecho de que el Sr. Dr. Jesús Arriaga – el primero en explicar la manera de utilizarlos – al mostrárselo al sabio Max Uhle, obtiene de éste la declaración de que contadores de este tipo los ve por primera vez en Cuenca. (Apuntes de Arqueología Cañar: 1922). El sistema es muy sencillo: en una piedra tabular de regular tamaño rayan dos o tres cuadrados – según el monto de las operaciones que quieran practicar -, correspondiendo cada uno de ellos a las unidades, decenas, centenas y así sucesivamente. Cada cuadro lo subdividen en nueve casillas, distribuidas en filas de tres; suprimiendo la que correspondería al cero, que sólo mentalmente la toman en cuenta; casillas a las que dan el valor de uno a nueve, que, según los casos, se aplica ya sea a las unidades, decenas o centenas, respectivamente. A veces, se limitan a hacer filas de diez hoyos, que vienen a dar el mismo resultado. Véase:

CENTENAS:


0 0 0 0 0 0 0 0 0 0
1 2 3 4 5 6 7 8 9 0


DECENAS:


0 0 0 0 0 0 0 0 0 0
1 2 3 4 5 6 7 8 9 0



UNIDADES:


0 0 0 0 0 0 0 0 0 0
1 2 3 4 5 6 7 8 9 0

Naturalmente, la clasificación y los números los ponemos nosotros para facilitar la comprensión al lector no habituado a esta clase de contabilidad, que, ciertamente, merece divulgarse. Las manipulación consiste en lo siguiente: Con piedrecitas o granos de maíz o fréjol – si es posible de distintos colores para evitar confusiones – se anota la primera cantidad en las casillas que tienen su equivalencia con los guarismos, y luego se hacen adelantar o retroceder, según se trate de adición o resta, las mismas guijas o granos en relación también con los decimales que se está añadiendo o disminuyendo; la colocación que adquieren las fichas es la que da el resultado. Un ejemplo será la mejor explicación.

Demos el caso de que se quiere sumar (no ponemos sino dos cantidades, pero éstas pueden aumentarse cuantas veces se quiera) 456 y 231. Entonces, se pone una guija en el hoyo 4° de las centenas, otra en el 5° de las decenas y otra en el 6° de las unidades.

Así escritas las cifras, se realiza la operación haciendo correr hacia delante las piedrezuelas tantas veces como indique el sumando, o sea, en el caso propuesto, la de centenas 2 hoyos, la de decenas 3 y la de unidades 1, de tal manera que las guijas que estuvieron en los hoyos 4°, 5° y 6° vienen a quedar 6° 8° y 7°, lo que da el total buscado: 687. como es fácil comprender, cuando en la suma o resta excede uno de los decimales, se toma una unidad superior o menor, según la operación aritmética que se practique.

Aunque el objeto que el Sr. González Suárez y luego el célebre etnólogo germano Bastian calificaron de un plano de Chordeleg hoy se lo reputa como un contador dedicado para el juego o a ceremonias litúrgicas, dado su rico material, no por eso hay que desechar la idea de que los cañaris practican ese medio de representación gráfica. La historia nos dice que, cuando ellos deciden aliarse con los españoles, entregan a Benalcázar un plano de la región para que por él se guíe en la campaña que emprende.

Nosotros poseemos una piedra que, a no dudarlo, es un plan de la colina de Shiquil – entre Gualaceo y Chordeleg – de cuyas cercanías se la extrajo en 1931, pues la reproduce exactamente con los varios andenes artificiales de que todavía quedan huellas; al pie de la figura que la representa se han grabado signos cuadrangulares, que, como es sabido, fueron una de las formas más características de los jeroglíficos mayas.



La cerámica alcanza notable desarrollo, demostrando lo que a ella se dedican una inventiva no común para dar formas caprichosas a los diversos utensilios que fabrican de barro, dándoles un tinte negro brillantes o un rojizo con adornos amarillos en líneas estilizadas.

Las representaciones antropomórficas son frecuentes, notándose que casi siempre se reducen a la cabeza, prescindiendo del cuerpo o dándole importancia secundaria.. La decoración, aunque sobria, acusa cierto afán de producir obra bella.

Sus trabajos en piedra llaman la atención. Las escogen de diversos colores, las más raras y finas, para sus idolillos, sus hachas u otras cosas pequeñas. Conocemos un objeto de las guacas de Chordeleg, que consiste en un pequeño recipiente de jade verde, muy reluciente, pues se halla pulimentado con esmero, y de tan exquisita manufactura que sus paredes son tan delgadas que apenas tendrán dos milímetros de espesor.

De la misma procedencia, guardamos en nuestro poder unos morteros zoomorfos, muy adecuados para su fin, sin dejar de carecer de gracia en su ejecución.

Idolos de piedra lo labran de todo tamaño. Ya nos hemos referido al de Zhoray, de considerables dimensiones. En sitios que inspiran respeto o pasmo por su especial situación o por las formas curiosas en que se manifiesta la naturaleza, aprovechan de las particularidades de las masas graníticas para convertirlas en figuras simbólicas de su veneración.

Así, por ejemplo, dominando la laguna de Ayllón, en Sigsig, en lo alto de la montaña que la circunda y en lo más abrupto de ella, alcánzase a divisar desde lejos algo así como el busto de un personaje misterioso que, con caracteres gigantescos, se muestra allí señoreando la vasta soledad y el cierzo helado de tan desamparados parajes. ¿Esculpen los indígenas esa colosal estatua en la roca viva del monte, creyendo ese lugar el más apropiado para mansión alguna de las deidades favoritas de sus esotéricos cultos? ¿O es la circunstancia de haber encontrado allí un risco de extraño aspecto, con todas las semejanzas de un ser humano de gran magnitud, la que determina que ese punto – hermoseado, además, por las límpidas aguas que en el tazón pétreo dormitan – venga a ocasionar que él se convierta en un santuario, a donde acuden para depositar reverentes sus ofrendas? Los que han querido averiguarlo examinando si la obra es producto natural o realizada por manos de hombre, no han conseguido su objeto debido, a las dificultades y peligros que se presentan para llegar a ese picacho hasta hoy inaccesible.

Es en la metalurgia donde los cañaris sobresalen.

“Tenían conocimientos – dice González Suárez – del oro, de la plata, del cobre y del estaño: poseían a demás el secreto de la aleación de estos metales en una proporción tan acertada, que formaban instrumentos de un temple capaz de suplir los de hierro y los de acero, por lo fuerte y resistible de ellos. La proporción en que combinaban los dos metales era, por lo regular, la de 0,94 para el cobre, y la de 0,06 para el estaño”. (Atlas Arqueológico).

A este propósito nos hacemos eco de un comentario muy perspicaz del distinguido científico Mr. Carl O. Sauer, de la Universidad de California, en su reciente visita a Cuenca. Examinando prolijamente numerosos objetos de cobre trabajados por los cañaris, - principalmente hachas, punzones, etc. – admiraba lo perfecto de su elaboración, creyendo que un examen verdaderamente técnico de ellos sería muy importante, para revelar datos acaso sorprendentes.
Los porcentajes de mezcla para la fundición que señala González Suárez – decíamos – pueden estar equivocados, pues no son los de un profesional en la materia, debiéndose tomar en cuenta también muchos otros factores para determinar la importancia que una industria de esta clase puede tener.

Cuando escribe el sabio quiteño – 1892 – la metalurgia no había cobrado el gran desarrollo que ahora, sobre todo en los últimos veinte años. El análisis de estos artefactos cañaris, sería sumamente interesante, pues sabido es que no pocos conocimientos se pierden a través de las edades, volviendo a aparecer después de lapsos prolongados, en que se los redescubre. Algo de esto quizás podría ocurrir con el arte metalúrgico de los primitivos habitantes del Azuay.

Tan admirables son sus trabajos en filigrana, que es preciso admitir que los cañaris conocen el uso de la suelda autógena por medio del soplete, adelanto que habríanlo practicado al igual de los chibchas de las mesetas colombianas, entre los cuales lo hallan los etnólogos Rivet y Harcourt.

La liga del oro con la plata, la soldadura imperceptible, la laminación casa inverosímil, la habilidad de la manufactura, la tendencia artística bien desarrollada y otras cualidades más que demuestran su excelencia, han llamado profundamente la atención de los hombres de ciencia de todo el mundo, a tal punto que, entre los exponentes de las civilizaciones aborígenes americanas, la cañari ocupa puesto de preferencia en los museos.

En el de París se conservan varios de los valiosos objetos extraídos de las tumbas de Chordeleg por los señores Antonio e Ignacio Serrano; en el del Vaticano existe un abundante muestrario (junto a otro más numeroso, de cerámica), enviado al pontífice León XIII como obsequio en sus bodas de oro sacerdotales; y así en muchos otros lugares de Europa y – últimamente – sobre todo en los Estados Unidos de Norte América.

Citaremos uno de los casos de que tenemos conocimiento: en el Museo de Dayton, Chío se exhibe una rica colección, adquirida en el Ecuador por el doctor Heriberto Spéncer Dickey, la que ha sido estudiada y clasificada por el curador de ese gran establecimiento, el sabio profesor Mr. Segismundo Netzler el cual da cuatro mil años de antigüedad a los objetos encontrados en las culturas preincaicas ecuatorianas, como son las de Chordeleg, Sigsig, etc. Entre otras cosas, sorpréndese Netzler de la forma prodigiosa de confeccionar miniaturas de oro para adorno o para juguetes y de la técnica empleada en el pulimento y perfección del cristal de cuarzo; obra, esta última, que ni aún los orfebres de hoy la practican con tanta destreza, a pesar de los instrumentos modernos del taladro.

Su metalistería es la prueba más evidente del grado de cultura que alcanza la raza cañari en la época de su apogeo, o sea, aproximadamente, hace dos mil años. En el transcurso de los siglos se han perdido, como es natural, otras manifestaciones de su progreso, siendo fácil deducirlas o sospecharlas, en vista de las que han dejado huella imperecedera.

S E G U N D A P A R T E

CONFEDERACION CAÑARI – QUITU

DOMINACION INCAICA

DIGRESION SOBRE EL PADRE JUAN DE VELASCO.

No creemos que se ha de desechar en lo absoluto toda información proveniente del P. Velasco, pues, entre sus muchos errores, no hay duda que proporciona datos muy apreciables, por lo ciertos, para la historia del Ecuador. En esto nos atenemos a lo que dictamina Fray Vicente Solano: “El Abate Velasco – dice – no será un Tácito, ni un Salustio, ni un Plutarco en la parte civil y política; ni un Linneo, ni un Humboldt en la historia natural. Pero bueno debe contener con relación a nuestra patria; y esto basta…..”Además, en muchos puntos es el único al cual puede buscarse en demanda de noticias, que nos las da aunque incompletas, a veces, y otras completándolas por medio de su fantasía.

Velasco es guía que hay que seguir con mucho tino, pero cuyos servicios no es dable rehusar en toda circunstancia, ni tampoco tomarlos siempre en broma, como lo hace Don Marcos Jiménez de la Espada. Igualmente peligroso nos parece el extremo contrario, al que se aferran el Dr. Juan Félix Proaño, el P. José M. Legohuir y otros que admiten incondicionalmente cuanto se lee en la HISTORIA DEL REINO DE QUITO.

Nada diremos de la parte relativa a la historia natural – donde el aporte científico es tan pequeño, que quede oculto bajo la espesa hojarasca de lo meramente imaginativo - , ni a la simplicidad de las discusiones en que se engolfa sobre puntos nimios o fabulosos. Para hacernos vacilar en la fe que le debiéramos, los azuayos tenemos un motivo más: las falsedades y exageraciones en que incurre respecto a hombres y cosas de esta Provincia, así como la de Cañar, a pesar de que, en una y otra, reside tiempo más que suficiente para enterarse de pormenores y estudiar, siquiera someramente, los acontecimientos y las costumbres.

Velasco reputa por quiteño el General Ignacio de Escandón, siendo así que éste declara en sus escritos ser oriundo de Cuenca, lo que prueba no haberlos leído. Al P. José Saldaña – otro de nuestros coterráneos ilustres – le atribuye, asimismo, equivocadamente, por cuna Quito. No obstante pertenecer a su misma Comunidad, omite entre los cuencanos esclarecidos al P. Rodrigo de Narváez, insigne orador sagrado y docto maestro, a quien se elogia cumplidamente en la “Descripción y Relación del Estado Eclesiástico del Obispo de San Francisco de Quito”, hecha en 1650 por orden del Rey y mandato del Obispo Ugarte Saravia por el Secretario del Cabildo, don Diego Rodríguez Docampo.

Si nos atenemos a Velasco, “ en el distrito de Cañar, de la provincia de Cuenca….jamás, cae una sola gota” (de lluvia), siendo precisamente esa sección la de más continuado invierno y frecuentes lluvias.

Indica que en Tarqui hay canteras de mármol negro y verde – que no existen – y, en cambio, olvida de nombrar al blanco, único que allí se ve. Nos cuenta que tanto el Machángara, como el Matadero (Tomebamba) y el Yanuncay son tan caudalosos que “sólo rara vez y donde son muy anchos pueden vadeárselos a caballo y con gran peligro”, agregando luego que, en el punto en que se unen los tres ríos, de pronto las aguas desaparecen en su mayor parte, caminando por un conducto subterráneo, para asomar íntegras dos leguas más adelante.

Para Velasco, una lluvia en Azogues es bendición de Dios, mediante la cual puede enriquecerse cualquiera sólo recogiendo los carbúnculos, granates, jacintos y rubíes que las aguas arrastran. Lo que es en las cercanías de Cuenca, en Balsaín (hoy Balsay) no sólo hay – para él – hermosísimas amatistas, sino que entre las rocas es fácil encontrar finísimos diamantes.

Demasiado larga resulta esta enumeración, que precisa interrumpirla, dejando constancia del más grande error de Velasco al situar en la insalubre región de Yunguilla la gran ciudad incaica de Tomebamba, que estuvo, como todo lo evidencia – desde los relatos de los primeros tiempos de la Colonia hasta los importantes vestigios arqueológicos descubiertos en 1924 por Max Uhle – en donde hoy se levanta, gallarda y airosa, la ciudad de Cuenca.

Aunque apartándonos del objeto principal de nuestro estudio, nos hemos visto obligados a esta digresión acerca del P. Juan de Velasco, para ponerla como antecedente de los sucesos que vamos a narrar en el capítulo que sigue, donde no podemos hallar otra fuente de investigación que la suya, en algo que es, precisamente, motivo de la más rigurosa acusación que se ha lanzado en su contra: referímonos a la dinastía de los Shyris de Quito, puesta hoy en duda por muchos historiadores ecuatorianos y por otros negada rotundamente su existencia.

“Todo cuanto se ha escrito acerca de los Shyris – dice González Suárez – carece de fundamento: hubo Shyris y éstos fueron vencidos por los Incas: he aquí cuanto se puede tener como cierto acerca de ellos”. El Ilustre Arzobispo desautoriza, pues, a Velasco en los numerosos detalles que da sobre los Soberanos quiteños, pero admite su reinado.

Jacinto Jijón y Caamaño va más allá, al opinar que “es la historia de los Shyris fábula perniciosa que urge borrar de todo libro serio”. Y, aunque doliéndose de ello, inflige al P. Velasco el tremendo calificativo de “embustero”.

La cuestión no es fácil de dilucidar; de una u otra parte se han esgrimido argumentos poderosos, ya parta atacar a nuestro protohistoriador o ya para defenderlo.

Como tampoco este es lugar para mezclarnos en la disputa, nos limitamos a exponer que en los episodios relacionados con los cañaris, de que vamos a hablar a continuación, o Velasco ha urdido una fábula con suma habilidad para que los acontecimientos que pinta se sucedan con toda apariencia de la verdad, o ésta realmente brilla en el fondo de su relato, pues los hechos históricos de más tarde se compaginan muy bien y vienen a confirmar sus asertos, como en el caso en que Atahuallpa expone como principal causa de su alegato de pertenencia de Tomebamba el que sus abuelos de la línea materna hayan celebrado alianza con los cañaris.

ALIANZA CON LOS SHYRIS.

“Hacia el año de 980 de la era cristiana” – asegura Velasco, señalando una fecha casi precisa que, desde luego, incita a desconfianza – los Caras emprenden la conquista del Reino de Quito, logrando fácilmente apoderarse de él, merced a la eficacia de sus métodos guerreros. De este modo, Carán Shyri – el triunfador – implanta su monarquía. Aquí se da el curioso caso, contrario a lo que generalmente sucede, de que el soberano vencido –Quitu- “deja como en herencia su nombre a la nación extranjera”. Caso poco lógico…..pero que es fuerza admitirlo, mientras no se demuestre lo contrario.

No vamos a seguir los pasos de toda la descendencia de aquel conquistador, pues, para nuestro intento, basta volver a hallarla cuando está imperando Carán, Shyri XI, quien, muertos todos sus hijos varones – únicos que según la ley pueden reemplazarle en el trono – consigue la aquiescencia de sus súbditos para que le suceda su hija única – Toa – y el príncipe que ésta elija por su esposo. Es de este modo como se realiza el matrimonio de la heredera de la dinastía quiteña con el primogénito del Régulo de Puruhá, Duchicela. Llegados éstos al poder, se realiza de hecho la alianza de esas dos naciones, que, al formar ya una sola, vuélvese más temible por el gran poderío que alcanza.

Desde mucho antes de que esto acaezca, lo cañaris viven en pugna con los de Puruhá. Belicosos ambos pueblos, ambos de iguales recursos en hombres y armas, su rivalidad mantiénelos en perpetua asechanza, en inacabable combatir, que no da predominio definitivo a ninguno de los adversarios, sólo lográndoles tener en permanente intranquilidad.

Pero lo que no pueden las artes de la guerra, consíguenlo los de la paz. Duchicela XII, observa como ciencia de gobierno la de procurar a todo trance mantener buenas relaciones con los pueblos vecinos. Consecuente con ese modo de pensar, tomando en cuenta que los cañaris son hasta entonces los más fuertes enemigos de los de Puruhá y, por consiguiente ahora del Reino de Quito, busca su amistad, lográndolo al cabo de no pocos esfuerzos: “Consiguió meter en la misma confederación o pacto de familias al Régulo de Cañar – expresa Velasco -, y por medio de él a todos los Señores de las otras provincias del Sur, hasta la de Paita”. Esto sucede por los años de 1300, según la cronología que seguimos.

La vida de Duchicela se prolonga por más de cien años. Le sucede su hijo Autachi Duchicela, Shyri XIII, quien llega al Poder hacia 1370, gobernando pacíficamente, hasta 1430, en que, habiendo fallecido, le sucede Hualcopo Duchicela, Shyri XIV. A este último monarca tócale la mala suerte de que, durante su reinado, comienza a desmembrarse su imperio, debido a las conquistas del Inca Túpac Yupanqui. Los tratados de paz, celebrados con los pueblos vecinos, entre ellos con los cañaris, parece que son de tal naturaleza que no obligan mayormente a quienes los han concertado: “Ninguna de las provincias, desde la de Puruhá hacia el Sur, ni de las marítimas había sido conquistada por armas, ni tenía Gobernadores por parte del Shyri, que se interesasen en mantenerlas por él, siendo solamente unidas por vía de confederación y con poquísima dependencia”. No se trata, pues, de una alianza para la defensa común, sino de un simple convenio de no agresión.

En la mayor porción de los territorios invadidos por el Inca ni siquiera se traba lucha. No solo la fama y la fuerza incontrastable de Túpac Yupanqui, sino más aún la sabiduría y sagacidad que pone en su política de expansión, determinan que la mayor parte de los pueblos se le rindan voluntariamente. Los cañaris, aunque al principio ofrecen resistencia, acaban por demostrarle también su adhesión.

En nuestro concepto, los Shyris nunca ejercen dominio verdadero sobre los cañaris, limitándose éstos – según lo pactado con Duchicela – a no guerrear con aquellos, cuando adoptan el partido del imperio del Cuzco sostienen valientemente su actitud, enfrentándose ya con toda resolución contra los de Quito. En vano el sucesor de Hualcopo – el insigne héroe Cacha, XV y último Shyri – trata de sujetarlos en varios años de porfiadas lides. Los cañaris, una vez más, hacen ver que, cuando se los trata de oprimir, saben luchar con la obstinación de su raza denodada.

DECADENCIA DE LOS CAÑARIS

Aunque los españoles visitan por primera vez el territorio que hoy ocupan las Provincias Azuayas sólo en 1574, se tiene ya noticias ciertas de la región desde que se apropia de ésta Túpac Yupanqui sometiéndola al gran imperio del Tahuantinsuyo. Así, pues, vamos a referirnos a esta época – que posee características históricas – la cual se inicia con el sojuzgamiento de los cañaris y concluye con una nueva y más poderosa conquista, esto es, con su incorporación a los dominios de España.

A mediados del siglo XV los cañaris se encuentran en notoria decadencia, no precisamente en relación con los otros pueblos aborígenes de su vecindad – entre los cuales son respetados por sus dotes de heroísmo sin par – sino atendiéndonos al lapso de su apogeo, del cual quedan, para eterna memoria, las sorprendentes joyas arqueológicas a que démonos referido con anterioridad. En el tiempo que señalamos, no perdura ni siquiera el recuerdo del florecimiento de su civilización, en cuyo camino, después de ir hasta lo más alto, descienden con ese andar melancólico de quienes se sienten arrastrados inevitablemente hacia el ocaso.

Con razón sorpréndese Jiménez de la Espada de las gentes autóctonas que, al tiempo de la dominación incaica, “habían olvidado la cultura y adelanto que revelan las preciosidades encontradas en las guacas de Chordeleg.”. Doliéramos esto profundamente, si no supiéramos que con todos los pueblos del mundo acaece lo mismo, en el flujo y reflujo de las edades, donde el progreso también está sujeto a ese interminable vaivén, en el océano de la eternidad.

Conociendo la sed de oro que atormenta a los españoles, ¿quizás los cañaris guardan cuidadosamente el secreto de las riquezas amontonadas en Chordeleg y Sigsig, para evitar, de ese modo, que se violen las sepulturas veneradas de sus antecesores?....¡Pudiera ser!; pero es más probable que el polvo de los siglos, ofuscándoles la visión de su antigua grandeza, háles hecho perder toda memoria de ella. Sólo así se explica que, para entonces, no se enorgullezcan de ese pretérito esplendor, refiriéndose únicamente al muy relativo de Hatum-Cañar y Cañaribamba, de Tomebamba y otras parcialidades que habían reemplazado, para los estrechos linderos de su fama, quién sabe a cuántos pueblos más ilustres de su progenie.

El nombre mismo de cañaris, tal vez está suplantado a otro de más luenga historia, desaparecido en las vorágines de ciclos milenarios. Quizá el de Chordeleg – que, a primera vista, ya se encuentra también deformado, o cuando menos sujeto a influencias recientes – es más apropiado para designar a esa raza, cuyo foco principal de cultura aparece, en el lugar que hoy lleva tal denominación; pero, no nos toca hacer innovaciones de tanta monta, prefiriendo sujetarnos a la pauta común.

De todos modos, ese apelativo tiene raigambre étnica muy acentuada. Representa la tradición venerable de una estirpe que, para explicar su valer, busca su origen en las mismas fuentes excelsas de la divinidad: el hombre ligado siempre, con vínculo irrompible, a su Creador, así sea en lo mítico de los pueblos primitivos. La guacamaya totémica, la sierpe animadora de la especie cobran vida en el vocablo con que se apellidan esos hombres ingenuos y habilidosos, valientes y astutos, lo dicen con la noble satisfacción de pertenecer a una raza en que la altivez y la heroicidad se les hizo claror en la frente y pujanza en el pecho.

TRIBUS CAÑARIS

En el siglo XV, los cañaris hállanse diseminados en numerosas tribus que, aunque independientes unas de otras para su usual gobierno, guardan sin embargo el sentimiento de su origen étnico, el que les hace unirse cada vez que las circunstancias de mutua conveniencia o común peligro las obliga a juntarse para agredir o repeler el ataque de las naciones enemigas. En una palabra, forman un conjunto de behetrías, un país confederado, que sabe hacerse respetar cuando no imponerse.

Da una idea de su importancia lo que expresa el P. Velasco al hablar de los estados independientes al sur del de Quito,: “Cañar – dice –grande, igual al de Quito, con 21 tribus (luego enumera 25), las más de ellas muy numerosas, que son: Avancayes, (hoy Ayancayes)), Azogues, Bambas, Burgayes, Cañaribambas, Chuquipatas, Cinubos, Guapanes, Girones, Gualaseos, Hatum-cañares, Manganes, Molleturos, Pacchas, Pautes, Cumbes, Plateros, Racares, Sayausíes, Siccis, Sisides, Tadayes, Tarquis, Tomebambas, Yunguillas” (Historia del Reino de Quito en la América Meridional. Tomo II. Quito: 1841).

La anterior clasificación es indudablemente inexacta, pues no sólo incluye hasta nombres castellanos, sino que en ella se guía Velasco tan sólo por sus deficientes conocimientos de nuestra región, enumerando algunas parcialidades de poca importancia y omitiendo otras de mucha mayor significación.

Ante todo hay que reemplaza las denominaciones españolas con las indígenas: Así, Peleusí por Azogues; Leoquina y luego Pacaybamba, por Girón. Racar es en lo antiguo Racay y Taday Tatay.

El calificativo de Bambas, tan genérico, lo subdivide Octavio Cordero Palaciosmuy acertadamente en esta forma: Challuabamba, Urubamba, (antes Acobamba), Huagibamba, Cozarbamba (el Tablón), Huiracochabamba (Totoracocha), Tomebamba, Paucarbamba y Cachibamba o sea la inmensa y hermosa llanura que, cortada galanamente por algunos ríos, extiéndese desde las cercanías de Guangarcucho hasta Narancay. Por consiguiente, incurre, Velasco en error al alejar Tomebamba de la región de los Bambas.

De ninguna manera nos parece acertado separar – como hace nuestro protohistoriador – a los de Tiquizambi y Alausí de los Cañaris, ya que todo nos demuestra la identidad de raza, que hasta hoy puede comprobarse por su analogía de idioma autóctono y por sus costumbres.

Según Velasco, las tribus de Tiquizambi (hoy Tixán) son: Quiznas (Químiac en opinión de González Suarez, y Quizla, en la de Remigio Crespo Toral), Jubales y Zulas. Las de Lausí o Alausí: Achupallas, Chanchanes, Chunchis, Cibambis, Fungas, Guasuntos, Piñancayes y Pumallactas. Hay reiterada constancia histórica en los Libros de Cabildos de Cuenca de que todas estas secciones son consideradas como regidas por caciques cañaris, prestando todas ellas sus servicios en la jurisdicción de Cuenca, a tal punto que los primeros y más hábiles obreros para la construcción de la ciudad española son los cañaris de Tiquizambi y Pumallacta.

Ateniéndonos a la misma fuente documental, incontrovertible, nuestro Primer Libro de Cabildos, habría que añadir a la nomenclatura de Velasco – a todas luces arbitraria, hasta por ello de fijar dogmáticamente un número limitado de tribus en una nación numerosísima – los siguientes patronímicos de parcialidades importantes: Gonsol, Gualleturo, Pindilig, Macas, Charabsol, (hoy Charasol), Togtesí, Paiguara, Jadán, Sid (hoy San Juan), Aroxapa (hoy San Bartolomé), Ludo, Guarinag, Hazmal, (hoy Guachapala), Cábug (hoy El Cabo), Quingeo, Machángara (del que se hace constar que tiene “un pueblo viejo”)….Ponemos únicamente las secciones que asoman de más relieve entonces, prescindiendo de las que más tarde adquieren notoriedad, por uno u otro motivo, por ejemplo Chordeleg.

En cuanto a Togtesí, cabe decir que es el nombre del pueblo de indios al que más terde reemplaza la fundación española del pueblo designado primeramente Gualacio o Gualageo y ahora Gualaceo.

Macas no es el lugar conocido con ese nombre en el oriente ecuatoriano, sino el que figura en nuestra historia por haber fijado allí Huayna Cápac su cuartel general en su guerra de conquista a los Quitus; punto que, como demuestra el Dr. Jesús Arriaga, parece no haber sido otro que el de Pindilig actual, si bien es de apuntar que toda la región que señorea el Cojitambo parece haber sido habitada por la poderosa tribu de los Macas. De otra parte, tal nombre – según hace notar Don Francisco Tálbot en su Ensayo de Diccionario toponímico del Azuay – es denominación que no escasea en estas provincias: en Quingeo, verbigracia, también hay otro lugar llamado así.

LOS CONQUISTADORES DEL TAHUAM TIN SUYO.

Muy conocida es la historia del Imperio de los Incas , desde su origen, envuelto en las nieblas de la leyenda, cuando aproximadamente a principios del siglo XI (1.020 de la Era Cristiana, según autorizadas opiniones) Manco Cápac y su mujer Mama Ocllo Huaco, civilizadores al par que conquistadores, fundan el Cuzco y cosa de cien poblaciones más, estableciendo de ese modo el Tahuam Tin Suyo, la gran nación que, según su propio nombre indica, se extendía o pretendía extenderse hacia las cuatro partes del mundo.

El propósito principal del gran Fundador, - esto es el de sojuzgar pueblos no por el mero placer de demostrar su poderío sino también por el afán de llevar una cultura más avanzada a ellos – es imitado por sus sucesores, cada uno de los cuales cuida, a medida de sus aptitudes y posibilidades, de acrecentar el imperio, introduciendo las reformas conducentes a su mayor grandeza y esplendor.

Así acaece desde Sinchi Roca – continuador de Manco Cápac – hasta Túpac Yupanqui, el soberano inmediatamente anterior a la venida de los españoles y que, por esta circunstancia, pertenece a una época que, puede enjuiciar la historia, por la certeza de los datos que de ella se conocen.

Por otra parte, Túpac Yupanqui lleva a cabo la expansión territorial de su reino hacia la parte norte, logrando dominar más allá de la tierra de los cañaris, con inclusión de éstas. Tal es la opinión aceptada por casi todos los historiadores; pero el Sr. Octavio Cordero Palacios se aparta de ella, basándose en “documentos cuencanos”, como expresa al sentar la nueva tesis de que no es Túpac Yupanqui, sino su padre – el Inca Yupanqui – el que realiza la conquista de esta región.

La base documental a que acude el Dr. Cordero Palacios consiste en las Relaciones Geográficas que el Corregidor de Cuenca, Don Antonio Bello Ganoso, levanta sobre los pueblos de su jurisdicción, en el año de 1582. Cierto es que la época en que se reciben las informaciones las hacen de valor por su cercanía a los acontecimientos que refieren personas que pueden conocerlos bastante bien, pues se hace participar en las narraciones a caciques y principales de las diversas poblaciones; pero débese tomar en cuenta las contradicciones en que incurren, la explicable confusión de los nombres de los dos Incas, el que los informes coinciden en muchas partes (lo que incita a suponer que uno de ellos sirve de modelo a los demás) y el que sus autores no son hombres doctos, dedicados a formar una verdadera historia, sino que se ven obligados a cumplir órdenes de la autoridad; débese tener presente todo esto, repetimos, para no aceptar como irrefutable cuanto allí está escrito.

Para comprobar la escasa fe que, en este punto, merecen esos Informes basta consignar que si el vecino de Cuenca Don Hernando Pablos y el Beneficiado de San Francisco de Peleusí de Azogues aseguran que el Inga Yupangui es quien conquista esas tierras, en cambio los Curas de San Luis de Paute – Fray Melchor de Pereira – y de Santo Domingo de Chunchi – Don Martín de Gaviria – aseveran que es Huayna Cápac. Además, el Párroco de Cañaribamba, - Padre Juan Gómez – no obstante ser varón instruido, como revela en el resto de su información, manifiesta que el sojuzgador de la región es “Hata-gualipa, capitán de Guaina-Cápac”: lo que indica la ignorancia de los indios al respecto y el poco interés para averiguar la verdad por parte de los recomendados del Corregidor. Los Curas de Pacha y Alausí sólo hacen referencia vaga al Inga, sin nominar ninguno, mientras el de Pacaybamba o Leoquina dice que los conquistadores se llaman “Topa Inga Yupangui, Guayna Inga y Guaynacapa”, incluyendo como lo hace notar Jiménez de la Espada – a un Inca que jamás existió (Guaina Inga).

Así, pues, si bien en las Relaciones dos de las que las escriben – Hernando Pablo y Gaspar de Gallegos, en los que se basa Don Octavio Cordero Palacios – afirman que Inca Yupanqui es el conquistador de los cañaris, ¿por qué habrá de darse menos crédito a los que dicen que es Túpac Yupanqui?


Más que a afirmaciones hechas de manera incidental y sin detenido examen de las cosas, hemos de atenernos al rotundo testimonio de Garcilaso de la Vega, que es también el de Montesinos y Cabello Balboa. No sabemos cómo el Sr. Cordero Palacios busque apoyo en Cieza de León a favor de su teoría de que es el Inca Yupanqui el dominador de cañaris y quiteños, cuando el Sr. González Suárez, que asevera enfáticamente que el que efectúa tal hazaña es Túpac Yupanqui, declara que en esto se entiende al mentado Cieza de León, por cuanto – dice – “visitó el Perú y el Ecuador en los primeros años de la conquista, alcanzó a tratar con muchos indios viejos que habían servido a Túpac Yupanqui y a Huayna Cápac y, sobre todo, se hallaba despreocupado, porque buscaba sólo la verdad; por esto nos hemos decidido a seguir su narración” (Historia General de la República del Ecuador. Tomo I. Pág. 54).

El P. Velasco adopta igual conducta, que, en lo moderno, le siguen también Pedro Fermín Cevallos, Julio Matovelle, Jesús Arriaga, Oscar Efrén Reyes, Emilio Uzcátegui García, etc. A ella también nos arraigamos para continuar nuestro relato.

INVASION Y DERROTA DE TUPAC YUPANQUI.

El Dr. Julio M. Matovelle sostiene que el Reino de Quito es “una entidad política creada por los españoles” para asemejarla a la Presidencia o Real Audiencia de Quito, pues, como explica el conspicuo autor que citamos, si la existencia de los Shyris está en tela de Juicio, calificándola historiadores de mucha prestancia como fábula, lo evidente es que, “ni Paltas, ni Cañaris, ni Quillacingas formaron parte de ese Reino” (Cuenca de Tomebamba). 1921.

Si el pacto mutuo de no agredirse entre los de Quitu – Puruhá y algunos de sus vecinos – entre ellos los Cañaris – es base para que estos antiguos rivales se mantengan en paz por mucho tiempo, lo cierto resulta que ello no da fundamento a que se diga que el discutido Reino aquel se extienda por el sur de la serranía hasta Saraguro, como se viene repitiendo sin un examen severo.

¿Qué nexo, qué medio de dominio tiene el soberano quiteño sobre los pueblos que llama confederados el P. Velasco, si este mismo dice que ni siquiera contaban con Gobernadores nombrados por el Shyri, “que se interesasen en mantenerlos por él?»

Que jamás hubo aquel dominio lo comprueba la actitud que asumen estas regiones cuando se aproxima a ellas en Inca que trata de incorporarlas al Tahuam Tin Suyo. Si era un solo Reino ¿no habría de calificarse de cobarde y de felón a Hualcopo, Shyri XIV, que permanece impasible cuando Túpac Yupanqui ataca a los cañaris y lucha con ellos, sin que nadie los favorezca, sino son sus propias tribus, bien diferenciadas de las otras naciones aledañas? Hualcopo prefiere esperar que la guerra lo busque en la tierra de sus antepasados, en el Puruhá de sus progenitores, a pesar de que le es posible, acaso, repeler la agresión del Inga – si así lo quisiera – acudiendo prontamente a ponerse de parte de los cañaris, que con su decidida actitud guerrera le dan tiempo para ello, favoreciéndole además la suma lentitud con que avanza el invasor en su marcha al norte.

Entre los años de 1450 y1560, resuelve Túpac Yupanqui agrandar los linderos de su ya extenso imperio. Cuenta para esto con un ejército, en donde no vale tanto el número como la disciplina y los conocimientos guerreros, la moral optimista que los alienta – o el fanatismo religioso de creerse hijos del sol, que apunta Jaramillo Alvarado – y una organización admirable para la conducción y estimulamiento de tropas, así como los métodos de buen gobierno después de conseguido su objetivo.

Sabiendo los Paltas lo inminente de la irrupción del Inca, que acércase a paso de no interrumpidas victorias, construye a prisa una fortaleza en lo más riscoso de los montes de Saraguro, lugar estratégico como pocos; pero la presencia de Túpac Yupanqui, de su hermano Túpac Cápac y de los generales Auqui Yupanqui y Till-Yupanqui que comandan las huestes extranjeras, les pone flaqueza en el ánimo, al comprender su importancia ante tan poderosos enemigos. Deponen el primitivo ardor, se declaran en vasallaje, de que pronto aprovecha el vencedor, deportando a millares de palteños al lejano Collao y trayendo, en cambio, a igual número de gente de su confianza a habitar en la sección recién conquistada.

Ni el poco valeroso proceder de sus vecinos, ni el renombre con que viene diademado de esplendor el Inca, ni el séquito inmenso de guerreros que lo acompaña, nada infunde terror a los cañaris, que se aprestan, una vez más, a confirmar con hechos su bien merecida fama de indomable valentía. ¿Qué importa que sus medios de combate sean inferiores a los del Cuzqueños, qué importa que éstos los superen en número y en preparación bélica? El valor habrá de suplirlo todo.

Escogen por Jefe a Dumma, guerrero que conceptúan el mejor preparado para tan difícil trance. Aunque el Licenciado Montesinos sólo cite a los caciques de Macas (hoy Pindilig), Quizna (en opinión de Matovelle el actual Quincas, junto al Cajas) y Pumallacta, como los que acuden a secundar la defensa, es indudable que también lo hacen varias otras tribus cañaris de menor significación.

En qué punto se traba la gran batalla. No lo sabemos a punto fijo; pero las proezas de los cañaris llegan a punto tal que infligen la derrota al Inca hasta entonces invicto, obligándole a retroceder a Saraguro, con notable desmedro de hombres y bagajes.

Ante semejante triunfo, los cañaris tratan de aprovecharlo desembarazándose definitivamente de Túpac Yupanqui. Secretamente hacen llegar a los Paltas insistentes mensajes insinuándoles aliarse para desbaratar a los cuzqueños, entrando como parte principal del plan el de victimar al Inca: no mueve a extrañeza tal proceder, pues, de acuerdo con los usos guerreros de entonces, ello se practica sin asombro de nadie, aún entre los miembros íntimos de las familias reales, como más tarde efectúan Atahuallpa y Rumiñahui.

Los Paltas vacilan ante la propuesta, ya que de un lado consideran las ventajas que obtendrían vengándose del sojuzgador y, del otro, miran la omnipotencia de éste. En tal conflicto, recurren a la intervención divina, para que sean sus dioses los que decidan tan ardua cuestión: póstranse ante los altares, invocan a los genios tutelares y, al fin, la voz providencial se hace escuchar por boca de los hechiceros, que traducen el sentir celeste anunciando que el poder del Inca es incontrastable, siendo inútil luchar contra él.

SOMETIMIENTO DE LOS CAÑARIS

Es de suponer la indignación y el arrebato de Túpac Yupanqui, al verse vencido; mas, aceptando como buen capitán las contingencias de la guerra, disimula su enojo y espera mejor oportunidad y más eficaz preparación para lograr su intento.

En la región de los Paltas manda construir una fortaleza, así para amedrentar a los de él sujetos como para su propia seguridad en el largo tiempo que allí permanece organizando una segunda acometida a los cañaris. Manda traer tropas de refuerzo en tal cantidad, que aún recurre a las que son adictas al otro extremo de su imperio, en Chile. Conforme llegan agrúpanse en torno a su señor que, de ese modo, se muestra cada vez más temible.

Sea por esto o porque los frecuentes requerimientos del Inca y sus ofertas hagan mella en ellos y ablanden su ímpetu guerrero, los cañaris al fin optan por pactar su sometimiento al Inca, consiguiendo no sólo garantías de la paz, sino la promesa del más cabal apoyo para su progreso.

Es nuestro convencimiento que, durante el prolongado lapso que Túpac Yupanqui emplea en prepararse contra los cañaris y éstos en poder repelerlo, se forma la gran ciudad aborigen de Dumma-pata, o sea la ciudad de Dumma, cuyas extensas ruinas se admiran hasta ahora a tres kilómetros al norte del pueblo de Cochapata; ruinas que vulgarmente se conocen con el nombre de Dumma-para. Nos basamos para esta suposición, en primer lugar, en lo que expresa Montesinos al hablar de le retirada de Túpac Yupanqui hacia Saraguro: “Los Cañaris – dice – picándole la retaguardia, le persiguieron hasta el punto donde está hora la ciudad”.



A qué ciudad se refiere el cronista? A nuestro ver, a la que viene a formarse en Dumma-pata. La palabra donde está ahora, que emplea Montesinos, bien claro nos explica que no existía la ciudad al tiempo de la persecución, siendo fundada después. Esta explicación nos parece tanto más aceptable cuanto que ya no se admite la desacreditada conjetura de que el punto hasta donde se persigue al Inca pudo ser Tomebamba, en el supuesto – hoy completamente desechado – de que ésta estuvo en el malsano Yunguilla.

De otra parte, la prolongada permanencia de Túpac Yupanqui y sus tropas obliga, a no dudarlo, a establecer no un simple campamento, sino una verdadera población, con todos sus recurso de vida, inclusive edificios públicos de notable magnitud. Si Cieza pondera que la gente que el Inca hace venir para abatir a los cañaris constituye tan crecida porción que “henchía los campos”, varios historiadores aceptan la indicación de los indios que informan a los primeros españoles que su número no baja de doscientos mil individuos. Cabalmente, esta capacidad es la que da un cronista moderno a esos vestigios: “La población urbana de la ciudad de Dumma- para – escribe Francisco Tálbot – pudo fluctuar entre cincuenta y sesenta mil habitantes; y la rural en ciento cincuenta mil, dado el sinnúmero de ruinas enormes que se encuentra a cada paso, en unos tres kilómetros de radio” (La Unión Literaria. Serie 6 Número 7. Cuenca, Enero de 1917).
El Sr. Tálbot supone que los restos son de una ciudad perteneciente acaso a una nación aliada de los cañaris, destruida por Túpac Yupanqui. No lo creemos así, inclinándonos más bien al criterio de que la levanta el Conquistador, pues tiene mucha semejanza con las demás construcciones incaicas, sin que rechacemos la teoría de Villiers – referente a las ruinas de Molleturo, pero que bien puede aplicarse a este caso – de que los cuzqueños ayudan a levantar sus edificios a los cañaris, por lo que puede advertirse una cierta fusión de sus culturas en la arquitectura de sus monumentos.

Lo cierto que Dumma – el curaca del Sigsig, y nó de Tomebamba, como erróneamente se ha escrito, con evidente anacronismo, pues cuando los cañaris eligen a aquel guerrero como su Jefe, todavía no existe la gran ciudad que más tarde funda Túpac Yupanqui – pone todo empeño en congraciarse con el nuevo Señor: le rinde ilimitado vasallaje, júrale fidelidad inquebrantable y, como prenda de seguridad a su ofertas, déjale en rehenes a dos de sus hijos.

El Emperador cuzqueño avanza con toda pompa y poderío en la nación sojuzgada. Deja allí, para que la rija en su nombre, a un Gobernador con amplios poderes, y él va en pos de nuevas conquistas.

ANSIAS DE LIBERTAD.

A pesar de la sujeción irrestricta ofrecida por Dumma y los suyos, es lo cierto que no todos los cañaris se avienen a soportar el yugo. Altivos por naturaleza y acostumbrados a no doblegar la frente anta un amo, pronto fermenta en ellos el afán de recobrar la libertad.

Apenas Túpac Yupanqui, creyendo ya consolidada su dominación, se pone en los confines de las tribus cañaris, varias de éstas inician un movimiento subversivos de vastas proporciones, a cuya cabeza colócanse Cañar-Cápac, Chica- Cápac y Pizar- Cápac. Este último nombre lo corrige acertadamente González Suárez, cambiándolo por Paucar-Cápac, ya que la traducción francesa de la obra de Cabello Balboa – de donde la toma – adolece de muchas incorrecciones en los vocablos indígenas. Así, pues, los jefes de la revuelta contra el Inca son los curacas de Cañar, de Chica (hoy Checa) y de Paucar, o sea de la región en que ahora se asienta Cuenca.

Lo primero que ejecutan los sublevados es hacer desaparecer al Representante del Emperador, a quien dan la muerte, lo mismo que a las tropas cuzqueñas que éste tiene a su mando, las que, sea por la manera sorpresiva en que se las ataca o por no ser suficientes para ofrecer resistencia, son aniquiladas implacablemente.

Mas la insurrección es muy pronto debelada, pues, sabedor de lo ocurrido, Túpac Yupanqui, ardiendo en coraje, acude a vengar la afrenta, lo que realiza en la forma terrible que, en esa época, cuadra a un Soberano tan poderoso.

Acomete impetuosamente a los cañaris, los vence y luego ejerce las más terroríficas represalias.

No sólo siembra el estrago entre los guerreros que se le presentan en son de combate; se ensaña cruelmente en los vencidos y, no satisfecho aún con semejantes castigos, manda a ajusticiar a inermes ancianos sin más culpa que la de pertenecer a un pueblo rebelde y valeroso.

Y luego inflige la mayor de las penas a los derrotados, pena peor que la misma muerte si ésta acaece en la nativa tierra y junto a los que se ama: Túpac Yupanqui condena al ostracismo a quince mil cañaris. Un pueblo entero que, entre ayes y lamentos, se lo arranca del hogar y la querencia para incrustarlo en lugar extraño y distante a que llore eternamente la melancolía de su obligada erranza. A la cabeza de la triste caravana van los caciques insurrectos que, sintiéndose ya impotentes, en la imperial Cuzco o en las frígidas riberas del Titicaca – a donde los envían – sólo pueden tener el amargo consuelo de suspirar en honda remembranza por su adorada tierra cañari.

FUNDACION DE TOMEBAMBA.

Bien asegurado de la adhesión de los cañaris, el Inca se pone a construir palacios y fortalezas, caminos y puentes; siempre con la intención de seguir adelante en el ensanche de sus dominios.

No toca aquí narrar las largas luchas que emprende Túpac Yupanqui hasta conseguir sojuzgar a los del Quitu; pero debe consignarse que cuando Cacha, Shyri XV y último, logra reconquistar parte de lo perdido por su padre, son los cañaris los que impiden tenazmente que el Soberano quiteño – puruhá avance un solo palmo en su territorio.

Desde entonces, despierta en los cañaris el odio ancestral contra sus antiguos enemigos y decididamente se ponen de parte de los cuzqueños.

La mayoría de los historiadores está conforme en asegurar que Túpac Yupanqui funda Tomebamba. Aunque de contrario parecer, Hernando Pablos, citado anteriormente, trae el curioso dato de que el valle en que la ciudad se asienta tiene por nombre, en idioma cañari, de Guapondélic, “que quiere decir llano grande como el cielo; y – añade – luego le puso el Inga Yupangue el mismo nombre en su lengua, llamándole Tomebamba, que quiere decir lo propio”.

El nombre primitivo de Tomebamba los escribe así el docto P. Miguel I. Durán: Guap-ton-telé, admitiendo que significa “llanura espaciosa como el cielo” (Estudio sobre la vida del R. P. Julio Matovelle: 1938). El Sr. Miguel Castañeda O. grafica así la palabra: Guapundeli, traduciéndola por “puerta grande”, puesto que deli en hebreo, adulterado de dalet, de donde puede venir Deleg, Chordeleg y Pindilig, por determinar todos tres, verdaderas gargantas o entradas de montañas, con guapun en quichua, también grande o inmenso, entrañan la idea que se propugna”
(El índice americano y la unidad de la especie humana. Quito, 1941).

En cuanto a que Guapondélig y Tomebamba sean vocablos sinónimos que puedan vertirse ambos por “llano grande como el cielo”, el Sr. Jiménez de la Espada es el primero en ponerlo en duda al comentar así: “No sé que la voz tome o tumi tenga nada que ver con el cielo en sentido directo ni figurado. Hasta hoy se traduce por cuchilla semilunar, parecida a la que emplean los zurradores para raer las pieles. Su forma y usos eran muy variados especialmente entre los yungas costeños”
(Relaciones Geográficas de Indias. Madrid, 1897).

Max Uhle sostiene que Túpac Yupanqui funda Tomebamba, queriendo desde un principio convertirla en una segunda Cuzco, donde puede permanecer por largos años, vigilando las tierras recién domeñadas y acaso queriendo aumentarlas más y más hacia el norte. La etimología del nombre la trae también de Tumi, que “era entre los indios antiguos el cuchillo formado como T, que también les servía para decapitar, como a nosotros las espadas o las hachas. Puede ser que el nombre de la ciudad significaba entonces algo como el campo de las Espadas, en el sentir de los aborígenes”. Tomebamba. Quito: 1923).

Acaso con esa denominación Túpac Yupanqui quiere perpetuar el recuerdo de alguna gran matanza de cañaris o, simplemente, la de un nombre simbólico que es como la representación de su poder, es decir, de su deslumbrante espada de conquistador.

CALZADAS INCAICAS


Uno de los principales medios de que se vale Túpac Yupanqui para consolidar sus conquistas es el de ir uniendo los pueblos sojuzgados a la capital de su imperio, mediante caminos que los comuniquen con facilidad y por los cuales pueden transitar los chasquis, o sea un verdadero servicio de correo rápido que se asegura ser invención suya, en época en que ni en Europa los hay.

Esa política de vialidad trae incontables ventajas al sojuzgador, pues le pone en casi inmediato contacto con el resto de sus dominios, a los que puede hacer llegar sus órdenes o si es preciso, ir en persona con la celeridad que demanden los acontecimientos: es como un lazo de seda para el intercambio de culturas; pero es, también, como una cadena de hierro que se alarga para oprimir mejor a los pueblos en vasallaje.

Los primeros cronistas de Indias hablan con tanto entusiasmo de los portentoso de las calzadas incaicas que hoy sus palabras no parecen quizá exageradas. Dice Cieza de León: “Una de las cosas que yo más me admiré, contemplando y notando las cosas deste reino, fue pensar cómo y de qué manera pudiese hacer caminos tan grandes y soberbios como por él vemos, y qué fuerzas de hombres bastaran a los hacer, y con qué herramientas y instrumentos pudieron allanar los montes y quebrantar las peñas, para hacerlos tan anchos y buenos como están; porque me parece que si el Emperador quisiese mandar hacer otro camino real, como el que va del Quito al Cuzco, o sale de Cuzco para ir a Chile, ciertamente creo, con todo su poder para ello no fuere poderoso, ni fuerzas de hombre le pudiesen hacer, sino fuese con la orden tan grande que para ello los Incas mandaron que hiciese”.

Refiriéndose a la misma vía escribe Miguel de Estete: “Va todo el camino de una traza y anchura hecho a mano y rápido por aquellas sierras y laderas, tan bien desechado, que en muchas partes, viendo lo que está adelante, parece cosa imposible poderlo pasar; por las partes que va por laderas, va tan bien cimentado de calzada de cantería, desde lo bajo, que va tan lleno como si lo fuese la tierra, donde, saliendo de él tiene la gente harto que poderse tener con las manos; en las partes lodosas y de ciénegas va enlosado , y en las bajadas y subidas ásperas, escalones y entretechos de piedra: finalmente, él es uno de los mayores edificios que se han visto en el mundo” (Noticias del Perú).

Tales frases, que le las creyera ampulosas e hiperbólicas, sin embargo encuentran confirmación tres siglos más tarde, cuando uno de los hombres más grandes con que se honra la humanidad – el Barón de Humboldt -, al recorrer el continente americano, queda pasmado al hallar los vestigios de la calzada incaica. Ello acontece, precisamente cuando el sabio alemán realiza estudios en nuestro territorio. Oídle: “El llano del Pullal, que así se llama el del Azuay, tiene un suelo por extremo pantanoso, habiéndonos sorprendido encontrar a tales alturas, superiores con mucho a la que mide la cima del picote Tenerife, magníficos restos de un camino construido por los Incas del Perú. Es una calzada de grandes piedras talladas, que puede compararse a las más hermosas vías de los romanos que tengo vistas en Italia, Francia y España; perfectamente alineada, conserva la misma dirección 6 u 8.000 metros de largo…….” (Sitios de las Cordilleras).

Cieza afirma que la calzada extiéndese por el espacio de mil cien leguas. Estete – que se circunscribe a la que, partiendo de la ciudad de Tumipampa, va “por la tierra y región fría” al Cuzco – le da cuatrocientas leguas de extensión.

Que la obra es admirable para su tiempo no cabe dudarlo, así por el unánime testimonio de quienes la recorren cuando se encuentra en perfecto estado de servicio, como por la razón – que también tiene su filosofía y comprobación histórica de que esta clase de trabajos, casi imposibles en nuestras democracias, constituyen empresas hacederas en pueblos en servilismo, donde las masas obedecen ciegamente la voluntad del amo.


A pesar de que los caminos arcaicos son destruidos a veces intencionalmente por los conquistadores, ya por motivos de estrategia o por otros de fútil necesidad; no obstante el ningún cuidado que en su conservación se ha puesto; y sobreponiéndose, en fin, a los estragos del tiempo en casi cinco siglos de duración, atestigua la grandiosidad de las calzadas incaicas el hecho de que, como mudos aunque dispersos restos de un pasado esplendoroso, aún quedan en muchas partes secciones aisladas de esa gran vía.

En lo respectivo a nuestra región, todavía el camino de Túpac Yupanqui se muestra en las cumbres del Azuay, cerca a las marmóreas canteras de Mangán, en la cuesta de Machángara a Bibín, en Patamarca, en Turi, en los alrededores de Cuenca. En gran parte de las Avenidas “Huayna Cápac” y “José Antonio Valdivieso” no se ha hecho sino utilizar la vía de los Incas, que, en Tomebamba tenía su comienzo, en lo referente al sur, a la margen derecha del río, donde está situado ahora el puente atinadamente llamado de “El Inca”, siguiendo por Ingachaca y Chagurcimbana, por Turi y Guanacauiri hasta llegar a Cumbe, para de allí avanzar hasta el mismo corazón del Tahuam Tin Suyo.

NACIMIENTO DE HUAYNA CAPAC.


La erección de la ciudad de Tomebamba, con ser acontecimiento de tanta importancia, no tuviera la gran trascendencia con que ahora se señala en la historia, si es que, para gloria y orgullo imperecedero de esta región, no hubiese nacido en ella uno de los personajes más eminentes en el escenario mundial: Huayna Cápac.

¿En qué año tiene lugar tan feliz suceso? Difícil determinarlo; más, en todo caso, en la época en que su padre, el célebre Túpac Yupanqui, contando ya con la docilidad de los cañaris, dedica sus bien empleadas horas a organizar debidamente el país sometido, dotándolo de muchos adelantos, pues – como hemos dicho – está en decadencia tal que, si no en casi plena barbarie, como pondera Gracilazo, no es posible negar que en completo olvido de su antigua cultura. El advenimiento de Huayna Cápac en esta tierra habría de ser, en la misteriosa liturgia de las edades, como la anunciación de un renovado florecer de prestigio de una nueva aurora que clarea anunciando otra vez el caminar de un pueblo que sigue su rumbo al porvenir.

El nacimiento de Huayna Cápac puede señalarse aproximadamente, poco antes de 1455. Aunque varios historiógrafos – entre ellos Reyes, Jijón y Caamaño y Carlos M. Larrea – indican los años de 1465 a 1470, nos inclinamos a la fecha primeramente señalada porque es opinión admitida el que Huayna Cápac se pone al frente de los ejércitos cuzqueños en 1475, lo que no puede suceder antes de que éste tenga siquiera los veinte años.


La madre de Huayna Cápac es Mama Ocllo. En lo que concierne a Túpac Yupanqui, cuyas hazañas hemos rememorado sintéticamente en lo que tiene relación con el Ecuador austral, réstanos decir únicamente que, después de un reinado de más de treinta años en que la prez de la victoria rara vez deja de ser suya en incontables acciones guerreras, fallece en la capital de su imperio, legando a la posteridad acendrado renombre de indomable capitán que no sólo sabe legislar sino poner en práctica todo cuanto contribuye a la perfecta organización de un pueblo, por cierto bajo la férula despótica de los regímenes de su raza.

EL GRAN CONQUISTADOR Y LEGISLADOR.

En el amanecer de su juventud, obligado por la herencia e impelido a ello por su temprana ambición de gloria, Huayna Cápac asume el poder apenas muerto su padre, no sin poner a prueba desde esos momentos la fortaleza de su carácter, el triunfar sobre émulos y adversarios que intentan impedir su ascenso al trono.

No sólo consolidad las conquistas efectuadas por su padre, sino que se propone aumentarlas hasta donde llegue la reciedumbre de su brazo. Al frente de temible ejército, se encamina hacia el sur de su imperio; luego recorre la abrupta cordillera y la traspone osadamente imponiendo su nombre en Coquimbo y Atacama, en Mendoza y Tucumán. Tan poderoso se mira, al encontrarse en esas para él tan desconocidas regiones, que no prosigue en su ímpetu arrollador porque se convence de que ha puesto el pie en los últimos linderos de la tierra.

Su regreso al Cuzco sólo es breve descanso de guerrero, para reforzar sus huestes y avanzar en sentido contrario al anterior, esto es hacia los límites septentrionales del reino, de donde viénenle informaciones de que se pretende alzar el grito de insurrección. Graves contratiempos le salen al paso, como para pone r aprueba el temple de su voluntad: no logra la sujeción de las tribus indómitas de los Chachapoyas y Bracamoros; los Paltas arman una asechanza para asesinarlo, y en Puná pierde lo más florido de su cortejo, cuando la perfidia de Tumbalá precipita en las ondas marinas al lucido cuerpo de sus orejones.

En cambio, en Tomebamba se lo recibe y agasaja en forma merecida a tan gran Soberano. Ni puede ser de otra manera, si se toma en cuenta que ésta es su tierra natal, a la que, en toda ocasión da pruebas de preferencia y de cariño. Apenas saben de sus propósitos, los cañaris pónense de su parte, prestándole todos los auxilios que necesita para cumplir con su principal objetivo, no otro que el de enfrentarse y sojuzgar a Cacha, Shyri XV.

Con su estrategia característica, antes de romper las hostilidades, Huayna Cápac hace construir una fortaleza en las cumbres del Lazuay o Lashuai (hoy Azuay) – de la que todavía quedan vestigios conocidos con el nombre de Paredones – en punto cercano a los que domina sus adversarios. Rechazado su requerimiento de que se sometan los de Puruhá, acomete contra éstos, secundado resueltamente por los cañaris, ganados a su causa por la magnificencia del Inca y que son los que primero combaten, franqueando la entrada a las tropas cuzqueñas.

El heroísmo de Cacha y el de su sobrino Calicuchima, jefe de la defensa, nada logra ante el irresistible avance de los invasores, favorecidos, no sólo por el prestigio que rodéalos y al respecto que imponen, aún más por su deserción que cunde en el campamento del Shyri, al que, sucesivamente abandonan sus mejores capitanes, reduciéndole al cabo, a una situación desesperada, conducente por fuerza a la ruina.

Si bien con graves dificultades, en que la suerte parece vacilar propendiendo a uno u otro lado, tras enconado y largo combatir, al fin Huayna Cápac consigue victoria definitiva en el postrer reducto de Hatum-taqui, donde perece l último de los Shyris, dando una lección admirable de denuedo, que el vencedor sabe reconocer honrando la memoria del héroe, primero, y, más tarde, vinculándose con éste al contraer matrimonio con Paccha, hija del monarca derrotado.

Inclinándonos al criterio del Sr. González Suárez que omite la conjuración de los orejones en Tomebamba, por considerarla inverosímil, diremos, sin embrago, que Cabello Balboa la atribuye a los nobles llamados Mihi, Huaca-Maita y Ancas- Colla, los cuales, descontentos del trato que les da el Inca, consiguen cosa de tres mil adeptos que amenazan regresar al Cuzco en los precisos instantes en que Huayna Cápac pide refuerzos para acabar con el Shyri Cacha; intento del que se arrepienten sólo cuando sacan a su presencia la imagen de Mama Ocllo, quien, por boca de una sacerdotisa cañari, les pide deponer su actitud, accediendo a ello con docilidad tan inesperada como pueril.

Afianzada la conquista del Quitu, si por imposición de la fuerza, mayormente con las artes de la persuasión y de la polaca bien encaminada, Huayna Cápac logra la paz absoluta en un período de muchos lustros, que prolóngase mientras vive. Entonces, desarrolla su estupenda obra de mandatario sabio y benigno, sagaz y prudente, que, unida a sus eximias condiciones guerreras, hacen que unánimemente se lo considere como a la figura más encumbrada del Incario.

Su corte llega a ser una de las que más asombro suscita en la historia por la espeldidez de ella. Innumerables vasallos, de muy diversas y muy distintas regiones, le rinden acatamiento. Tiene cuatro esposas legítimas y seiscientas concubinas. Sus riquezas son fabulosas: el oro lo emplea hasta para formar jardines de ese metal, donde no hay aromas ni acuden las mariposas, pero donde al venir de todas las mañanas el Sol se recrea viéndose reflejado en aquel múltiple y maravilloso espejo en que se atrae desde la tierra a su imagen sagrada.

ENGRANDECIMIENTO DE TOMEBAMBA.

Grandiosos apogeo alcanza la ciudad fundada por Túpac Yupanqui cuando el hijo de éste – nacido en ella -, pone a servicio el entusiasmo de la querencia en noble alianza con lo inconcuso de su poderío. Así, pues, en medio del afectuoso respeto de los suyos, Huayna Cápac dedícase a fortalecer y hermosear Tomebamba.

Las excavaciones que, bajos los auspicios del Sr. Jacinto Jijón y Caamaño, lleva ejecución el año 1922 el Sr. Max Uhle, al mismo tiempo que demuestran la definitiva ubicación de la urbe incaica en el sitio que hoy ocupa Cuenca, comprueban también, mediante los numerosos vestigios que se descubren, la opulencia y esplendor que Tomebamba adquiere al empuje irresistible del más egregio de los varones que en ella tienen cuna.

Los restos hallados, si sometidos a un primer examen arqueológico, todavía aguardan nuevos y más prolijos estudios para darse cuenta cabal de su valía y magnitud. Sin embargo, con los hallazgos parciales, pero muy reveladores, que hasta aquí se han hecho puédese intentar la reconstrucción escrita de la soberbia ciudad, siquiera en lo que se refiere a la parte monumental de que quedan huellas de ella, consistentes en su mayor porción sólo en muros cercenados o incompletos, pues fueron destruidos por los primeros pobladores españoles de Cuenca para utilizar la enorme cantidad de piedra allí aglomerada – como es fácil comprobarlo ahora – en la edificación de templos y de casas, en la formación de pretiles o desagües, en la colocación de puentezuelos o cercas de heredades.

Las habitaciones del común del pueblo desaparecieron totalmente con el transcurso del tiempo, debido a su falta de sólida sustentación o a lo tosco de los materiales empleados. Maltrechos y en realidad cubiertos por el polvo aplastante de los siglos, sólo han subsistido los edificios que llamaremos oficiales para distinguirlos de lo no ocupados para menesteres públicos.

En sitio admirablemente escogido, sobre un altozano que domina el río y la extensa pradera del mediodía (actualmente, “El Ejido”), en el punto que hasta ahora se conoce en Cuenca con el nombre de “Pumapungu”, o sea “Puente del León”, allí, erige Huayna Capac el soberbio palacio donde fija su residencia. Curioso es consignar que, en una de las murallas interiores puestas al descubierto por Uhle, a la que se ha dado la forma requerida, para que cumpla con su objeto, se halló el cadáver de un indio cañari, enterrado vivo en aquel insólito túmulo de piedras, en acatamiento a la creencia de los incas de que un ser humano, sepultado de aquella manera, daba al edificio en que se lo encerraba para siempre una perduración de eternidad.

Junto a la mansión real – de enormes dimensiones y con patios y cuarteles apropiados, con empleo de losas para pavimentos y con servicios de agua límpida conducida subterráneamente, levanta Huayna Cápac otro espléndido edificio: el célebre “Mullu-cancha, cuyo verdadero nombre es, según Cabello Balboa, el de Tumibamba Pachamanca, aunque a la posteridad pasa con la primer denominación, debido a que sus paredes tienen por revestimiento una taracea de mullos, es decir, de menudas conchas marinas y de cuentas de piedrezuelas raras y multicolores, no sin que varias partes del aposento principal tengan por ornamento planchas laminadas de oro y plata. El fin a que Huayna Cápac dedica tan suntuosa construcción pone de relieve sus delicados sentimientos, pues es el de guardar allí la estatua de oro erigida para inmortalizar la figura de su augusta madre, la insigne Mama Ocllo, no sólo venerada por su hijo, sino por todos sus súbditos.

También consagra al dios Ticsi Viracocha un templo de rara magnificencia, de 130 metros de largo y 80 de fondo, según las murallas encontradas al oeste y cerca del actual templo de “El Corazón” de María”, habiéndose logrado señalar el aposento en que rendíase culto a la imagen de la divinidad. El imponente frontispicio lo forman doce compartimientos contiguos, de diferentes dimensiones, a cada uno de los cuales se asciende por una gradería de piedra blanca, teniendo todos ellos la forma de un hemiciclo.

El templo del Sol, tan ponderado por los antiguos cronistas, no ha sido posible localizarlo entre los numeroso edificios descubiertos. Hasta ahora conserva el mismo nombre aborigen de Uzno – o Chuqui-pillaca – una colina artificial en que, al decir de Cabello Balboa, los aborígenes “sacrificaban la chicha al Sol, a sus tiempos y coyunturas”. Por esta última expresión, pudiera colegirse que es quizás en este sitio donde estuvo emplazado el templo; pero Uhle opina que ello es imposible, debido a la pequeña dimensión de que allí se dispone, inclinándose a situarlo hacia el lado de Monay.

Los palacios de Tomebamba, más grandes aún que los que Túpac Yupanqui y Huayna Cápac erigen en el Cuzco, como expresa Uhle, son de tan excepcional importancia que llaman poderosamente la atención de cuantos castellanos oyen hablar de ellos o los admiran con propios ojos cuando ya están arruinados, pero dejando entrever su primitiva grandeza. Para no abundar en citas idénticas en el fondo, basta reproducir lo que al respecto afirma Pedro Cieza de León: “Estos aposentos famosos de Tomebamba – escribe – eran de los soberbios y ricos que hubo en todo el Perú y a donde había los más ricos y primeros edificios…Muy grandes cosas pasaron en el tiempo del reinado de los Incas en estos reales aposentos de Tomebamba, y muchos ejércitos se juntaron en ellos para cosas importantes”.

Todo demuestra que Huayna Cápac pone generoso empeño en que su tierra nativa alcance notoriedad sobresaliente, convirtiéndola en una de las principales de su imperio, como en efecto llega a ser en la época más floreciente, si bien la más cercana a su derrumbamiento, pues los historiadores mantienen uniformidad en aseverar que, después de la metrópoli cuzqueña, las dos principales gobernaciones del Tahuam Tin Suyo vienen a constituir Quito y Tomebamba.

UBICACIÓN DE TOMEBAMBA

Innecesario y hasta temerario resulta ahora discutir respecto al lugar en que estuvo situada Tomebamba. Este asunto, ya definitivamente resuelto, ha pasado a la categoría de cosa juzgada, siendo inexplicable el proceder de quien pretenda en estas horas renovar la ya desacreditada teoría del P. Velasco de que aquella ciudad demoraba en las cercanías del Jubones.

Nuestro protohistoriador, sin tener ningún fundamento para ello, hace esa suposición a humo de pajas, sólo por el hecho de haber visto en Yunguilla unas ruinas incaicas de poca importancia: acaso algunos tambos y, en su mayor parte, canales de irrigación y señales divisorias de las extensas plantaciones cultivadas por los aborígenes. Sin profundizar en la idea – que, por otra parte, no tenía mayor importancia en esa época – lanza una afirmación que, aunque hace caer a algunos en igual error, por fortuna ha sido rectificada suficientemente.

El Sr. González Suárez, siguiendo a Velasco, incurre en semejante equivocación, lo cual, como apunta el Sr. Carlos Manuel Larrea, “llama verdaderamente la atención, cuando él mismo presenta varios testimonios y pruebas de que en el lugar que hoy ocupa la ciudad de Cuenca, construyeron los Incas suntuosos edificios; y transcribe textos de Cieza de León, de Cabello Balboa y de Velasco que bien claramente indican que la hermosa capital, azuaya fue fundada más o menos el mismo sitio en que se levantaba la Ciudad de los Palacios, como Bamps la llama”. El mismo Sr. Larrea llega a la conclusión de que, “después de publicada la gran obra de los Sres. Verneau y Rivet – Ethnograpie Ancionne de l’ Equateur -, en la que se estudia esta cuestión extensamente, el asunto parece que no admite réplica”.

El primero en rebatir al Sr. González Suárez – cuya tesis, acogida y ampliada por el Dr. Julio Matovelle, la admiten también Bams y Teodoro Wolf – es el Dr. Luis Cordero, conspicuo escritor, a quien le han seguido en la misma tarea de aclaración histórica, con idéntico resultado, investigadores como Octavio Cordero Palacios, Remigio Crespo Toral, Jesús Arriaga, Alfonso A. Jerves, Tomás Vega T. y, en general, todos los que participan de la crítica sin empecinamientos, pues las ruinas exploradas en Pumapungu han puesto a la vista la magnífica urbe de Túpac Yupanqui y Huayna Cápac.

De otra parte, basta leer los relatos de los primitivos cronistas de Indias y las actas iniciales de los Cabildos de Cuenca para rendirse a la evidencia.

Por eso, después de abundar en sólidos razonamientos y de copiar esta frase del P. Cobo: “Tumibamba es donde está agora la ciudad de Cuenca, tierra tan apacible, que en templanza de cielo, fertilidad y hermosura ninguna le hace ventaja en todo este Reino”, el insigne Crespo Toral falla así: “Cuenca es, pues, la misma Tomebamba Cañar e incaica y su fundación simplemente acto legal del Gobierno hispánico, no proceso real de fundación. No se funda lo ya fundado. Es como si de México o del Cuzco se afirmase lo propio, sin consideración a la realidad”.

CUZCO Y TOMEBAMBA.

No como prueba – que sí la es , y magnífica – de la auténtica ubicación de Tomebamba, sino más bien para hacer resaltar la enorme importancia de la ciudad, vamos a compendiar las opiniones del Sr. Dr. Jesús Arriaga, expuestas en sus Apuntes de arqueología Cañar (Cuenca, 1922), por las cuales infiere, lógicamente, que Tomebamba estuvo en Cuenca y que fue construida con el deliberado propósito de que rivalice con el Cuzco.

De tal manera contundentes los argumentos presentados por Arriaga, que no hay jactancia, antes honda verdad, en su rotunda afirmación de que “así no hubiese historiador ni documento alguno escrito, la comparación toponímica que hemos alcanzado, ella sola, basta para determinar la verdadera situación de Tumipamba y su semejanza intencional con el Cuzco”.

Basándose en las prolijas descripciones que de la imperial ciudad hacen el Inca Gracilazo de la Vega, Cieza de León, Juan de Betanzos y Don Otto von Buchwald, Arriaga estabelec las comparaciones que, de manera sintética, damos a continuación:

El Cuzco recuéstase en Collcampata; Tomebamba, o sea Cuenca actual, reclínase igualmente en la colina de Cullca. Esta palabra, según Jiménez de la Espada, significa troje, como que en realidad, en ese punto tenían los indios los depósitos para almacenar cereales.

El Cuzco mira a sus pies al arroyuelo llamado Huatanay; en Tomebamba se denomina Huataná al arroyo que atraviesa de ciudad. El primero nace en Collcampata; el segundo (conocido más comúnmente por “El Gallinazo”) tiene su origen en Cullca.

En el Cuzco hay el barrio de Monaycenca; en Tomebamba el de Monay, situado en hermosísima llanura. En el Cuzco encuéntrase el barrio de Uchu – ayllu; en Tomebamba el de Uchu – pata, junto al Cementerio General de hoy. En el Cuzco muéstranse Puma- curco y Puma- chupan; en Tomebamba el celebérrimo Pumapungu en que en que alzáronse los palacios reales.

Cerca del Cuzco existe Cachipamba, lugar en que se da en 1538 la memorable batalla conocida con el nombre de Las Salinas, traducción realizada por los españoles, pues tanto el vocablo quechua como el castellano significan lo mismo; cerca a Tomebamba también se encuentra Cachipamba, que más usualmente decimos El Salado.

En el Cuzco levántase la meseta de Casapata; en Tomebamba la de Cashapata, que, por el sur prolóngase hasta el Yanuncay.

En el Cuzco, el Calixpuquio es un manantial donde, según refiere Betanzos, se bañan los orejones en la ceremonia de armárselos caballeros; en Tomebamba, Calixpogyo es una fuente situada en Huataná, a donde el agua llega por conductos subterráneos y que acaso tuvo el mismo uso que su congénere del Perú.

Finalmente, en el Cuzco el Guanacaure es el cerro sagrado de los indígenas; en Tomebamba, dominando a Monay, elévase el Guanacauri, que sirve de base a una de las triangulaciones realizadas por la primera Misión Geodésica venida a América para medir un arco del meridiano terrestre, habiendo otro Guanacauri al sur de la ciudad, a la que señorea por detrás de Turi.

Las comparaciones toponímicas que anteceden evidencian el que Túpac Yupanqui y, con más ahinco, Huayna Cápac quieren y logran hacer de Tomebamba una urbe de primer orden, capaz de competir con la misma capital del Tahuan Tin Suyo, ya por la opulencia y grandiosidad de sus templos y palacios, ya por lo extensas y bien formadas de sus vías de comunicación, ya por sus comodidades para la vida ciudadana y su bien guarnecida plaza para la defensa del Imperio.

EL INGA—PIRCA DE CAÑAR.

eclara uno de los más ilustres publicistas ecuatorianos que “en Sudamérica, después de la comarca del Cuzco, tal vez no se presentará un núcleo más extenso de vestigios prehistóricos que el de la antigua región Cañar – Tomebamba, desde Saraguro hasta Tiquizambi y desde Macas y Suña hasta Machala y Balao” (Remigio Crespo Toral: Discurso de presentación a Max Uhle).

En efecto, en todo el territorio azuayo muéstranse diseminadas incontables ruinas: las de Dumapara, entre Nabón y Oña; las de Yunguilla, cercanas al Jubones; las de Chusquín, en Gualaceo; las de Cumbi-pirca, en Cumbe; las de Pumapungu en Cuenca; las de Déleg, Sidcay, Cañar, el Azuay……

Interminable sería hablar detenidamente de cada uno de esos mudos testimonios del pasado, por lo que preferimos la referencia sólo al más notable y conocido de entre ellos, debido a su mejor conservación y a haber sido estudiado por hombres de reputación universal: el Inga-pirca de Cañar, que, de conformidad con un proyecto presentado por el Senador Dr. Aparicio Terán, la legislatura de 1895 lo declara monumento nacional.

El Inga-pirca representa, a no dudarlo, la huella más importante que de su paso deja en el territorio ecuatoriano la raza incaica.

Entre este monumento y el de Callo- en la parroquia Lasso, de la hoy provincia de Cotopaxi- la primacía en valor arqueológico toca al primero, tal como ya lo hacen don Jorge Juan y don Antonio de Ulloa al expresar en la Relación de su viaje (1748) que, “esta fábrica de una Fortaleza y Palacio de los Reyes Ingas es la más formal, capaz y bien distribuida que se encuentra en todo aquel Reino”, (Quito).

No es admisible la opinión de Max Uhle de que Ingapirca es sólo un tambo – de importancia secundaria y de dimensiones semejantes a los de Sidcay, Molleturo y Socarte -, construido para albergar las tropas del Inca o a éste mismo a su paso por allí.

Tampoco parece acertado el parecer del Barón de Humboldt, primero, y luego de González Suárez de que se trata de un adoratorio, erigido por la superación al encontrar en ese lugar – debido a la naturaleza del terreno de areniscas y conglomerado – líneas concéntricas rojas, que, acaso, toman como una representación del Sol. Nada de esto se columbra dentro de los edificios y murallas principales, de tal manera que si el Inti huayco – que queda aislado de ellos y debe su denominación a la circunstancia que anota el Sr. Arzobispo – tiene quizás los distintivos de los símbolos religiosos, no por eso se lo ha de considerar un templo, sino simplemente como un peñón que, por ostentar una figura que la reputan por imagen solar, les roba la atención, causa por la cual lo llaman la quebrada del sol.

La mayoría de arqueólogos e historiadores, sobre todo en época reciente – que es cuando más se ha ahondado en esta clase de investigaciones – considera al Inga-pirca como una fortaleza.

Así piensa Jorge Juan, La Condamine, Verneau, Rivet, etc., etc., basándose en la situación estratégica en que se halla y en la especial disposición de sus departamentos, que, aún en la actualidad permiten apreciar allí ciertos usos propios de hombres de armas.

En cuanto a la antigüedad de la construcción hay diversidad de juicio. Snider sostiene que no es obra de los Incas, sino de otras gentes muy anteriores, propugnando la teoría, hoy plenamente comprobada, de que América tuvo habitantes antes del diluvio, como demuestran los hallazgos paleontológicos y las tradiciones que a ese respecto guardan los aborígenes. Si la tesis sobre la antigüedad de las razas vernáculas es admisible, no lo es lo relativo al Ingapirca, pues los primeros cronistas de Indias dan noticias de este edificio, levantado en tiempos cercanos a la Conquista española.

Unos atribuyen su construcción a Túpac Yupanqui; pero el pensamiento más generalizado indica a Huayna Cápac como a su autor. En efecto, el estilo empleado en el monumento es netamente incaico. Gualberto Arcos, después de señalar el siglo XV como fecha de erección del edificio, da las características de éste, propias de ese período: “Del edificio de Ingapirca – escribe – sólo quedan la fortaleza elíptica con su cuerpo de guardias, algunas terrazas, trozos de la muralla y una que otra sala y galería de los cuarteles adjuntos. Las piedras, que forman los muros, tienen labrada la cara exterior ligeramente convexa y cortada en bisel hacia los bordes. Las hiladas de piedra están perfectamente paralelas. Las puertas son como en el edificio de Callo de forma trapezoidal, semejantes a las de los monumentos egipcios”. (Historia de la Arquitectura en la República del Ecuador. 1928).

Cieza de León relata que los cañaris le aseguran que Huayna Cápac hace conducir, desde la imperial Cuzco, las piedras con que se alza el Ingapirca. Tal aserto no debe tomarse en toda su amplitud, siendo lo probable que sólo pocas piedras, como si dijéramos las angulares, se las transporta de la capital del Imperio para sobre ellas continuar la edificación, ya sea esto en acatamiento a alguna vieja tradición o por tributar señalada honra al pueblo con el que tal cosa se hace.

Fácilmente comprensible que la mayor parte del material empleado se lo conduce de un sitio de la misma región, contiguo a la laguna de Culebrillas, donde abunda aquella hermosa piedra verde que predomina en el Fuerte, el cual, ateniéndonos a Wolf, se halla a 3.165 metros sobre el nivel del mar (Viaje geognóstico por la Provincia del Azuay).

Aunque ha sufrido constantes depredaciones – así de hombres ignaros como de otros que, si instruidos, todo lo posponen a la avaricia de su interés personal – aún ahora el Ingapirca presenta magnífico golpe de vista, destacándose en la eminencia donde eleva su elipse pétrea, desde la cual se abarca espléndido panorama: al norte Puma-llacta (donde atalayaba otra fortaleza semejante), al sur Chuguín y Molobog, al oeste Sisad y al oriente Yubal e Ingañán: ¡todo un congreso de montañas, que, presidido por el tiempo delibera sobre lo fugitivo de la grandeza humana y lo inmanente de la de Dios!

EL ANUNCIO FATAL.

Hemos narrado la considerable obra de mejoramiento que entre los cañaris realiza Huayna Cápac, por ser este el tema al que nos contraemos y porque de allí se puede deducir lo que realiza en el resto de su vasta monarquía, la que llega a tal punto de engrandecimiento que, escritores europeos reconocen que – de no mediar la dominación española – la civilización incaica llegara a un grado tan alto que acaso sobrepase a la de los otros continentes.

Viéndose de todos querido y respetado, pues sus dotes magnánimas lo imponen a su pueblo como prototipo de Soberano, Huayna Cápac resuelve efectuar un viaje verdaderamente triunfal a través de su imperio, desde Quito hasta el Cuzco. Con imponente séquito, sobre un trono de oro y refulgente pedrería, avanza en hombros de su vasallos más notables, hasta arribar en la natal Tomebamba, la tierra de sus preferencias, donde quiere dar largo descanso al cuerpo e intenso deleite al espíritu.

Mas, de improviso, surge lo inevitable, habla el destino, se cumplen acaso las profecías. Uno tras otro, llegan los mensajeros para anunciar que hombres blancos y misteriosos, vestidos de hierro y ávidos de oro, han aparecido por el litoral. Garcilaso de la Vega, que fija este suceso en el año 1515, lo relata de este modo: “Huayna Cápac……estando en los reales palacios de Tumipampa, que fueron de los más soberbios que hubo en el Perú, le llegaron nuevas que gentes extrañas y nunca jamás vistas en aquella tierra, andaban en un navío por la costa de su imperio procurando saber qué tierra era aquella; la cual novedad despertó a Huayna Cápac a nuevos cuidados, para inquirir y saber qué gente era aquella y de dónde podía venir”.

Ante nuevos avisos que, asustados, le traen sus súbditos, Huayna Cápac desiste de avanzar al Cuzco y resuelve, en cambio, el regreso a Quito. ¿Qué razones le mueven a dar este paso? Si intenta apercibirse a la defensa ¿no es más lógico que vaya a la Capital del Imperio? ¿Confía, acaso, más en la decisión y cariño de los de Quito? ¿O se rinde a lo inevitable, a lo que está decretado y habrá de suceder?

Quién lo sabe! Impelidos por causas políticas o urgido por el destino, es lo cierto que el gran Emperador abandona Tomebamba, pero no ya en la apostura desafiante de su llegada, sino como el que marcha a su pesar, enceguecido por oscuros presentimientos.

MUERTE DE HUAYNA CAPAC.

En Quito, le aguardan todavía ocho o diez años de angustiosa espera, de incertidumbre, de mortales ansias: él, el gran conquistador, tarda en conquistar la muerte, la única que para su ancianidad y su pena es la compañera ideal.

Sea por las enfermedades o porque su ánimo decae terriblemente al presentir con miraje genial la disolución de su Imperio, un día, sintiéndose cercano al tránsito final, decide formalizar su testamento, por el cual divide la Monarquía entre Huáscar – hijo tenido en su hermana y esposa Rava- Ocllo – y Atahuallpa, el favorito de su sangre, el fruto de sus amores con Paccha, legando al primero el Cuzco y al segundo el Quitu, en los límites que tuvieron ambos pueblos antes de que lo fusionara con el poder de las armas.

No se ha precisado la fecha en que ocurre el fallecimiento de Huayna Cápac. Garcilaso la fija en 1523; Cabello Balboa, Velasco, Prescott, Pedro Fermín Cevallos, Pío Jaramillo Alvarado en 1525; Oscar Efrén Reyes, José Rumazo González en 1526; González Suárez vacila entre 1526 y 1527, Robertson entre 1527 y 1529………

Tampoco se sabe a punto fijo el mal que ocasiona su muerte.

Bañóse –dicen unos -, vínole escalofrío y luego fiebre, a cuya consecuencia fallece. Comiéronle el cuerpo varias llagas – expresan otros – y la podre da fin con él. Esta última opinión se la acoge en lo moderno; el Dr. Arcos sostiene que Huayna Cápac va a la tumba corroído por la sífilis, o sea la enfermedad que los indígenas llaman huanti. ¡Triste realidad, tal vez, o mera suposición para afrentar con el castigo al gran varón que supo amar como nadie a las mujeres!

Los funerales de Huayna Cápac no tienen par. Su cadáver lo embalsaman, después de quitarle el corazón – que queda, prenda póstuma de afecto, en Quito -; lo conducen luego al Cuzco en medio del llanto y la desolación de todos. Un solo clamor se levanta por doquiera; se hace un solo anhelo el tributarle homenaje. Mas de mil mujeres le sacrifican la vida, en la dulce esperanza de poder acompañarle para siempre en el desconocido tálamo del más allá.

Junto a sus progenitores, lo llevan al Templo del Sol; vestido de su túnica imperial y ostentando la insignia suprema del llantu lo acomodan en una silla de oro y lo dejan allí para el reposo sempiterno. Su momificación es tan perfecta que se lo creyera vivo al gran Monarca.

Cuando los españoles se apoderan del Cuzco, los indios, temerosos de un desacato, esconden el cadáver que, al cabo de algunos años, es descubierto y llevado a Lima. Allí lo ve, en 1580, el P. Acosta, quien encomia el admirable embalsamiento, que permite la conservación sin que hubiere perdido ni siquiera el pelo de las cejas.

Por mandato del Arzobispo Loaiza, los restos de Huayna Cápac, del más grande de los americanos primitivos, se los sepulta en uno de los patios del Hospital de San Andrés, dando ese lecho de humildad al hombre más poderoso de su tiempo. Y allí están, entregados al desconocimiento y al olvido. Igual que su pueblo, igual que su raza.

LOS CAÑARIS EN FAVOR DE HUASCAR.

Acatando lo dispuesto por su padre, Huáscar y Atahuallpa ejercen pacíficamente el poder, uno desde su sede del Cuzco y el otro desde la de Quito, por un espacio no mayor de cuatro a cinco años.

Por el año de 1529 – si admitimos que la muerte de Huayna Cápac ocurre en 1525, opinión la más generalizada – un incidente, al parecer insignificante, encona los ánimos y altera la paz.

En la fecha indicada, fallece Chamba, cacique de los cañaris y persona sumamente adicta a Atahuallpa, al que conoce desde que éste es niño y al que rinde sumisión absoluta en el desempeño de su cargo.

Al heredar el cacicazgo su hijo Urco-colla , de distinto parecer al de su padre, su primer acto de gobernante es desconocer la autoridad de Atahuallpa, de quien hace caso omiso, enviando su embajada de obedecimiento al soberano cuzqueño.

Suscitadas así las iras de Atahuallpa, manda a dos de sus mejores generales – Calicuchima y Quisquis – y luego se encamina personalmente a someter al rebelde; pero Urco-colla y los suyos, no sintiéndose suficientemente fuertes para luchar con el señor del Quito, se retiran en espera de mejor oportunidad.

Atahuallpa entra en la opulenta Tomebamba sin que nadie se lo estorbe; se hospeda en el palacio de sus progenitores durante varios meses y comienza a embellecer aún más la ciudad halagado, con la idea de que, habiéndose reconocido sus derechos, podía consagrarse a gobernar en calma.

Huáscar, con el pretexto de reclamar en términos comedidos la devolución de la provincia de Tomebamba, manda a Yupanqui, uno de los nobles de su confianza, para que, si aparentemente con el fin de entenderse con Atahuallpa, en realidad consiga en secreto la adhesión de los cañaris.

Con tanta sagacidad procede Yupanqui que, sin que nadie lo delate, prepara la insurrección de los cañaris, con el apoyo de tropas cuzqueñas que solicita y al punto le vienen, trayendo al frete dos mil orejones. Al saber su cercanía a Tomebamba, sale de ella, se reúne al ejército, pónese a su frente y, al unísono con los conjurados, entabla combate con los quiteños, con resultado tan adverso para éstos que su propio Soberano es hecho prisionero y encerrado en una de las habitaciones del palacio.

Cuzqueños y cañaris celebran la victoria con inusitado regocijo, traducido en frecuentes libaciones de chicha. Las sombras de la noche envuelven a la ciudad. Los vencedores continúan en su alborozo. Mientras tanto, el real cautivo trabaja febrilmente para que un horado en la pared le permita la fuga. O están sobornados los centinelas, o nadie oye el cavar de la barra, pues no hay oídos más sordos que los de la embriaguez. Al fin, por el boquerón penetra el aire de afuera, y el preso, deslizándose cautelosamente, agazapándose cuanto le es posible, recobra la libertad. Acaso esa postura de reptil que se ve obligado a adoptar, le trae a la mente la idea de engañar a sus súbditos diciéndoles que su padre el Sol lo convierte en culebra para salvarlo del cautiverio.

Recobrado ya el dominio de su persona, se siente otro. Emprende la ruta a Quito, pesaroso por la rota de sus huestes, afrentado por la prisión, pero saboreando de antemano el delicioso licor de la venganza, que, si placer de dioses, lo es mayormente de los hombres que se miran en puesto de altitud.

VICTORIAS Y DERROTAS.

Ardiendo en ira, Atahuallpa reúne a sus capitanes; les hace ver que no sólo se mancilla sus legítimos derechos a la posesión de Tomebamba, sino que la sagrada persona del Soberano ha sido atrevidamente ultrajada.

¿Qué otra actitud asumir entonces, si no es la de vengar la derrota, oponiendo las armas a las armas? Así opinan todos esos guerreros, que no ansían otra gloria que enfrentarse con los enemigos.

Reúnese un ejército, bien avituallado, de cerca de sesenta mil hombres que, dispuestos a vencer o morir, enfilan hacia el sur, comandados por Quisquis y Calicuchima, por Rumiñahui y Zopozopangui.

Huáscar, en tanto, observa igual proceder. Pone al frente de sus huestes al intrépido Atoc que, apenas llegado a Tomebamba, formula en nombre de su Emperador la declaratoria de guerra a Atahuallpa. Luego, avanza al norte en actitud desafiante.

A las faldas del Chimborazo se avistan los contendores que, mutuamente enardecidos, entablan feral batalla. A la postre, los quiteños retroceden ante el ímpetu contrario.

Al conocer su nueva derrota, Atahuallpa se indigna, estalla en coraje, siente el hervor de su noble sangre y – ya no en condición de Monarca, sino de simple Capitán – pónese a la cabeza de nuevas tropas, las contagia de su valor, hace regresar con él a las que retíranse en desconcierto y, así preparado, embiste contra los cuzqueños con tanta bravura que pronto alcanza la victoria. Apresa a Atoc y al cacique cañari Urco-colla; los hace atar a sendos árboles, y los más hábiles de sus arqueros acribillan a flechazos a los vencidos.

ARRASAMIENTO DE TOMEBAMBA.

Sin amedrentarse ante el hado adverso y no cejando en el deseo de mantener bajo su férula a los cañaris, Huáscar envía un nuevo y poderoso contingente de hombres para sostener su causa, poniéndolo a las órdenes de su hermano Huanca-Auqui, el que se hace fuerte en la plaza de Tomebamba.

Allí va a buscarlo Atahuallpa. Trábase porfiada lid. En los dos primeros días de asedio los cuzqueños y cañaris llevan la mejor parte, a tal punto que las tropas quiteñas, bastante desmoralizadas, se retiran hacia Molleturo; pero rehechas luego, bajo la hábil dirección de Calicuchima y Quisquis, recobran posiciones y, en cerco que se prolonga por muchos días van obteniendo ventajas de tal naturaleza que, al cabo, determinan el que se apoderen de la heroica ciudad.

Atahuallpa ejerce entonces tremendas represalias, en su mayor parte injustas. Extermina a los vencidos – cuyo número se sospecha alcanza a cincuenta mil – y, no saciada su tremenda saña, lapida asaetea, ahorca degüella a niños a ancianos, a mujeres……

Ni ese río caudal de sangre inocente satisface su inmensa venganza, colindante con la demencia. Prende fuego a las cubiertas de los templos y palacios, y la ciudad, otrora espléndida y soberbia, es un solo haz de llamas ardiendo en la llanura grande como el cielo.

No quiere que de Tomebamba quede piedra sobre piedra. Hace derruir los muros; todo lo vuelve inhabitable, complaciéndose en el estrago “Gran crimen – dice el Rdo. P. Alfonso A. Jerves -, de una venganza de tártaro, el incendio de la imperial ciudad de Tomebamba sobre las risueñas márgenes de nuestro mal llamado Matadero, a las vueltas de un degüello atroz de los cañaris”. (¡Deum sequere! “El Progreso”. 1921).


Narra Juan de Sarmiento que desventurados niños e infelices ancianos salen al encuentro de Atahuallpa, cuando éste recorre la región cañari, para pedirle perdón y clemencia, sin obtener del engreído vencedor otra respuesta que la de ordenar una nueva, interminable matanza. La sola presencia de un cañari de cualquier condición lo irrita de tal modo que, en seguida, despierta de su mal dormido instinto sanguinario, complaciéndose, a veces, el hacerles sacar el corazón para sepultarlo en las tierras de labranza como una semilla que no da fruto.

Agustín de Zárate y Francisco López de Gómara calculan en sesenta mil los cañaris sacrificados por Atahuallpa. De allí proviene la despoblación que advierten entre ellos los conquistadores españoles, a quienes asombra que las mujeres sean hechas a todo trabajo propio de hombres: el duro mandato de le necesidad oblígales a ello por la completa escasez de varones. Cieza, refiriéndose a testimonios de su época, escribe: “Los que agora son vivos dicen que hay quince veces más mujeres que hombres”. Si acaso se exagera en lo que expresa Hernando Pablos en 1582, no hay duda que en sus palabras repercute un eco doloroso de la verdad, que él puede aquilatarla por la cercanía del hecho que comenta cuando informa así al Corregidos Bello Ganoso: “……Se halla que va más en aumento los dichos naturales que no en disminución; porque en el tiempo de Atabalipa y Guascar con las guerras y rebeliones que hubo en esta provincia, murieron todos los cañaris, que de cincuenta mill que había, no habían quedado más que 3 mill, que fue el tiempo que vinieron los españoles; y de entonces acá hay doce mill animas”.

El arrasamiento de Tomebamba puede fijarse entre los años de 1529 y 1530.

Esta acción, si cruel y bárbara, aureola al Monarca quiteño de incomparable prestigio entre los suyos, intimida a los adversarios y le facilita en mucho sus planes posteriores.

Atahuallpa ve ante él un ancho camino abierto a su ambición. Se siente capaz de ir hasta el final. El triunfo le despierta el deseo de ser Soberano absoluto del gran Imperio consolidado por su ilustre padre. Y entre los vítores de los suyos, y ante las ruinas ensangrentadas y humeantes de Tomebamba, se proclama también Emperador del Cuzco: funesta resolución que más tarde lo conduce al fracaso de todas sus lisonjeras esperanzas de mando omnipotente, pues aunque momentáneamente ve satisfechas sus aspiraciones, no tarda en caer en las redes de un enemigo más poderoso: el sojuzgador español, la derrota sin reciprocidad, el cautiverio sin fuga, la pena infamante del garrote.

TERCERA PARTE

LA CONQUISTA
……………………

SOMETIMIENTO DE LOS CAÑARIS

SOMETIMIENTO O CONQUISTA?

Si para la historia del Ecuador, en general, hay una época que propiamente se la llama de la conquista – pues, durante ella los españoles domeñan a sangre y fuego a los indios – hablando en rigor, por lo que se refiere a la región de Tomebamba – que después constituye la Gobernación de Cuenca – aquí no se señala ese período característico de todo sojuzgamiento.

La sangre corre en no pequeño raudal en territorio azuayo, es cierto, más no porque la derramen los castellanos para imponer su dominación.

Los cañaris se someten voluntariamente al poder de los extranjeros; es más, pactan alianza con ellos y, al lado de ellos, combaten en solidaridad de causa.

Desde el primer momento, pues, la provincia de Tomebamba queda incorporada a la nación española, convirtiéndose, de hecho, en parte integrante de la Colonia que, de modo tan portentoso, establecen aquí los Reyes Católicos.

Pero como el lapso que abarca desde que Benalcázar entra en Tomebamba hasta que ésta se convierta en Cuenca constituye una época en que los cañaris luchan también por su libertad – pues en el fondo, no otra cosa significa su apoyo a los españoles, de los que aguardan menor opresión que de los quiteños – y como, por desgracia, encomenderos y colonizadores de Castilla los oprimen despiadadamente, para su provecho, en los primeros tiempos, sin embargo, decimos de que no hubo resistencia al europeo, tuvimos también en el siglo XVI una era sangrienta, de terror y, al fin o al cabo, de conquista, si encubierta, no por ello menos dolorosa.

TUMIPAMPA, CIUDAD ESPAÑOLA.

Los audaces aventureros que, sin temor a lo desconocido, se proponen el descubrimiento y sujeción de un nuevo mundo, ven en gran parte realizados sus estupendos planes cuando alcanzan certeza de que derivando hacia el sur del continente se halla un gran país, con riquezas suficientes para satisfacer su desmedida codicia.

Le basta a Francisco Pizarro el conocimiento de unos pocos lugares de lo que hoy constituye la nación ecuatoriana, para colegir la importancia del resto.

Seguramente, entre las noticias que afanosamente inquiere, le informan de la existencia del país cañari – de los más notables entre los del Tahuam Tin Suyo -, hablándole con ponderación de la opulenta ciudad de Tomebamba, que, para esos días, quizá conserva todavía su esplendor o se halla, acaso, asediada por Atahuallpa, que, muy en breve, la destruye.

Lo curioso del caso es que, sin que Pizarro ni español alguno haya sentado pie en ella, Tomebamba – sólo e virtud de su fama – se convierte dentro de lo legal en ciudad española, con autoridades verdaderamente hipotéticas.

No conocemos de un caso semejante; pero lo efectivo es que cuando el 26 de Julio de 1529 Pizarro firma en Toledo las estipulaciones con Carlos V y la Reina Isabel para llevar a cabo la conquista del Perú, en una de ellas consta el nombramiento de autoridades para la capital cañari, pues se designa a Don Alonso Morán, Don Diego Ortiz de Carriaga, Don Rodrigo de Mazuela, Don Diego García y Don Bartolomé de Grado para REGIDORES DE LA CIUDAD DE TUMIPAMBA, la ciudad que nace a la vida administrativa de Castilla antes que ningún europeo la conozca.

Los cinco Regidores que señala Pizarro los escoge, probablemente, entre sus gentes de armas o entre personas de España que le ofrecen el desempeño de esos cargos. Mas, la verdad es que ninguno de esos caballeros llega jamás ni siquiera a conocer la ciudad de Tomebamba, menos al ejercicio de su ilusorio mando.

ENTRADA DE BENALCAZAR.

Sintiéndose capaz de magnas empresas y ardiendo en fiebre de gloria y de renombre, saliéndose de sus atribuciones y adelantándose a quienes igual cosa intentan, el intrépido Don Sebastián de Moyano, que toma para sí el apelativo de su ciudad natal - Benalcázar -, emprende la conquista del Reino de Quito.

Desde San Miguel de Piura, donde se halla de Teniente de Gobernador, Benalcázar asciende a la sierra, dirigiéndose luego al norte para cumplimiento de su designio. Le acompañan – según el cómputo más probable – unos doscientos soldados, de los cuales tal vez ochenta son de caballería.


Aunque la fecha de la expedición la señala González Suárez y otros historiadores en 1533, es preciso rectificar tal dato, pues el Rdo. P. Alfonso A. Jerves prueba documentadamente que ella se realiza sólo en 1534, iniciándose en Abril de ese año. (La Fundación de la Ciudad de San Francisco de Quito. Quito, 1933).


Para entonces, o los cañaris sólo están sujetos a sus propias autoridades, debido a la anarquía que reina en el Imperio, o sufren las depredaciones de Rumiñahui, que usurpa el poder de la dinastía quiteña. Posible es lo primero, ya que parece que el feroz tirano sólo llega a las inmediaciones de los territorios de los cañaris, si bien éstos temerían el avance de aquel y sus espantosos castigos, que habrían de sobrepasar, no hay duda, a los de Atahuallpa.

Sea por tal causa o por la de una sagaz política, los cañaris, apenas saben que las tropas españolas se acercan a ellos mandan mensajeros de paz.

Desde Cañaribamba, en los límites meridionales de su país, destaca el cacique Oyañe una embajada presidida por tres señores de la comarca – Ñimeque, Llenizupa y Pallacache – los cuales se presentan a Benalcázar llevándole ofrendas de pescados del Tamalaycha, tasajos de llama, pulque, papas y otros productos de la tierra.

Franqueando el paso de Huasca-chaca, o sea el puente de bejucos tendido sobre el caudaloso río (hoy Jubones), que delimita al sur el territorio cañari, penetran a éste las huestes españolas, cordialmente acogidas.

Así, que los primeros extranjeros que huellan la provincia de Tomebamba son el Capitán Sebastián de Benalcázar y sus acompañantes, de los cuales sólo se conocen al Alférez Real Miguel Muñoz, al Maese de Campo Falcón de la Cerda, a los Capitanes Francisco Hernández Girón, Ruy Díaz de Rojas, Francisco Pacheco, Juan Gutiérrez, N. Mosquera y al soldado Juan Camacho. Se sospecha que también forman parte del contingente Don Hernando de la Parra y Don Alonso López Albarrán. De los demás, nada se sabe.

ALIANZA CAÑARI—ESPAÑOLA.

Benalcázar, dándose cuenta inmediata de las ventajas que de ello puede obtener, admite las proposiciones de los cañaris, ofréceles franco apoyo para contrarrestar a sus enemigos y celebra solemnemente una alianza estableciendo mutuas obligaciones.

Los cañaris cumplen con exactitud digna de ponderación la fe prometida. No sólo auxilian con datos, vituallas y cuanto se requiere para una campaña, sino que ellos son propiamente los que batallan con las tropas quiteñas, sufriendo las mayores y más graves consecuencias. Pertenecientes a una raza esencialmente guerrera y poseídos del afán de vengar de alguna manera las tropelías cometidas en su territorio por las gentes de Atahuallpa, sirven admirablemente a los cometidos que les indican sus aliados.

Juan de Castellanos narra en sus octavas reales que el cacique Chaparra regala a Benalcázar un plano de la región a recorrer, “dibujado en blanca tela – con entradas, salidas y defensa”, es decir, todo un mapa topográfico militar, a creer al cronista (Elegías de Varones Ilustres de Indias, Madrid: 1874).

Sea como fuere, sin necesidad de esa figuración gráfica, el valiente castellano sigue su itinerario hacia el norte, guiado y protegido en todo por los cañaris que, conocedores del terreno, y, además, de los usos y procedimientos tácticos de sus adversario indios, indican con suma precisión el rumbo más adecuado, espían los movimientos del enemigo y descubren todos los ardides de éste.

En la provincia de Tomebamba Benalcázar da descanso por ocho días a sus tropas y prepara la invasión, que luego lleva a cabo trasponiendo la cordillera y situándose frente al ejército de Rumiñahui, tras de vencer todas las dificultades que se le oponen en su marcha. Es así cómo se da, en las vastas y frígidas llanuras de Tiocajas, la batalla de ese nombre, que, si no definitiva, resulta principal entre cuantas se traban hasta la final sojuzgación del Quito.

Gómara dice que Rumiñahui cuenta con doce mil hombres; Zárate hace subir tal número y Castellanos lo fija en cincuenta y cinco mil. De todas maneras debe ser muy crecido, pues se asegura que de parte de los cuzqueños hubo setecientos muertos.

del barbárico gentío
la sangre derramada forma río.

De aquí se infiere que de los cañaris no sería menor la mortandad, pues luchan en condiciones idénticas a las de sus rivales. Lo mismo acontece en los sucesivos encuentros de Riobamba, Pansaleo, Uyumbicho y Quito, hasta pacificar el reino con la muerte de Rumiñahui (1535).

Como conclusión se deduce: que, si los cañaris no hubiesen hecho alianza con Benalcázar, se opusieran tenazmente a su paso, dificultándole avanzar en territorio naturalmente difícil y propio para asechanzas. Además, no le prestaran ayuda – inapreciable ayuda, por cierto – para enfrentarse con las turbas inmensas que les salen al encuentro en son de combate. Gran parte, pues, de su éxito en la conquista del Quito la debe Benalcázar a la decidida ayuda de los cañaris, a los que da escasísima recompensa el asignarles – quizá sólo a los que se hallan directamente a su servicio personal – tierras a que se establezcan en Cotocollao (Libro Primero de Cabildos de Quito).

ALMAGRO EN TOMEBAMBA

El paso apresurado de Don Diego de Almagro, en seguimiento de Benalcázar por estas tierras de Tomebamba, se conocen pocos pormenores. En los Libros de Cabildos de Lima se expresa que asciende la cordillera y llega a Cumbe.

Sin embargo, los primeros habitantes de Cuenca y, entre ellos Hernando Pablos – uno de los primeros vecinos de la ciudad – hacen referencia al compañero de Pizarro, afirmando que tanto a él como a Benalcázar les impetran favor los cañaris.

De este grupo de españoles – que es el segundo en penetrar en Tomebamba – se sabe que lo componen, además de su jefe, Alonso de Morales, Juan Alonso de Badajoz, Juan Lírico, Juan García de Palos, Francisco López, Juan Vaca y 23 individuos más.

Lo evidente es que cuando pasa por segunda vez por Tomebamba – de regreso del Quito y en compañía del Adelantado Don Pedro de Alvarado – Almagro recibe aviso de que el fiero Quisquis reúne sus legiones para lanzarlas contra los castellanos. O no lo cree o, con la arrogancia de su carácter, convencido de bastarse solo, el Mariscal rehúsa la oferta de los cañaris de ponerse a sus órdenes para la lucha.

LA ENCOMIENDA DE TOMEBAMBA.

Uno de los animosos guerreros que de Guatemala trae Alvarado es Don Diego de Sandoval. Cuando el Adelantado y Almagro celebran en Riobamba su avenimiento, Sandoval prefiere quedarse al servicio de Benalcázar, junto al cual realiza largas campañas, portándose siempre como hombre valeroso.

Sus acciones determinan que, en recompensa a ellas, se le dé en encomienda gran porción de la provincia de Tomebamba.

Cuando surge la poderosa insurrección del Inca Manco, quien pone cerco a las ciudades de Lima y el Cuzco , Pizarro pide refuerzos a Quito, donde se niega a proporcionarlos – temeroso de dejar desguarnecida la población – Pedro de Puelles, Teniente del Gobernador Benalcázar.

Entonces, Sandoval apresta quinientos combatientes cañaris, escogidos entre los mejores, y con ellos va a Lima y Cuzco a auxiliar a los españoles, que luego los emplean, asimismo, en guerrear con los indios de Mala y Canta.

El Dr. Octavio Cordero Palacios opina que Diego de Sandoval funda el asiento de Paucarbamba. No lo creemos así, tanto porque Sandoval ni siquiera reside aquí, ni estaría autorizado para efectuar tal acto. El asiento, para nuestro juicio, iríase formando, sin intención deliberada de formar población, a medida que aumenta el número de personas que acuden para instalarse en un lugar apetecible por lo sano y hermoso.

ESCUDO DE ARMAS DE LOS CAÑARIS.

Desde el tiempo de la dominación incaica hasta los primeros de la colonización española, a los cañaris se les depara la infausta suerte de ser exilados en grandes masas.

Ya nos hemos referido a Túpac Yupanqui. Huayna Cápac, así mismo, deporta a unos veinte mil individuos que van en calidad de mitimaes a diferentes y muy distintos lugares. Benalcázar los lleva consigo a la conquista del Quito, territorio en el que también se establecen. Sandoval los arrastra al Perú.

De este modo, agrupaciones cañaris numerosas se diseminan de uno a otro extremo del disgregado Tauam Tin Suyo: por Cotocollao, por Lima, por Cuzco, por el Titicaca…..

Seguramente debido a su cualidad bélica y a su inteligencia les dan puesto de honor: la custodia del Soberano, la vigilancia de los templos. Y hasta los castellanos los prefieren para sus sirvientes! El P. García expresa que ellos son los únicos de los indígenas de la parte austral de la Gobernación de Quito que aprenden rápidamente los oficios de albañilería, carpintería, herrería, etc.

En cuanto a su colaboración, resuelta y eficaz, no deja de ser reconocida por las autoridades españolas al confirmar ciertas preeminencias concedidas por los Incas y al dispensarles la Audiencia Real de Lima una distinción que entonces constituye honra altísima: la de conceder a los cañaris, “por ser valientes y animosos”- dice Fray Martín de Murua
– un escudo de armas en que, en campo de plata, se muestra una cruz, a cada uno de cuyos lados hay sendos leones rampantes. Premio, de varas simbólico, a la arrogancia y osadía cañaris.