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MIGUEL MORENO

Author: Teodoro Albornoz /


El Poeta que era todo corazón

Yo lo conocí, antes de irse por las puertas de la tragedia buscando un hueco de sombra, -de esa sombra, última compañera inseparable, por él amada—para que el tránsito al mas allá le fuera apacible y misericordioso (1). Desde esa lejana tarde dejé de ver su figura que patentizaba ya, sin que encubrirlo pudiera, su connivencia para el paso hacia el misterio: la arista de los pómulos taladraba la faz enjuta embarrada de lividez con el unto de las visiones ultraterrenas; desmedrado el cuerpo por la reciedumbre del dolor, la carne le era bien estrecha mortaja para el triunfante edificio de los huesos; la humildad fue única en encontrar asilo dentro de las profundas cuencas de sus ojos; y llevaba la mano puesta siempre sobre el pecho, para ocultar así la gruta del corazón comido ya de eternidad.

Su recuerdo es perdurable, porque MORENO –como quería el escritor alemán—supo escribir con sangre: con la que le chorreaba de la entraña rota, sensibilizada por la enfermedad del numen, abierta por el tajo implacable del dolor.

Tres años a te perdí,
mas ¡hay! como noche y día
sólo estoy pensando en ti,
no ha pasado para mí
ni un instante, vida mía.

La voz de los que agonizan

Sabe decir la pena honda que a todos nos atormenta, la expresa con dulzura conmovedora, sin darle cauces de artificio o retórica, dejándola venir por una limpia senda bordeada de arirumbas. La monotonía en él nos es monotonía. Si repite las palabras, si duplica los conceptos, es como si las flores del campo ofreciesen, aquí y allá, grupos reiterados de su hermosura para de este modo recalcarnos mas la lección de la modestia que perfuma y encanta.

Después de primavera,
estío viene,
y en este mundo todo,
todo se muere;
todo se muere,
pero muere mas pronto
lo que se quiere.

No hay que culparlo por tan fatídico ritornelo. Se compenetró de tal modo con la fatalidad que lo asedia, que no acierta sino con la canción del angustiado, por fuerza contagiada con el acíbar rebosante en los labios de donde brota. La ceniza de la desesperanza le empolva todas las cuerdas sensibles del temperamento poético, y ellas, por eso, vibran con un ritmo que parece hecho de sollozos, de ayes, de suspiros. A la clara musicalidad de su instrumento le pone a veces diapasón de alarido el desatado vendaval de las lágrimas; y en la voz, entrecortada y trémula, se adivina que hay estertores de moribundez, disimulo del agonizante que ya desde hace tiempo se sintió desarraigado del limo terrenal.

Nuestra vida va en la vida
del ser a quién se idolatra!
¡Se muere con lo que muere,
se vive con lo que se ama!

La beatitud del dolor

MIGUEL MORENO tiene el poder de entenebrecerlo todo con su tristeza, sutil prestidigitadora que logra embellecer cuanto toca en gracia de darle grandes pinceladas de sombra y de tragedia. Resulta así aun en la hora cordial de los idilios, cuando el alma, despertada por la pasión, busca quien satisfaga las hambres de su ternura.

Qué triste la vida,
qué lentas congojas
sin unos amores,
sin una paloma!
¡Si en vez de ser hombre,
yo fuera paloma,
ya un nido tuviera,
ya tuviera esposa!

Es la incertidumbre en que se debate todo gran amor, el escarceo oceánico en los oleajes del pecho que se siente con el pavor de no poder amurallar dentro de sí el empuje de aquella terrible fuerza que lo invade prepotente, dominadora. Por ello, aunque ama y le corresponden, el poeta duda, con el anhelo tendido en súplica a la esperanza que cree sorda; y aunque ama y se le devuelve colmado el dulce arrebato, sigue dudando, todavía, enturbiada la vista con los deliquios de la aparición, real e inefable, de la novia de sus veinte años.

Cuando se rinde a la certeza de que se hizo carne de hermosura lo acariciador de su ilusión, no por eso deja de atormentarle el garfio que le aprisiona el espíritu: entonces, busca el silencio para hablar de sus ternezas, ansía la soledad para acompañarse de su Amada, y, si es que ésta le balbucea a solas la íntima confidencia de sus pensamientos y sus sueños, le acalla las palabras, temeroso de que puedan escucharle la Muerte o el Olvido, los dos rivales que él mira en perpetua acechanza.

Y es que a nadie, como MORENO, le fue dado ese don benéfico del presentimiento que pone ante los ojos del predestinado el telón en que, con arte de horóscopo, se retratan las escenas por venir. He aquí el motivo por qué la canción se le volvió agorera desde temprano.
Encercó con breñas y zarzas el huerto de sus quereres, buscó la sombra de los alisares para ocultar el nido, levantó en lo recóndito el palomar de sus hijos; pero ¡en vano todo!: la congoja vino a visitarle deslizándose entre los resquicios de las piedras, la angustia bajó del mismo cielo para alumbrarle con el candil del rayo, y el estrago fue señor de ruinas en las continuas desolaciones del hogar. Hasta que, un día, Dios le dio el remedio: se compenetró en tal forma como el dolor que se hizo uno con él, en amor y en sacrificio.

Dorita, corazón mío,
¡seamos, alma de mi alma,
tú la niña de mis ojos
y yo una amorosa lágrima!

El Poeta de la tierra

Hallamos un acento familiar en cada uno de sus poemas, que, en su mayor parte, no son sino expresivos cantares unidos por el hilo de oro de la inspiración. Palpita allí el sentir ingenuo y desolado de la región nativa, como si en ellos soplase el mismo viento despacioso de las serranías, o como si en ellos se acostaran a dormir las albercas cristalinas de nuestras hondonadas.

Están allí mis montañas,
mi casita, mi heredad
mis hermanos, mis palomas,
mi campo, mi carrizal…

Es así como le habla al cuencano de todos sus cariños y melancolías, iguales a los que cada uno de nosotros atesoramos. Mas que en la memoria, quedan esas endechas en el fondo del alma que las acoge comprendiéndolas suyas propias. Aquel ahinco en paladear la amargura, esa urgencia de llanto, aquella saudosa evocación y este descorazonado presagio son idénticos a los que golpean con sus alas nuestro espíritu supliciado por el ensueño y el sentimentalismo. Oímos los versos de MORENO, y una aura blanda y confortadora nos acaricia hasta dejarnos cautivos, en cautividad plácida que quisiéramos prolongar, adormidos por esa melodía querellosa y nostalgiosa, que se crucifica en el amor y la desesperanza para redimirse en la plenitud de una resignada y bien acogida tortura.

Creaciones del numen

En las tierras cañaris viven, con la robusta vida del engendro poético, muchas de las figuras de mujer que MORENO creó, o, con expresión mas cierta, trajo de la realidad del terruño al escenario duradero de sus versos.

Todos conocemos a aquella niña que, en el alborear sosegado de la adolescencia, rendida al persuasivo halago del amor apenas entrevisto, supo correspondernos.
al principio coloreando,
poco después sonriendo,
luego amorosa mirando,
y, al fin, mi mano oprimiendo.
¡Pasión primitivista, intensa y candorosa, que solo es dado saborear en estos ocultos remansos del mar de piedra de los Andes!

Otra es Luz, la novia del sargento Campomanes que, en la lucha fratricida, cayó allá lejos, en los sombríos campos de Galte, no sin antes pedir en el hipo de la agonía al compañero que a de tornar a sus lares, que trasmita a quien ama el postrimer de sus mensajes:

Por si el Señor te concede
regresar a vuestro valle,
¡ay, dile que no me olvide!
¡ay, dile que no me aguarde!

Y cuando se ven los negros cortinajes de duelo en alguna humilde casa de los arrabales de Cuenca –en una casita blanca que a orillas del río está—, se espeluzna el recuerdo al pensar que ya no existe

una niña a quien llamaban
por su nívea hermosa faz,
porque de blanco vestía
la Garza del Alisar!

Como veis, un cordel invariable ata el desarrollo de los dramas de este poeta: la dicha es corta, mejor, la dicha solo es comienzo iluminado de la pena que no termina. Se respira siempre un ambiente fúnebre, con humedades de ausencia, de abandono, de muerte; este abandono, este mismo imperar de la muerte, no es posible alejarlos un instante porque se hallan adheridos fuertemente a un centro invariable e incorruptible, lo eterno del amor que vive por el dolor.

Ay, se me anublan los ojos
de tanto ver y mirar
caminito de los cielos
en donde mi niña está!

Heráldica de la sencillez

Esta aristocracia de la ingenuidad, esta nobleza de tener aseada el alma y sencilla y transparente la palabra, bien merecen los cuarteles de un blasón: aquí manojos de arirumbas, manojos de amancayes al otro lado, manojos de rosas silvestres al pie, y, para coronar el apogeo de las flores, un ave de plumaje argentino con las alas en vuelo. Y el ave ha de ser, necesariamente, la que MORENO prefirió y amó sobremanera: la paloma, la que arrulla en el nido, la que vive en el alar de la casa.

Paloma, palomita,
peregrina como yo,
te quiero como a mi madre,
lo mismo que al Ecuador.
Extrema la simbología que, con requerimiento obseso, va encontrando en el ave hogareña que no solo es alivio de sus cuitas, objeto de sus afecciones, sino solaz y pábulo al ansia de engolfarse por los mundos inmateriales de lo que se ambiciona conseguir.

Paloma, palomita
paloma blanca,
llévame por los cielos
de mi esperanza!

El rito de sus tribulaciones ha de entonar también, en ésta como en todas las oportunidades que se le deparan, la salmodia del amor que nace, de la inquietud que crece, de la ausencia que llega, de la fatalidad que lo atenaza con hostil sortilegio. Su atormentada historia la narra con brevedad que aterra; en cada verso hay un episodio de desventura, en cada palabra un puñal que asesina:

Crié una paloma hermosa,
mi esperanza y mi ilusión;
más ella huyó, veleidosa…
¡Ay, paloma!... ¡Ay, corazón!...

Se desangra, pero quiere olvidar la herida para tener quejidos con qué reconvenir blandamente a la ingrata que se fue:

Palomita de mi huerto,
de ojos de dulce mirar,
¿con que es cierto, con que es cierto,
que huiste del palomar?

Y, pues ama, espera que el poeta ya se acostumbró a descansar el alma en el lecho de espinas de la resignación: mañana al amanecer habrá de retornar la fugitiva viajera de otros climas, y ¡no importa que esa alba presentida se aleje de hora en hora para ir destiñendo sus colores hasta confundirlos con los de la muerte todo aquietadora!

¡Vuelve, palomita ausente;
mi pecho es tu palomar!
¡Como supe amar ardiente,
así se yo perdonar!

Este gorgoriteo solo pudo aprenderse en el idioma de las palomas. Cantando estarán ellas la canción de la bienaventuranza sobre la tumba del poeta que duerme.

Morlaco, solo morlaco

MIGUEL MORENO es un contemplativo de sus dilacerantes males. Se aniquiló en el deleite de sufrir; y, desde cuando advirtiera la santidad de la llaga, quiso perpetuarla en el amargo regocijo de sus fiestas penitenciales.

Mas que la fastuosidad del numen, supo mostrar la hondura del padecer que lo quebranta. Inútil analizar las normas de su estética. En él solo cabe el estudio de la geografía de su corazón encariñado con la desgracia; su corazón un bien extenso lago de sangre, y, allí, un archipiélago de ingenuidad, en el que cada isla es un brote de sentimiento nacido en las tremendas convulsiones del dolor omnipotente.

Pero –por lo mismo que no es convencional; y alarde de orfebre complicado—, su poesía sobrenada y perdura en el vaivén de las escuelas literarias, ya que brotó con la espontaneidad que constituye su mejorarte y es extraída de la leal expansión de una alma que era el alma querellosa, campesina y enamorada, de todos los soñadores de esta dulce, de esta buena, de esta santa tierra morlaca.


(1) Miguel Moreno murió el 30 de Agosto de 1910. Lo encontraron, sin vida, al fondo de un pozo de 18 metros de profundidad.


VICTOR MANUEL ALBORNOZ

“El Diario del Sur” Cuenca, 1° de Septiembre de 1931

MIGUEL CUSTODIO Y MARIANO VEINTIMILLA DOMINGUEZ

Author: Teodoro Albornoz /


Estos dos hermanos, ambos sacerdotes cuencanos, son preciada honra del Clero y la intelectualidad del Ecuador, por sus no comunes talentos y su intenso patriotismo.
El Dr. Miguel Custodio Veintimilla nació en Octubre de 1.784. Fue uno de los más fervorosos próceres de la Emancipación, contribuyendo a ella con entusiasmo, dinero y decididos servicios: secundó en Cuenca el movimiento de Quito del 10 de Agosto de 1809; tras la gesta del 3 de Noviembre de 1820, asistió al Consejo de la Sanción como representante del Clero, siendo elegido Vocal de la Suprema Junta de Gobierno; fue uno de los organizadores de la campaña de Verdeloma; acompañó a Sucre, como Capellán del Ejército, en la inmortal batalla del Pichincha. Educador insigne, fue catedrático y Vice-Rector del Colegio Seminario de Cuenca.

El Dr. Mariano Veintimilla nació en Junio de 1799. después de graduarse de Abogado, abrazó la carrera eclesiástica, en la que sobresalió en forma tal que se le considera en su época como uno de los personajes más prominentes de la República. Por varias veces concurrió con brillo a la Legislatura. Se enfrentó valientemente con Rocafuerte, en defensa de la Religión. Intervino activamente en política, considerándoselo como jefe del partido del General Flores en Cuenca. Su actuación como Vicario Eclesiástico de la Diócesis tiene episodios que aureolan su figura arrogante y batalladora.

MATRIMONIOS

Author: Teodoro Albornoz /

Yolanda Albornoz Peralta, contrae matrimonio con Alfredo Lara Cruz, en Abril de 1951.

Carlos Enrique Vintimilla, contrae matrimonio con Francisca Avellán Ordoñez el 10 de Agosto de 1924.

Víctor Vintimilla, contrae matrimonio con Carmen Mata Lamotta en 1872, siendo padrinos: Carlos Ordoñez y Carmen Argudo.

Agustín Vintimilla Argudo, contrae matrimonio con María Luisa González el 30 de Julio de 1877, siendo padrinos: Francisco González y Dolores Argudo.

Clemencia Ordoñez Pigout: El Dr. Guillermo Harris bautizó el 14 de Septiembre de 1897 a María Clemencia, de dos días. Fue su padrino: Benigno Ordoñez, por legación de Leopoldo Pigout y Margarita Giroust. Era cura el Dr. Ormaza. Página 209 del Libro respectivo de Bautismos: Mayo de 1894 a Diciembre de 1900.

MARIANO CUEVA VALLEJO

Author: Teodoro Albornoz /


Hay hombres que en la geometría del carácter no conocen sino la línea recta, la mas corta entre la conciencia y el cumplimiento del deber. Uno de estos es Mariano Cueva Vallejo, quien, precisamente por esa actitud de constante proceder rectilíneo, se destaca en la historia ecuatoriana del siglo pasado como una de las figuras mas sobresalientes.

No supo de los mezquinos intereses de la conveniencia, ni conoció mas norma que la de la dignidad. No se empantanó en las bajezas del servilismo, esa segunda naturaleza de casi todos los servidores públicos que, en el afán de medro, no les importa encorvar las espaldas ante el superior, sea éste quien fuere.

Mariano Cueva Vallejo mantuvo siempre alta la frente, solo rindiéndola ante Dios, en lo Alto, y ante la Verdad y la Justicia en la tierra. No creyó en los ídolo humanos, que se creen providenciales, y olvidan pues que la Divina Providencia es la dadora del libre albedrío para que los hombres sepan pensar y obrar con propio pensamiento, sin renunciar jamás a este que constituye su mas alto atributo individual. Pero creyó en sí mismo, creyó que para el corazón humano era ánfora sagrada en la que no pueden colocarse mas flores que las flores magníficas de las virtudes que enaltecen a quienes las poseen, creyó que la inteligencia era tan solo fanal para guiar por los senderos del bien y creyó, finalmente, que el ciudadano tiene múltiples obligaciones que cumplir, siendo la primordial de ellas la de ajustar sus actos a las exigencias de la mas severa rectitud en los principios y de su inflexible aplicación.

En una de las circunstancias mas difíciles de la vida republicana pone a prueba Mariano Cueva la entereza de su carácter, que procede siempre de acuerdo solo con su íntimo criterio, sin sujetarse a ajenas influencias, por poderosas que éstas sean. Me refiero a los desgraciados acontecimientos de 1862, en que, tras la derrota de las tropas comandadas por el Presidente Gabriel García Moreno, éste, por sí y ante sí, celebra con el vencedor un convenio secreto en que el Ecuador contrae graves compromisos con el Gobierno de la Confederación Granadina. Ejerce entonces la Vicepresidencia de la República el Dr. Mariano Cueva, quien, al asumir las funciones de la Primera Magistratura durante las repetidas ausencias de Quito que tiene García Moreno después de su infausta campaña, asume una actitud decoros digna de relieve: niégase a hacer efectivo el Tratado suscrito con don Julio Arboleda por contrario a los intereses nacionales y por habérselo hecho sin ajustarse a las prescripciones de la Constitución. La figura de Cueva se muestra en esos momentos de solemne repercusión histórica como la de un magistrado altivo y sereno que sobre el pedestal de las leyes hace respetar la grandeza de la Patria.

Las eximias cualidades de Cueva Vallejo habían sido apreciadas en su justo valor por la Convención Nacional de 1861, pues al elegirlo Vicepresidente de la República se quiso que la moderación, el acatamiento a la ley, la prudencia y la sagacidad del ilustre cuencano refrenaran, contuvieran en lo posible lo ímpetus violentos y la tendencia a la arbitrariedad tan frecuentes en el célebre guayaquileño. En el binomio García Moreno—Cueva Vallejo se intentó equilibrar la balanza del Poder, lo que no pocas veces fue conseguido. Por eso, Federico González Suárez ha escrito: “Para recomendación del mérito eminente del Dr. Cueva, bastaría, pues, que fue juzgado digno de regir las riendas del Gobierno de la República a una con García Moreno. Prudente en el consejo, manso y calmado en su manera de proceder, firme en sus resoluciones, atento a la voz de la conciencia, digno era de compartir con el mas grande de nuestro hombres públicos el gobierno de la Patria. La Patria puso en manos de ellos sus destinos; y esos destinos preciosos nunca han estado en mejores manos.”

La reciedumbre del carácter de Cueva fue elaborada desde su infancia al golpe insistente del dolor. La orfandad llama a sus puertas en hora temprana. La pobreza le agobia con su terrible peso. Ve a su madre luchando con el infortunio, pero al mismo tiempo dándole, junto con los rudimentos de la primera enseñanza, la estupenda lección de la fortaleza de ánimo. Mas no se arredra ante la tremenda realidad. Se enfrenta contra el destino, y lo forja al impulso de su voluntad.

Caso admirable de auto-formación. Se modela así mismo. Es solo el fruto de su propio esfuerzo. Su inteligencia despliega las poderosas alas en el campo anchuroso de la educación integral y allí ejecuta la acrobacia de sus vuelos entre el vivo resplandor de las ideas y al impulso de los nobles sentimientos del corazón.

Se gradúa de Doctor en Jurisprudencia antes de cumplir los veintiún años, por lo que tiene que esperar la mayoría de edad para recibir la investidura de abogado. En el ejercicio profesional es modelo de probidad y desinterés: se hace cargo únicamente de las causas que previamente comprueba que son justas y defiende con predilección a los pobres, sin reclamar honorario alguno. Como Juez, su fallo incorruptible es producto de honda meditación y de sus vastos conocimientos del Derecho. Se lo reputa irremplazable en los Tribunales de Justicia, por lo que en muchas ocasiones los integra, ya como Ministro de la Corte Suprema o de la Superior del Azuay.

Consejero Municipal, Subdirector de Estudios de la Provincia, Visitador Fiscal, Diputado o Senador a varias Asambleas y Congresos Nacionales, tres veces Gobernador del Azuay, no hay cargo que no lo desempeñe con lucimiento demostrando su energía, su entusiasmo, su anhelo de servicio a la colectividad.

Periodista orientador y de profunda doctrina, funda “El Atalaya” en los días de la segunda independencia ecuatoriana, y su voz admonitiva y grave enjuicia las labores de la Convención Nacional reunida en Cuenca en 1845. en 1850 establece “El Cuencano” para sostener la efímera dominación del General Elizalde. En 1856 colabora con Benigno Malo en “La República” en defensa de la dictadura presidencial de Gómez de la Torre. Y cada vez que el civismo se lo demanda, toma entre sus manos la brillante pluma para intervenir en las discusiones públicas con el concurso inapreciable de sus luces.

Maestro de juventudes, durante muchos años desempeña la Cátedra de Derecho Civil y de Filosofía en el Colegio Seminario. Al atardecer de su existencia se lo llama al Rectoradote la Universidad de Cuenca y él acude presuroso, diligente, ávido de trasmitir cuanto sabe a las nuevas generaciones. Y tanto en aquellos puestos como en esta último sirve con el desinterés característico en él, pues no recibe ninguna retribución económica.

Es el prototipo de la abnegación de la verdadera caridad. Presidente de la Conferencia de San Vicente de Paúl, sus dádivas llegan a quienes las necesitan no solo en forma de moneda y de pan, sino de alivio y de consuelo. Visita los hogares, los tugurios, las cárceles, los asilos, los hospitales, aliviando en todas partes las congojas, enjugando las lágrimas, restañando las heridas. A la muerte de Cueva, se dijo con verdad que lo lloraba como un solo dardo la gratitud de todo un pueblo. Cuenca no lo olvidará,

porque en su gloria
estrella rutilante
que desvanece brumas y triunfante
brilla en el firmamento de la Historia.

Así lo expresó Don Luis Cordero. Y los poetas como él no se equivocan en el vaticinio de la merecida inmortalidad.


VICTOR MANUEL ALBORNOZ

MANUEL J. CALLE

Author: Teodoro Albornoz /


Esbozo crítico


I

En cuanto se apercibe de que en el brazo hay fortaleza de campeón y en el ánima y en el cerebro fúlgidos aclareceres alza la voz con acento de osadía, y, sin serle preciso recurrir al yelmo y a la adarga demanda sitio en la palestra.

Iniciada apenas la adolescencia, en 1885 redacta en junta de Víctor León Vivar “El Pensamiento” periódico mordaz, irreverente para con las celebridades del terruño y en el que alienta una ideología suavemente innovadora. Ejercita allí los ímpetus de que se siente capaz, la agilidad y vehemencia en el manejo del arma, la táctica y las artes diestras en la acometida que de antemano forja la victoria; pero, en lo mejor de la empresa lo invade súbito desfallecimiento, cansancio de aprendiz en lides o asomo te temor momentáneo en quien después no conoce nunca las livideces del miedo, y en un extraño rasgo de vacilación que, al tratarse de otro, mereciera calificativo de cobardía, rehusa responsabilidades, negando la paternidad de la obra primigenia porque imputaciones de ese género, dice ofenden su dignidad de católico. [Vindicación, por M. J. Calle. Cuenca, Octubre 30 de 1885, hoja suelta]

Para comprender tales desmayos de ánimo, para atenuar conducta tan indecisa, es menester tomar en cuenta el medio ambiente adverso que le sirve de teatro. La ciudad nativa. Cuenca—pues sólo como brote de fantasía ingenua se aceptará el gracioso aserto de quienes hacen mecer su cuna en el humilde villorrio de Jima—Cuenca, en esa época, dormía despreocupada y en éxtasis durmiendo el sueño del amor divino, dentro de la fe en la religión heredada y transmitida por los mayores, sin permitir que interrumpa la devota quietud ningún tenue rumor de alarma, ningún estrépito originado por el guantelete lanzado en son de desafío, ni menos el que, en las almenas del castillo; enarbole pendón de libertad quien ose disentir, en cualquier forma, de las creencias tradicionales. Emprender en tal empeño, por anticipado significa presentar la frente a que se la grave el estigma condenatorio. No es que Calle lo sea; antes bien plácese en buscarle cuando sus convicciones hallan bloque más firme de sustentación, desbrozada ya la ubérrima mañana del criterio, cristalizadas todas la vagas aspiraciones en el del ideal constante y único. Se le ve entonces asomar ya en otra guisa, en la postura que le es propia: la de ademán resuelto, la de la franca embestida; la del empuje temerario.

Es en “La Libertad”, hebdomadario que en 1888, funda con José Peralta, donde principia a surgir con pensamientos precisos el escritor fácil, el estilista galano, maestro en la censura y el donaire, que después fue CALLE. Pone de relieve las dos cualidades características de su labor: la amenidad en lo escrito y el tesón y valentía en el fluido discurrir del concepto, poseyendo el don longánime de la grácil variedad, aborda con igual destreza los asuntos, en que palpita el interés cotidiano o aquellos de mayor trascendencia done el comentario frívolo se convierte en grave reflexión, ora en brote de pudor, ora en alarde, de erudición. Muestra en sus labios la sardónica sonrisa que en ellos hubo de perpetuarse y pone cara de malicia y desenfado a los acontecimientos que se desarrollan aquí o allá, en la costa o en la sierra, en la aldea o en la ciudad, pues para él, es todo un tablero arlequinesco donde, convertido en mago Guignol, maneja a su antojo los personajes cual si fueran muñecos de cartón.

Para tregua de esa exhuberancia humorística, ensaya el aspecto serio en la plática filosófico—política. En esa hora es el primero en plantear ya el complexo problema de si el Ecuador es República o no; duda esta última a la que le lleva la reflección de que las doctrinas de la verdadera democracia, vanamente puntualizadas en la Carta Fundamental, no se convierten en hechos prácticos.

Ahora sí con gallardía, con insólito brío, deslinda su modo de pensar, concreta la aspiración por cuya defensa batalla, señala con la punta de la lanza el palenque en que va a actuar, y, terciada sobre el pecho la divisa que ya no se arrancará, consagrase desde ese momento a sustentar en el estudio de la política o fuera de él, con el arraigado obrar del convencido, las doctrinas del credo liberal.

Sin conocer todavía de sus arrestos le salen al encuentro enconados adversarios que cierran contra él, creyéndose en una gigantomaquia propia para aplastar al que, en su engaño creen pequeño y fácilmente reductible. Al calor del campanario, amparados por la torpe careta del anónimo, el tedio lo acusa. CALLE permanece firme en la brecha, impertérrito en la tarea de demolición. Se recurre a todo; se le descubren taras morales y, en el afán de empequeñecer su personalidad, se llega hasta puntualizar defectos físicos. Una de las varias publicaciones que en esa sazón se hacen en su contra, contiene esta inventiva: “el maldito tiene una lesión bien marcada y fea en sus ojos; su cara nos está diciendo: videndo non videm…….inteligendo non intelígo, qué alma no será de este pobre bellaco que tan buenos ojos tiene……” (Un Liberal mas y visionario. Cuenca, octubre 20 de 1888. Hoja suelta).

No saben sus impugnadores que esos ojos turbios lo atisban y lo escrutan todo; ventanas entrecerradas, sí, pero tras cuyas celosías hay claridades de intuición cuando le precisan, para el análisis de los hechos y los hombres, que pocas veces fueron mejor vistos—hasta lo recóndito—como en la visión de este tuerto genial. Enhiesto igual a vara de acero bien enclavada en tierra, no le amedrenta el combate; por el contrario, lo resiste con un rictus mitad despreciativo, mitad burlón. Aquello de que le insulten y hagan fisga de su frágil arquitectura de varón le causa tal cosquilleo de hilaridad, que no puede por menos que darse el placer de reproducir en su propio periódico los denuestos e imprecaciones que comienzan a poner aureola de celebridad a su nombre.

Tras de “la Libertad” despierta del todo su frenesí de paladín y sucesivamente, funda “La Epoca” (1889) y “La Linterna” (1889-91). La cuestión política, inherente entonces a la religiosa chisporrotea como fragua avivada por el fuelle; montescos y capuletos ándanse a la greña, como consecuencia de las violentas polémicas en que los de uno y otro bando se enzarpan incensaniemente, en forma tal que, a las veces, la tragedia asoma su faz chorreando sangre, como sucede en el caso de Ramón Sempértegui, compañero de Calle en el grupo de los iconoclastas, que es acribillado a balazos en cierta emboscada que a ellos se tiende aprovechando de las lobregueces de la noche.

El martirologio del liberalismo ecuatoriano no ha de olvidar aquellas horas en que, para el triunfo de las ideas, preciso fue enrojecer el ara del ideal e invadir los campos de Montiel, no por blancos declives de apostolado y retoricismo, sino por abruptos peñascos de fatigoso empeño y de sacrificio cruento. Cenáculo de estos luchadores fue en Cuenca, la casa del benemérito de la causa, don Rafael Torres, a cuyo rededor forma su lúcido discípulo Calle, José Peralta, Arsenio Ullauri, Luis Vega Garrido, Joaquín Urigüen, etc, etc. Torres ejemplariza a todos con sus desprendimientos de mecenismo; no maneja la pluma, pero hace algo que en esos momentos vale más: proporciona una imprenta y coloca a manos de Calle y Peralta da la pluma caldeada en fuego, lista a la admonición literaria. Enarbolan ellos la altiva flámula, y, en su torno forman reducto unos pocos, los mas decididos, que reemplazan el número con la voluntad inconmovible, que forman la barricada con el pecho sin espeluznos y que mueven el ariete demoledor con la diestra, que obedece únicamente al impulso del espíritu que no sabe sino de consecuencias a los fines propuestos y de abnegación en el camino emprendido.

Las autoridades eclesiásticas anatematizan los periódicos de Calle y Peralta que, a cada prohibición de su lectura, varían el título de la publicación, para evitar así de las condenaciones clericales y continuar en la tarea. La masa popular descarna sobre ellos el peso de su iracundia; se ven solos en abandono casi completo, perseguidos como el lobo que diezma el redil. El obispo Masiá y Vidilla graba en sus frentes el signo del réprobo; la excomunión los isla y los señala con odiosidades mayores aún. Húyeles la gente, si es que temen el contagio de su apostolado; persígueles el populacho, cuando el fanatismo lo empuja para la siniestra lapidación.

Eran épocas de lucha aquellas, qué épocas!— De este modo es como en un rincón agreste de los Andes, donde el talento no es flor de milagro, sino brota espontáneo de natura, puede Manuel J. Calle hacer sentir su predominio en el pa

II

En espacios más amplios busca luego expansión para batir la s alas; pero siempre, doquiera se halle, en Cuenca, en Quito o Guayaquil, la vida lo agarrotaron toda clase de necesidades no satisfechas, con toda clase de exigencias nunca cumplidas. Impelido a dejar a un lado la obra reposada y serena, obedeciendo a oscura maldición del sino, tiene que vaciar el cofre áureo de su inteligencia en las volanderas publicaciones de actualidad, haciéndolo con un desorden de magnate pródigo que reparte con igual generosidad el facetado diamante de inestimable valor, como la lentejuela propia para brillar sobre la fútil baratija. Escribe para todos, sin equivocarse de ningún asunto, sin rehuir tema alguno, en un derroche perpetuo de imaginación y de humorismo, sin obedecer a más norma que a la de su caprichosa fantasía. Su fecundidad de selva virgen resulta a veces caótica; él mismo no deja de perderse en la espesura, a pesar de su pericia, i no tiene reparo en confesarlo: “Digo lo que se me ocurre—exclama—sin ton ni son, al correr de la pluma…. Y no me fijo en lo que voy diciendo; ¿acaso me hago caso a mí mismo?. (Charlas, por Ernesto Mora. Pag. 81).
Refleja toda la vida del momento, sin pretender enfocarla a punto determinado; abre la cámara cinematográfica y por ella hace desfilar, en procesión interminable, los hechos que presencia y que él, desde su butaca de espectador, comenta ya con la despreocupada sonrisa del excéptico, ya también con la burlona carcajada del cínico.

Jamás se le enmohece la pluma. Con ubicuidad maravillosa, invade todos los géneros, trata lo más encumbrado y lo más trivial con facilidad que pasma igualmente en el juicio o en el comentario, en el escaso ditirambo o en la abundante diatriba.

Ante todo y sobre todo es un polemista temible, incansable en el bregar, que cuando se ve libre de contrincante arremete contra los molinos de viento, no queriendo dejar un solo rato su pesado ejercicio de armas. Con predisposición tan innata a la lucha, es en el campo periodístico donde ejerce admirablemente la misión que se impone al darse cuenta que allí puede desplegar con mayor refulgencia y con más íntima satisfacción el dinamismo espiritual que lo consume, listo a expandirse en próvidas actividades.

Demuestra múltiples aptitudes cuando funda periódicos en los que él sólo colabora, poniendo a prueba la conformación poliédrica de su clarividente ingenio, desde el sesudo editorial hasta la croniquilla callejera, desde el artículo costumbrista hasta el verso sentimental, desde la impugnación indignada hasta la réplica vivaz. (Véase la REVISTA DE QUITO. Son 26 números: 1898-99).

Después de las tempestuosas épocas del comienzo, en que a brazo partido conquista el puesto, adquiere ya sólido prestigio, que, de ser diverso su temperamento, le permitiera, como a tantos otros, buscar el reposo del gabinete, feliz y satisfecho de los laureles ganados. Pero CALLE, no, su cerebro es fuente colmada, y de allí brota ampliamente vertida una producción inagotable. Día a día, llena innúmeras columnas de los diarios con producciones que rara vez llevan su propio apelativo, aunque es cierto que, resplandeciendo en todo lo suyo el claro sello personal, es imposible llamarse a confusión. De allí que no para eludir responsabilidades del conocimiento, sino más bien con el capricho de aquellos guerreros que a cada encuentro gustan de llevar una nueva espada, cambia de seudónimos con frecuencia: ya es Benvenuto o Ernesto Mora, ya Enrique de Rastignac o Arturo, ya José María Dieguez o Segismundo. De nada le sirve el fingimiento, porque la estocada se la conoce en seguida por la maestría con que la asesta.

En la menguada estrechez de su contextura corporal reside una fuerza de voluntad gigantesca, que le permite darse tiempo aún para la obra de encargo, de compromiso moral o pecuniario, que va a satisfacer ajenas vanidades, pueriles unas como cuando se trata de cartas de amor o intereses particulares, más altas e hinchadas otras si se refieren a manifiestos políticos, mensajes presidenciales y otros asuntos de gruesa importancia, en los que CALLE desempeña su cometido con fácil suficiencia. Esta, como toda otra labor, por penosa y modesta que sea él la toma sobre sí para olvidarla luego en su mayor parte, si bien en ciertas ocasiones la recuerda risueñamente al oír alguna frase suya que adquiere celebridad en los labios del personaje para quién la hizo.


El único evangelio en el altar de su penuria cotidiana fue el de la risa. No conoce los estremecimientos de la cólera magna; su indignación no avanza nunca al tono olímpico: se detiene en el chiste alado, en la broma jacarandosa y traviesa, cuando más en la ironía cáustica.

Hay que diferenciar su ataque del de aquellos otros escritores que recurren al yambo heroico o a la recta catilinaria. CALLE no aplasta con la catapulta, ni recurre a arrojar gruesos guijarros para fragmentar humanidades. La misma lanza que difunde el pavor en las correrías con que se inicia, la trueca después en el fino estoque florentino—joya de elegante empuñadura, pero cuyo cimbreador acero también sabe arrebatar vidas. Eso sí, siempre predominan en él los arrestos del caballero: descuelga del cinto la tizona, la hace reverberar al sol, prorrumpe el grito de reto y sólo cuando de este modo advierte su presencia, como el león con el rugido anunciador del salto, se le ve lanzarse al fondo, para con esa brevedad que otorgan la bravura sin límites y la destreza no igualada dejar en vencimiento al rival.

Es de los adalides a quienes estorba el hierro de la armadura: su única coraza es la convicción doctrinaria que la arde en el pecho, su sólo yelmo la voluntad titánica que le alumbra por donde quiera que vaya portaestandarte de su ideal guardavía de la opiniones que sustenta.

En el fondo, hay nobleza en el impulso, desnuda sinceridad en el desempeño; pero aún cuando es un sentimiento elevado el que coloca la pluma en su mano, muchas veces resulta injusto y acerbo, generalmente por culpa de su sectarismo político. No siempre le guía un recto impulso de equidad; se escarba poco la conciencia; antepone a todo el afán de agradar y regocijar al público haciendo gala de su portentosa destreza acrobática que le permite la prueba funambulesca y el juego malabar sobre la difícil cuerda de insuperable dialéctica. Su humorismo que por lo común esparce aromas de deleite hay ratos que adquiere caracteres de cruel y mortífero: se advierte en él la fría intención del escapelo abriendo las vísceras enfermas. En ocasiones, se pone a atisbar carroñas sociales no ya como Baudelaire ante el esqueleto para sumirse en la meditación de las lacerías humanas, sino con la delectación del analítico que halla placer en descubrir con mirada perspicaz los más ocultos gérmenes de morbosidad.

Si toda obra es un reflejo de un estado de alma, se ha de ver en esto la causa de que las de CALLE broten así, también iguales a su alma: ingenua pero con remansos de cordura y mansedumbre; mar borrascosa y revestida de espumas de bondad, pero que guarda en el légamo las impurezas de una ironía devastadora, lindante con la beta y el escarnio. En las horas de tedio, los disturbios del corazón le surgen tumultuosamente afuera como raudales de hiel y vinagre, el infierno exterior externa sus llamas, y su literatura es, entonces, trasunto de un ánimo sombrío, desolado y doliente.

Ante él queda un enorme hacinamiento de escombros, producto de su labor de perenne sagitario cuyas flechas causan grande mortandad. Bajo su otro aspecto de severo censor de defectos y vicios que también lo fue en grado eminente, sobre todo en sus postrimerías, aparece su figura como la del semidiós que no reposa hasta dejar limpios los establos de Augias.
III

Poetas de los de don ingénito, sobre todo cuando repuja las filigranas de su prosa turgencente. CALLE escribe versos en su florida y lamentable juventud, comprendiendo bien pronto no ser ese el camino para llegar a la meta. Sin embargo, los ensayos son felices. Aún en el agitado atardecer de su vida, sintiendo acaso por última vez la fragancia de una pasión inextinta, pulsa la lira y produce suaves e inspiradas melodías. Un frescor romántico y sentimental agita la fronda lírica de todos esos brotes de poesía, como si en ellos el alma suya anhelara poner en olvido fatigas y pesadumbres para volar sobre las regiones mas placenteras del ensueño y la añoranza.

El buen gusto no le abandona nunca. Tanto en las sencillas y devotas trovas marianas de su adolescencia, como en las endechas quejumbrosas de amor que en el declinar melancólico de su otoño entona, se irisa la gracia efusiva con que el númen suele recamar las espontáneas floraciones de su jardín.

Comprueba con hechos la amplitud de su criterio en materias literarias. Sus versos últimos, dedicados a la actriz mejicana Dora del Río, demuestran no ser reacio a la evolución de las diversas tendencias, ni sordo a los pasos de avanzada. Combate las epizootias en el arte cuando acusan exageración y pobreza mental; pero comprende y elogia el mérito donde lo halla, así sea en los cánones de una escuela que no es la de su preferencias.

Cuando ejerce de juez en estos aspectos de intelectualidad, casi siempre se ajusta a la razón y a la verdad; en ocasiones quizá la extrema en su prurito de hallar el lado flaco y risible de las cosas, pero las más de las veces hace inestimables oficios de sanidad y depuración al arrojar con su látigo a los indignos mercaderes del templo, pues—cuando quiere serlo—es excelente crítico, documentado como pocos por su sólida erudición, conocedor profundo de las corrientes del día y comprensor inteligente de las mas profundas sutilezas del arte.

IV

La buena raigambre en el estudio de humanidades la superpone diestramente al fruto de sus lecturas de las obras contemporáneas, logrando de ese modo dar al idioma le flexibilidad y donosura de los grandes autores, en quienes es condición primordial la del estilo. A pesar de lo ubérrimo de la producción y de las circunstancias de obligada premura con que ella se la efectúa, CALLE logra armonizar lo fácil del impromtu con lo fácil de la dicción castigada. Aunque con todos los vaivenes de la onda donde el sol quiebra rayos multicolores, no se enturbia nunca el caudal de su prosa; cuando más las riberas eurítmicas que la contiene amagadas por alguna salida de tono, en que le hace incurrir su condición de rebelde a los convencionalismos sociales. Todavía en esos casos hay que admirar la oportunidad de la broma mariposante y lo rico y variado del lenguaje que emplea.

Su estilo no se recarga con las lianas del artificio, ni siquiera con las del adorno, cuando éste es innecesario; sigue la senda que él mismo se abre, sin recurrir a dar tributo de siervo a ningún modelo, por digno de veneración que sea; su atildamiento clásico tiene limpidez de agua de montaña, claridad de cielo tropical en las mañanas de primavera.

Huye de esa oratoria vacua que encubre con flores el vacío del fondo, descoyunta el periodo cuando es preciso, para darle la flexibilidad que hace resaltar las elegancias del contorno; ensambla los más variados tópicos con la pericia del orfebre que disimula la liga y la trabazón; y, por más que resulte inconexo en la multiplicidad de temas que aborda, nunca se le advierten desmayos en la técnica, dislocamientos dentro del asunto que trata, bruscas sacudidas en la ramazón frondosa de la ideología que sigue.

Excepción es en él recurrir a la imagen o a la metáfora, sin ayuda de las cuales resulte un insigne pintor, por las vastas perspectivas que descubre, por el sorprendente colorido que da a sus cuadros y por el realismo que en ellos luce: es la vida la que palpita allí, la vida que sabe trasladarla a maravilla con sus pulcros pinceles, que a menudo retratan aspectos del dominio de lo plebeyo y vulgar, mas no de lo grotesco y asqueroso. Cuanto se lleva dicho halla demostración en el libro que CALLE ideó—escribir—libro que, que como casi todo lo suyo, quedó en proyecto—El Ecuador pintoresco, espléndido cosmorama, delicioso y variado, reflejo fiel de nuestras costumbres, salpimentado de donaire y anécdotas, donde la burla sagaz y la sátira inclemente sirven de medicina social, a manera de la ortiga que causa ampollas en la carne.

El buen humor le fue inseparable compañero—tal vez el único en sus vigilias de hombre angustiado-; aún en sus postrimeros momentos no le abandona: semejante al Högni de la leyenda, CALLE ríe, con esa risa que en todos los humoristas es siempre producto de la amargura interna, ríe mientras le están arrancando del pecho la entraña adolorida de su corazón.

Murió cuando empezaba a vislumbrar la serenidad, cuando si otras auras hincharan las velas de su barca, hubiera podido alzar más alta que nunca la antorcha de su saber.

Escaso le vino el tiempo para la gran obra definitiva. Apreciados en conjunto, apenas si uno o dos libros suyos pueden ser considerados bajo este aspecto: sus sorprendentes apuntaciones críticas de Biografías y Semblanzas y sus encantadoras Leyendas del tiempo heroico, la inquietud del vivir hizo que sus geniales facultades se desperdigaran en una ponderosa labor, admirable sí por el esfuerzo que significa, pero en gran parte efímera, condenada a muerte desde su nacimiento por su mismo autor que, a sabiendas, les dio la breve existencia del momento de actualidades que cumplieron su misión.

En el amplio y asimétrico mosaico de tan fecundo escritor, naturalmente se impone la selección; pero, hecha ésta, quedará lo suficiente para poner el nombre de MANUEL J. CALLE sobre un pedestal duradero donde irán a morir deshechas, como en un rompeolas de eternidad, las oscuras marejadas del olvido.

VICTOR MANUEL ALBORNOZ. Quito, Mayo de 1929

LUIS CORDERO

Author: Teodoro Albornoz /


En su abominable Ojeada histórico-crítica sobre la poesía ecuatoriana, Mera decía, refiriéndose a Cordero: <<>>. I proseguía, asegurando que ese talento <<>>.
El Sr. Mera anduvo desacertado en parte, al no tributar su aplauso al lírico formidable que después reveló ser Cordero. Verdad que, entonces, no surgían su Aplauso i Quejas, ni su ¡Adios!. Pero, en lo de creerlo muy propio para la poesía jocosa, si que se pasó de listo el autor de la mencionada obra.
En efecto estudiando, sin duda, a los grandes modelos del Siglo de Oro i siguiendo los pasos de la falange inmortal, Cordero descolló en este género casi olvidado i aún venido a menos en la presente edad de correcta prosa en la que, por desgracia, ni hay justas caballerescas, ni chismografías i enredos palaciegos en soberbias cortes de ilustres soberanos.
No con el chiste aguzado de Pérez Zúñiga o Vital Aza, tampoco con la frívola moralidad de de un Rodao, sino con la sal ática i la despreocupada gracia de Castillejo, Polo de Medina o Trillo Figueroa, supo Cordero dar a sus composiciones donosura e hiriente aguijón de rosa silvestre i lozana.
En un célebre literato del siglo XVII puede encontrarse el ilustre abolengo de Cordero. Los doscientos epigramas con que formó Miguel Moreno sus Flores de España son en mucho semejantes—aunque de más agudeza y precisión – a los del que, en este rincón andino, alcanzara nombre de ingenio festivo i zaheridor de torpezas y candideces.
Y basta. Tánto hase hablado de las Poesías jocosas que es en vano el proseguir empeñados en el tal hablar.
En 1895 apareció un libro que, desde luego, fue colocado entre las raras joyas del Parnaso ecuatoriano. Poesías serias se llamaba, y, por más que el título no era atractivo ni menos acertado, encontró, por su mérito, manos que lo guardan i lo guardarán con el cariño prodigado a las cosas buenas.
Apenas si hay como ocuparse de la Invocación a Solano, Malo i Cueva, (invocación de rastrero vuelo), cuando el renombrado Aplausos i Quejas urge a leerlo y releerlo con fruición. Versos son éstos en los que Cordero superó a Olegario Andrade en la corrección i en el ordinis hace virtus erit que Horacio indicara en su Epístola a los Pisones. Es el caso que, al cantar el coloso argentino a la raza latina, menospreció a varias naciones, entre éstas al Ecuador, i Cordero salió en pró de las glorias de su patria, prorrumpiendo, con grandilocuencia, en apóstrofes de buen patriota i buen creyente, porque, si puso en aquel monumento piedras que lo completaran, también cambió algunas, i así, por ejemplo mientras Andrade recuerda a la sombra enervadora del Papado i a la hoguera infernal de Torquemada, Cordero loa a la Santa Iglesia de Cristo, divina salvadora de la ciencia.
Inferior en inspiración, como que es marcha de sendero trazado, Aplausos i Quejas puede estar, aunque respetuosamente, cabe la estrepitosa Atlántida.
En la muerte del insigne patricio Dr. D. Benigno Malo, es un soneto digno de figurar en antologías.
La composición ¡Adios!—gallarda cumbre del estro de Cordero—es un grito de dolor incontenible, enormemente desgarrador que, sin quererlo, hace recordar las tragedias de Shakespeare
Elegías semejantes, pocas; i en América, ninguna. Sólo se nota en ella alguna reminiscencia del Canto fúnebre de José Antonio Maitín. Tal vez, i es probable, Cordero no bebió en dicha fuente, pero el asunto—ya que Martín también cantaba a su muerta esposa—i la índole casi familiar que ambos adoptaron en sus elegías, hizo, necesariamente, que fueran iguales en el fondo.
Cordero recordaba en su angustia a la tela que bordaba, al libro que leía, al piano ya en silencio desde la ida de su Amada. Maitín hacía lo mismo, i aún lloraba viendo la labor abandonada, la tela que guardaba todavía la presión de su mano, el lecho que estaba en desorden.
Cordero recordaba a las azucenas i las magnolias del jardín, i, sobre todo, a su planta predilecta: a la rosa de Jesús que ya ostentaba botones de fragante grana. I Maitín, se detenía, especialmente, ante la tierna i gentil adormidera que Ella plantara.
El ¡Adios! de Cordero es de más rimbombo que el Canto fúnebre, es de más alto vuelo, más poético si se quiere, más profundo, más sentido; pero –hay que reconocerlo—el Canto fúnebre fue el primer brote, aunque incorrecto, que en América diera el árbol de la poesía doméstica.
Cordero expresó, en un poema relativamente pequeño, todo aquello que Maitín dijera en nada menos que 17 cantos.
La poesía de Maitín es más lánguida, más dulce que la de Cordero. Sobre aquella parece que el consuelo ha vertido su bálsamo; en ésta se ve la herida recién abierta, aunque sobre ambos poetas, creyentes fervorosos, alienta la esperanza i la resignación que siempre sabe infundir la fuerza de las religiones.
Véase cómo concluyen las dos elegías.

Cordero exclama:

Adiós, mi caro dueño,
del cielo de mi amor astro extinguido!
Duerme en santa quietud el postrer sueño:
yo, a continuar penando, me despido.
Mañana que, al tormento de llorarte,
desfallezca y sucumba,
vendrán mis restos a pedir su parte
en tu fúnebre lecho de la tumba……
Hasta entonces, adios! En la elegía
que amor i desventura me han dictado,
te dejo por ofrenda esposa mía
todo mi corazón despedazado!






I Maitín dice, con menos impetuosidad, pero más poéticamente:

Adios, adios, Que el viento de la noche,
de frescura y de olores impregnado,
sobre tu blanco túmulo de piedra
deje, al pasar su beso perfumado;
que te aromen las flores que aquí dejo;
que tu cama de tierra halles liviana.
Sombra querida i santa, yo me alejo;
descansa en paz……..Yo volveré mañana


En resumen el poema de Cordero es más correcto que el de Maitín, aunque no por esto sea intachable. Se pudiera reparar en la ilación guardada entre las diferentes estrofas, en algunas de las cuales decae visiblemente el tono arrebatado de las anteriores, como sucede, v. g., en la penúltima estrofa del ¡Adios!

A tus plantas los dejo, etc.

Pero los defectos fragmentarios desaparecen ante la belleza del conjunto. Casi sin interrumpirse, se sostiene el lirismo i elegancia de la introducción, i hay partes en que el alarido trágico es tan elocuente que más de un lector sentimental habrase enjugado lágrimas al recitarlas.
Fruto de la honrosa misión que en 1910, ejerciera el Sr. Cordero, publicóse un tomo con el título de El Ecuador en el Centenario de Chile. Allí se encuentra su Salutación, poesía que mereció grandes elogios en ésa como en ésta República. Escrita en romance, pierde la armonía de la rima perfecta—gran encubridora de faltas i apropiadísima para encumbramientos--, aunque Manuel Proaño, a fuer de admirador, cree que, el escoger tal metro , fue acierto magistral. Admirables de tensión, académicos, ciñéndose a estrechos moldes, forman la Salutación versos de irreprochable prosa.
Además, el Sr. Cordero es autor de una Enumeración botánica de las principales plantas que se dan en las provincias del Azuay i de Cañar; de un Diccionario quichua, lengua en la que fue muy versado; de unas Observaciones sobre las principales poesías de Julio Zaldumbide, i de innumerables composiciones, perdidas en revistas y periódicos, entre las que sería imperdonable prescindir del canto a Rocafuerte, que alcanzó primer premio en cierto concurso literario, i de sus siete sonetos Al glorioso Cervantes Saavedra.
El Sr. Cordero distinguióse por su entusiasmo en favorecer las Letras, fundando agrupaciones literarias, alentando con su aplauso, i, lo que es más, con su ejemplo, ya que jamás descansó en la brega que le proporcionara en vida admiración i respeto, i hoy, ya muerto, un rincón de inmortalidad reservado para su gloria de Sabio y de Justo.

Víctor M. Albornoz.

De “HACIA EL IDEAL” Cuenca, Enero de 1915

LUIS FELIPE DE LA ROSA

Author: Teodoro Albornoz /


I

Colombiano que ha hallado hospedaje en estas tierras de benevolencia y cortesía, merced a sus talentos de poeta y nada mas, pues él, al igual de Baroja sabe que el Arte es mullido lecho para quienes se sienten vagos de profesión.

Es loco que hace versos. Los locos, en literatura, son de dos clases: unos que, gastando papel, naturalmente benefician a las papelerías; y otros, como poseídos de divinidad, que mas de escribir palabras suelen hacer ánforas de belleza para colmarlas de emoción y sentimiento. Estas dos labores—tan distintas, aunque ambas hijas de la demencia—pudieran compararse, respectivamente, a la del herrero pretencioso y ruin que al sacar de la fragua la ennegrecida herradura cree que pudiera servir para la noble pezuña del Pegaso; y la de Crisol, hijo de Júpiter, diestro en maravillas, que lo mismo levanta el palacio del Sol como labra el portentoso collar de Hermiona.

Afortunadamente, de la Rosa es de aquellos que prefieren fatigar el cerebro y no las rotativas y linotipos sin discernimiento de me´rito. La obra que se le conoce, y aún puede asegurarse que la inédita, es reducida y se recomienda únicamente por su valor artístico. Doce o quince composiciones ha publicado, y ellas han sido bastante para conquistarle el aprecio y la simpatía de quienes, con mas o menos suficiencia, pueden juzgarlo; y mayores hubieran sido las distinciones para este trovista si, desgraciadamente, no hubiese llegado aquí haciendo bandería de ser

un bebedor…pero de linfas
donde se baña la Princesa Anemia,
con Orcades y Náyades y Ninfas,
en la fuente ritual de la bohemia.

Inútil será insistir en las trasnochadas y ojerosas de estas ideas que han degenerado hasta convertirse en dos consonantes fáciles para uso exclusivo de los que pertenecen a la bohemia –la sola que hubo y perdurará siempre—que Soiza Rehily calificó tan donosamente de ser la de los cuellos sucios y que Rubén Darío aseguraba no existir ahora sino en las cárceles y hospitales. Para esto, no se necesita tener ingenio, sino hambre y depravación, y el ingenio no se esconde en ningún paraíso artificial ni es menester buscarlo mintiendo su propia vida. Ponerse un sombrero holgado no es aumentar la cabeza.

Bien sabemos que el Sr. De la Rosa no ha hecho sino rendir tributo a la moda; pero, por eso mismo, desearíamos que sus bellos trabajos no diesen asidero a críticas de perdigón que son indispensables al encontrar, entre afiligranadas ideas, ésta que lo es tan prosaica:

Es hora ya…Venid, hermano Arsénico!

Al leerlo, cualquiera se figura en el autor un desaforado nihilista que, que haciendo grotesca parodia del santo de Umbría que fraternizaba con aves y flores, se hubiese prepuesto ser un envase mas del laboratorio toxicológico del siglo. ¿No le parece, señor de la Rosa, que esto es verse reducido a la condición de botella?

Y tal mentir, ya que no puede ser otra cosa, se hace mas notable en un poeta espontáneo como él solo y de una delicadeza de hilo de araña que se columpia a la brisa bajo el aterciopelado halago de la luna.

Su poesía es fraganciosa, gemidora e inquietante: así pues, ha acertado en el título del libro qwue se propone publicar posteriormente—Hojas de melancolía—porque, en efecto, todos sus versos están impregnados de ese soplo tibio que es resignación de vivir en el incesante vaivén de los infortunios que se embisten, entrechocan y se deshacen bajo el palio de una noche con llanto de estrellas.

Tiene de la Rosa una rima en que, con símiles felices ha logrado hacer un retrato síquico de cuantos sienten en el pecho la misteriosa escarbadura de una mano de hielo que, sin atormentarnos del todo, se complace en juguetear con nuestras ilusiones y esperanzas—Es así:

¡Cuán veloces mis años se van pasando
dejándome en el alma solo hojarascas:
yo soy como un cadáver que van llevando
los rudos torbellinos de las borrascas!
¡Cómo se van mis sueños entumecidos
porque ya mis pomares no reverdecen:
yo soy como esos troncos envejecidos
cuyas ramas sin vida jamás florecen!

Pero en ese árbol agrietado a que se compara el poeta hay un consuelo, que es el mas grande: allí, escondida entre las hojas secas, el ave del canto rompe en melodía no aprendida, agitando el negro plumaje salpicando con lentejuelas de lluvia. ¡Esa ave del canto, desafiadora del silencio y del olvido, que no sabe sino decir quedo las reconditeces y aflicciones de la vida y que de siempre muere encarándose al sol de mediodía, esa, tan inestable y pasajera, hace a las veces parábolas de deslumbramiento y de eternidad!

El carisma de la armonía de garganta es fruto de predestinación, y confortamiento para combatir debilidades; es el pájaro de la dulce esperanza sobre la fronda escueta de la amarga realidad:

es pobre tordo ignorado
que huyó dejando olvidado
su boscaje de laurel,

como asevera de la Rosa, sintiéndose semejante a ese peregrino con alas que va, de campo en campo, regando la música conmovedora que hay en lo hondo de su melancolía.

Todo poeta es y debe ser melancólico, entendiéndose por esto gozar de una paz silenciosa, de un sosiego ajeno al alarido del dolor y cercano, o mejor, confundido al suspiro entrecortado que brota del corazón. La melancolía está tan lejos del dolor como el céfiro del huracán, como la fuente que besa las guijas de la avalancha incontenible. El dolor no halla expresión cabal sino en los labios del genio y de fijo se convierte en protesta y blasfemia, desde Lucrecia, el primero de las grandes bardos escépticos, hasta Leopardo, Stecchetti, Carducci y Rapisardi que, en la escuela que se ha convenido en designar de satánica. En cambio, la melancolía, serena inspiradora, es, al decir de Bello, la sola fuerza de Virgilio en las Eglogas y hoy se tiende, como un velo inconsútil, sobre las prodigiosas creaciones de los cerebros privilegiados. El dolor se corona de espinas. La melancolía se deshace en ternuras. El uno es podre, cuando no es muerte; el otro, si no es cauterio, al menos es caricia. La melancolía es el mayor gozar del espíritu, y tiende ante los ojos en visión los cármenes florecidos del Ensueño. El dolor es el brazo maldito que nos rinde sobre las duras piedras del desaliento.

II

Solo hojas de melancolía va regando quien nos ocupa. Se ha encariñado con ella, y así exclama en “Jacintos de la Selva”:

¡Oh, mi Melancolía,
tan hosca, tan neurótica y tan mía!

Como en el clásico latino el Dolor va a la grupa del volador corcel, tal el bardo colombiano, que marcha a solas, tiene por único compañero al can de los hastíos, ladrador de la luna de la aldea en los valles y los oteros. Arropándose en las rosas encendidas, Como una lepra bajo púrpura, está la zarza que hiere, la espina que demanda puesto en el corazón; mas esto no le inquieta del todo, ni siquiera al ver que, saltando el cancel, asoma el lobo Desengaño, tan viejo y tan amigo nuestro que ya nos es indiferente el babear horrendo de su boca. Lo único que contribuye a ponerlo muy triste, con tristeza de resignación, es el pensar en la Patria distante y querida:

¡Caros despojos de mi vida trunca!
¡Oh, franja de los cromos lugareños;
caminos confidentes y risueños
que no veré ya nunca!...

En “Canción Lejana” se acentúa inmensamente esta nota conmovedora. Recordando su niñez, se figura entrar furtivamente a la granja, con los bolsillos colmados de moras, satisfecho de haber faltado a la escuela y sin temor del dueño de la heredad; cree escuchar aún, al igual de los gorgoritos del gorrión que madruga, el cantar de abuelo del chorro que saltaba en el fresnal; y hasta olvida el torvo buitre que le entenebrece el cielo, cuando recibe una carta desteñida por el invierno, que le viene de su pueblo con el mensaje de quienes le aman. De noche, tal vez llora oyendo al transeúnte que pasa, guitarra en mano, ansioso de la novia que tras la reja lo aguarda temblorosa; y llora porque esa música le habla, con voces de eterna non curanza, de Chapal, de Catambuco amodorrados en silencio y en donde se alza una casita que supo de risas y contentos cuando en lugar de una víscera sangrienta había en el pecho un rubio clarear de estrellas.

Pero como el insomnio sabe dictar cosas bellas, de mañana hallará consuelo escribiendo: loanzas sobre la mujer que “todo lo devora, haciendo de nuestros corazones monstruos de infinito”, como Barbusse dijera del amor, y que en cada villa y en cada urbe se le aparecerá para que pueda repetir con variación apenas de una palabra:

Amo el jubón, el ritmo, los alegros
y el donaire gentil de una cuencana
que me recuerda en sus ojitos negros
aquellos!... de mi tierra colombiana.

Ojos que son remedo de otros ojos, bocas, con el mismo terciopelo y el mismo aroma de otras bocas, siempre lo mismo nos espera y nos acecha en cada recodo del camino. Ay! que no sepamos, por no querer saberlo, que tantos amores que atormentan nuestro espíritu flagelando nuestras carnes no son sino un eco lastimero de ese grito perdurable que es el primer amor único, imposible de condenar al suplicio perpetuo del olvido, como ha querido hacerlo de la Rosa, castigando a aquella que le desdeñara su ofrenda de flores y de versos. Nó! el mismo poeta se contradice en una serie de madrigales trágicos, en los que aparece el fantasma desolado de una dulce muerte que lo está mirando desde su lecho frío y angosto.

De l’ autre coté des tombeaux
les yeux qu’ on ferme voient encore.

Lo mira y él tiembla, y esos amores perduran a través del tiempo y el espacio; tanto es así que al ver a una luciérnaga intranquila que tenuemente ilumina el cementerio, le invaden celos de ultratumba; pues su locura le hace pensar en una antorcha con que algún difunto está rondando a Ella.

Bien sabemos que esa tierna Amante solo está muerta de figurada manera: ¡quién sabe si sobreviva al infeliz trovero y que mañana, llorosa y demacrada, vaya a llorar cabe la orinecida cruz que abra los brazos pidiendo la bendición de Dios para el que duerma “con un montón de tierra entre la boca!” Por eso, de la Rosa pide al señor sepulturero que mantenga abierta la Mansión de paz, porque sabe que allí no solo ha de oír el ronroneo de la mosca fatídica que de “Mi pregón” asegura será su sola amiga, sino que sentirá correr sobre sus huesos el llanto de una mujer enamorada—como lo ha entrevisto en “Ruego fúnebre”.

Y dado caso que ello no sucediese, el poeta no lo extrañaría ni lo lamentase. En el rincón amargo de su tumba siempre se inclinaría el Amor, con labios de cariño y manos de suavidad, en forma de su mas noble y suprema encarnación: la madre.

Es la faz mas simpática de la poesía del bardo colombiano. A su madre entrega, no las rosas que, iguales a las de Malherbe,

a vécu ce qui vivent les roses,
I’ espace d’ un matin,

sino el augusto amaranto, símbolo de inmortalidad.

“Ella....!” es una de las lindas y delicadas formaciones de tal género. La madre, apoyándose en el bordón , llega tremulenta y pálida como un troza mas de la neblina que se cernirá sobre el camposanto en el invierno en que vaya a visitar al hijo. I habrá lloro, que entre las rendijas de las piedras brotarán, para cubrirlo en estrecho abrazo, el verdor y la lozanía de las hiedras.

Estos versos, como otros muchos del mismo autor, son los que forman, cual dijimos al principiar este artículo, esas ánforas maravillosas que se colman de sentimiento.

La poesía no es más que un sentimiento—ha dicho Víctor Hugo.


VICTOR MANUEL ALBORNOZ

Cuenca, Junio: 1917

EL HOMBRE—ROBLE DE LAS SERRANIAS

Author: Teodoro Albornoz /

Luis Cordero

Ánfora para las substancias de su espíritu le era una soberbia cabeza, nevada como cumbre, de donde en suave desgarrón pendían facciones de pronunciada línea que, vistas de perfil, le daban semejanza de medallón romano. Las cejas, espesas y foscas sombreaban el intenso mirar; el bigote retorcíase y alargábase mas allá de los labios. Las manos, pálidas y avellanadas, pedían tomar sobre sí los enhiestos gavilanes de la pluma; y el cuerpo todo, algo doblegado en la parte del busto, sacudíase ágil en un cosquilleo de nervios, a despecho del gotear de los inviernos. El señorío de la edad le aureolaba al igual del prestigio de su saber.

Así lo pintan mis recuerdos infantiles, cuando alcancé a conocerlo ya en el declinar de sus fatigas, presto al último tránsito.

Al oreo de la campiña, al aire libre, bajo el atisbo de las estrellas y al beso de las auras, le sorprendió la luz primera a este varón pujante en un repecho de montaña, que dormirá para siempre en olvido si no lo despertase de su andina soledad la avidez del biógrafo que hoy busca aquel caserío de Surampalte donde los picos y rodaderos del Namurelte dicen que Pegaso traspuso en las lides esa osadía del vuelo.

El espectáculo inicial y familiar grábase en tal forma que en lo literario, casi siempre es el que aparece en la rica realidad de la hora definitiva, ya que hallado el troquel, es mas fácil vaciar el cobre hirviente.

La vida serraniega y campesina de las primeras épocas puso indeleble sello en la obra de CORDERO, la que siempre se muestra así, también campesina y serraniega, como leche vertida de cántaro recién salido de manos del alfarero o mazorca de oro desgranada en el cortijo. Hay allí lozanía de planta regada por la lluvia, vigor de árbol de montaña: todo, trasunto del lugar nativo, reflejo del primer paisaje entrevisto, ilimitado y pintoresco, que es telón de enseñanza al niño, de suyo inquiridor y dado a buscar la médula de las cosas.

Para las Letras, Surampalte adquiere así timbre de nombradía; y esa denominación geográfica ennoblécese cada vez que resuena en la lira del viejo cantor. Lo recordamos entonces, allá a la siniestra del pueblo de Déleg, donde la cordillera se abre en continuas gradas de solaz, para dar cabida a inopinados derroches de vegetación. Si en el secano hay alfombra de esmeralda para el rastreo de las plantas, en los sitios de pan llevar es el prodigio de natura: en exuberante renovación de siglos, brota el árbol, medra y se agiganta en actitud dominadora, empenachándose, con el receloso botón de la flor, ese anuncio de la nueva primavera. Dos lágrimas de río traen de la altura el agua transparente y cantarina, que ora se precipita en cortas chorreras o ya se aquieta plácidamente en una cuenca de tierra: se dijera Hipocrenes o Castalias listas a apaciguar la sed del númen ávido de frescos sorbos de inspiración.
El mismo CORDERO ha narrado, en versos encantadores por la sencillez e ingenuidad de ellos, aquellas sus horas infantiles y de adolescencia. El clima, por lo común tendiente a la ráfaga helada, le obliga a desperezar los músculos en el paseo y la carrera. Despreocupado, dando ritmo musical a la alegría que lo embarga, toma el habitual sendero que, aunque el de todos los días, no por eso deja de reservarle para cada nueva excursión otras antes no sorprendidas artes de belleza: ya es el insecto de enjoyada vestidura en donde el iris juega armonías de color; ya el nidal arrojado en tierra por la tormenta, en que pían los gorriones en orfandad y desolación; y nos es raro que, como soberbio atalaya, asome el cóndor en el flanco del monte, suscitando la santa envidia de las alas en desplegamiento.

Muchas veces, urgido por varias ensoñaciones, sintiendo el escarceo de las ideas que mas tarde adquirirá mayor profundidad, se recuesta en propicio peñón, la mano en el bucle rebelde, la frente abierta en surco al paso de la esteva. Las primicias del intelecto surgen de este modo, con el sabor de la fruta silvestre, con la espontaneidad con que gorjean las aves pequeñuelas; y es que la savia poética se le abulta en las venas a CORDERO por envidiable legado de su progenitor y aún de mas lejanos antecesores.

II

Arrancado ya del solar nativo, llega a la ciudad, a Cuenca, dispuesto a abrirse filas, con el ademán del que sabe que el destino se tuerce a capricho de la voluntad férrea y que basta un rayo de sol para deshacer las sombras, por densas que estas sean.

En las aulas descuella ya. Mediante su aplicación y por allegar frutos de noble trabajo a su escaso caudal, siendo aún estudiante de los años de término amaestra a los primerizos del colegio; desde ahí data, sin duda, la afición al magisterio, que tanto relieve había de proporcionar a su persona. A hurtadillas de su doble deber de colegial y profesor, hinca garra en la carne del libro que, para él, es el mejor recreo espiritual, dándose modos de buscarlo y conseguirlo siempre.

Fue esa la pasión dominante de su vida; ya en sus atardeceres dedicaba largas horas al catalogar y arreglo de su selecta biblioteca, con minuciosidades de anticuario y exageraciones de bibliómano.

A veces, no bastándole el día para satisfacción de su afán, roba a la noche su tranquilidad. A la vacilante luz del candil con la torcida untada en cebo, sus ojos devoran la página poética, el período rotundo, pasando al prolijo examen de los diccionarios que alimentan sus conocimientos incipientes todavía, pero luego dominadores de lenguas extrañas. Sus preferencias son para la prosa rítmica y armónica de Fray Luis de Granada: a tal inclinación le lleva, acaso, la analogía de sus existencias, ambas destacadas de la oscuridad ara conocer mejor los efectos de la luz. Y, al fin, logra avasallar para sí la claridad, limpieza y mas cualidades de sus autores predilectos. Tal es su avidez de acopio literario que, en ocasiones, concluye la mortecina vela, lujo único de sus estipendios, antes de lo que fijan sus deseos. Entonces, hacina la paja dispersa, préndela fuego, y sigue su labor, nada preocupado del rojizo tinte que cobra la habitación invadida por el humo.

III

Tan redoblada labor en el estudio, abnegación y sacrificios sin límites; superpuestas a sus ingénitas reservas mentales, hacen que desde el comienzo de orne con las rosas del triunfo.

En todas las múltiples actividades que acometió: en el foro, en la tribuna, en el palenque, en la trípode y en el solio, es modelo de laboriosidad y energía. Por eso en los momentos en que ya no se conoce la vanagloria ni el orgullo, en los momentos en que la palabra es solo brote austero de verdad, el gran varón pudo decir con el íntimo regocijo de quien ve cumplidas sus mas caras aspiraciones.

“Si pluma, lira y azada
pude unir y concertar;
cantando supe lograr
y nadie me vio dejar
un momento en la jornada,
la esteva, por descansar”.

Así con ímpetu de carrera olímpica, recorre en amplio estadio, en el que, tras larga lucha y escogido entre los mejores paladines, se lo reconoce por vencedor y se le ofrenda la corona de laurel que no pudiendo ya soportarla sus sienes en donde el ventisquero de la muerte hizo la trágica vendimia, va a caer sobre su tumba, como una simbólica lágrima mas que a su recuerdo vierte la Gloria.

El hombre público

Dados sus merecimientos, unísonamente reconocidos, llega a ocupar los cargos de mayor preeminencia: Diputado, Senador, Rector de Universidad, Pentaviro del Gobierno Provisional de 1883, Embajador en otras naciones, Presidente Constitucional de la República….

En todo puesto fue admirable su desinterés, su honrado anhelar de progreso, su desvelado afán por ejecutar y hacer cumplir el deber ciudadano. El insulto, la calumnia—que no le faltaron, como no podían faltarle al llegar a la cima—solo pusieron a prueba la tolerancia y la ecuanimidad, que fueron prendas características suyas.

No es hombre de aquellos que todo lo obtienen en el escabroso terreno político. Su temperamento rehusa el escondrijo moral, sale del vericueto y gusta de andar por recto y despejado sendero. Su sinceridad es causa de que se deje envolber en la urdimbre mañosa que otros tejen a su espalda. Carece de las habilidades de trastienda, del cauteloso andar del reptil. Se muestra siempre desembozado, con el pecho desnudo en que acelera sus latidos un corazón leal.

Aunque en daño de la situación que ocupa, realiza actos que revelan su carácter, sobre todo cuando se trata de demostrar palmariamente los quilates de su convicción religiosa. Si bien no es intransigente en la práctica, revístese de acero: una y otra vez, declara ser católico y republicano, pues repugna a su espíritu el dictado de conservador. Cuando Primer Magistrado del país hace solemne profesión de fe, no ocultándosele la gravedad o inconveniencia de ella en esos momentos, pero él pospone sus propios intereses a los que le dictan sus creencias, de tal manera que no le basta declarar el hallarse sometido sin restricción alguna a la iglesia de Cristo, sino que llega a esta arriesgadísima conclusión: “en algún caso en que fuere posible un verdadero conflicto entre la sana política y la Religión, optaría por el triunfo de ésta, porque los intereses que defiende y resguarda son infinitamente superiores a los menguados y transitorios del mundo”.

En el Poder, su empeño principal es el de difundir la ilustración. Da apoyo incondicional a la instrucción pública; intenta un ensayo renacentista, y, a su inflijo, las Letras obtienen nueva, magnífica floración.

Se retira con decoro y nobleza de un escenario al que, contra su voluntad, lo empujan obligándole a actuar. Si en visión momentánea el ofuscamiento le acusa por fallas no cometidas, el veredicto histórico—además del que en 1897, dicta el Tribunal competente de Justicia—le absuelve por completo. Su nombre asoma limpio de toda mácula, enmendado ya por el error en que se lo quiso envolver, pues la Verdad, como él lo dijo, se abre camino “o en la tarde de la vida o en la noche de la muerte”.

El gran poeta

I

Faz característica de la labor de CORDERO, aunque no principal, se halla en la forma primera en que tradujo el empeño y acometividades de la edad moza. Como casi todos los escritores de Cuenca, vela sus armas en el templo del periodismo, y así se lo ve iniciarse en “El Popular”, donde junto a la noticia regional va el comentario de actualidad, en que el desacuerdo de ideas y opiniones se lo vela, contra la costumbre de la época, con suaves eufemismos. Derrumbado en olvido todo ese afán cotidiano, logra perdurar sin embargo el sabor de regocijo mezclado entonces: la chispeante vena poética escapada en el pasajero hervor.

De sus campañas contra “El Espectador”, periódico dirigido por el Dr, Manuel León Fajardo, se ha forjado una leyenda en que se le ve a CORDERO armado de hierro de Arquíloco de Paros para castigo y eterno oscurecimiento de un Licambo de aldea. En realidad, acepta como misión ineludible la de extirpar verrugas y cánceres sociales; asienta la mano, pero a lo mejor le conmueven blanduras compasivas; araña con escarceo que incita a la sonrisa, mas no quema con la aguja caldeada para el tatuaje.

Sus versos son traviesos ratoncillos que desvelan; no los tres zorros con las colas incendiadas, que dijo Goethe cuando con Séller lanza los terribles dísticos de “La batalla de los Xenios”. La fusta de CORDERO produce escozores inofensivos; nunca, que yo sepa, la cuajó en sangre.

Aquí, no halla rival hasta hoy como poeta satírico. La agudeza del concepto es de una precisión de flecha lanzada con mano diestra, y lo sutil del ingenio se desborda como el agua bulliciosa de la fuente que rompe sus barreras de musgo. Aunque no siempre hay suavidad en el tono y a veces se busca de intento con marcada delectación el aspecto grotesco de las cosas, el epigrama surge del jardín de sus preferencias con la soltura de la abeja trigueña que sale del pintoresco colmenar.

II

Lírico, la magnífica cauda de su inspiración halló la cumbre por dos veces, sin dejar por eso de alzarse siempre a considerable altura.

Invitado al canto por entrañable amor a la Patria, pospuesta por un aeda panegirista de la raza latina, pulsa el plectro proponiéndose enmendar o suplir aquello que en el argentino está, para su modo de ver, falseado o en olvido. En “Aplausos y quejas”el bruñido mármol de las estrofas se corona con el ave arrogante de la inspiración: tal aquel cóndor que en los pórticos del poema “arranca de la roca solitaria a los mares del sur del firmamento”. Si en el plan se sigue la norma y pauta del otro, en la maestría de la ejecución supera CORDERO a Olegario Andrade, que en el verso fue descuidado y lánguido. No hay la grandilocuencia arrebatadora, ni la exuberancia tropical y salvaje de “La Atlántida”; por el contrario, luce la sobriedad de la línea clásica, la justeza de la trabazón, y, aunque lo imaginativo no juega rol agitado el conjunto resulta suntuoso y admirable.

Crujen las espaldas del genio del dolor en su”¡Adiós!”expontánea elegía donde el sentir desgarrado el corazón por la lacerante ausencia de la que fue escogido objeto de su amor, prorrumpe en alarido que, si bien sale a ratos de los contornos del arte sobrio, no deja de ser por un momento patético y humano. El ¡ay! de la congoja le brota incontenible, como sangre de honda herida que acaba de abrirse, mas si el acento es recio no por eso se exhala en maldiciones y blasfemias. La nostalgia de las breves, floridas dichas del ayer se le entra como aura sutil en el alma para darle treguas de resignación, que halla alas en la plegaria acerba cuanto consoladora. Vuelve la sensación de calofrío, el soplo trágico vuelve cuando el poeta atormentado por la angustia, enloquecido por la ausencia, habla de pedir su parte en el lecho postrimer de la tumba. Lo íntimo, lo recóndito, el sentimiento que se hace amargura, la vida que se envuelve en la música quejumbrosa del verso, pocas veces hallaron expresión mas sincera y confidencial. Es arrebato lírico, prepotente, que no desmaya en las impetuosidades del vuelo, hacen de esta conmovedora, espléndida elegía una de las mas valiosas joyas antológicas del Parnaso Nacional.

El políglota

CORDERO, puso sello de dominio en los idiomas que quiso adquirir a fin de extender aún mas su ilustración, sólida y como pocas vasta. Pero la lengua autóctona de la región nativa fue la que amó dilectamente, consagrando a su estudio, renovación y perfeccionamiento literario muchas horas de lo mejor de su tiempo. La prueba concluyente de ello está en la labor extremadamente fatigosa en que emprendió, labor de gran mérito, desgraciadamente hasta hoy inédita a pesar de haber obtenido significativos lauros en el extranjero: la de su Diccionario de la lengua quichua.

En este idioma, tan expresivo y melódico, compuso sentidísimas composiciones. En ellas mora la raza vencida con ecos tan lastimeros como éste:

Rimini, llagta, rimini,
may carupi causangapa,
mama quinquiu llagta shina
cuyanguichu runataca.

Que me permito traducir de este modo:

Me voy, me voy, Patria mía,
Tú que a todos das cariño
cual de madre, ¡no eres madre
solamente para el indio!

Y sigue así el infeliz en desgarrador acento:

Alau!......

Pues tienen llanto mis ojos,
gemidos tiene mi voz,
en cruz la manos, de hinojos,
el ser indio lloro a Dios!

En Runacapallaqui, poesía póstuma de CORDERO, se acentúa el sollozo atribulado. Es tanta la desventura que lo acosa, tanta la ignominia que lo persigue y lo abate, que el indio exclama:

¡Shamuylla, shamuylla, huañuy
ahpapi pacahuash churay!
Yoha quishpiririshum chaypi.

Muerte, rompe las cadenas
que nos atan a la suerte.
Vuélvenos- tras de estas penas-
la libertad , con la muerte.

Mas bálsamo refrescante que acaricia las sienes del triste, el consuelo divino se le acerca para hacerle acabar su lamento con notas de resignación y esperanza:

Imatapish runayquihuan….

Mi voluntad se te entrega.
Has lo que quieras, Señor;
tarde es ya: la noche llega
para siervo y opresor.

Mas yo espero ver brillar
la justicia que entreví ,
cuando a Dios oiga exclamar:
“Eres indio, ven amí”….

Merece también especial cita su traducción del Magnificat, incluida en la versión políglota de este cántico obsequiada al Pontífice León XIII.

Del francés vertió varias poesías, entre ellas algunas de Carlos Baudelaire, en que no solo demuestra lo orientado que está en el movimiento contemporáneo universal de las Letras, sino suma habilidad de interpretación al sutil y complicado autor de “Las flores del mal”.

El escritor enciclopédico

Inteligente vulgarizador científico al par que lúcido observador de la naturaleza, deja obras de inmensa utilidad general, que presuponen gran caudal de abnegación para elaborarlas e intenso afán de hacer extensivos sus amplios conocimientos, como quien tiene ya firme columna sobre la cual alzarse, no teme compartir el pan de su gloria ofreciéndolo en dádiva a los que han menester de saborear siquiera los mendrugos de la ciencia.

Corresponden a este propósito tan digno de alabanza y agradecimiento sus obras: Cultivo de las Quinas—Plantas Medicinales—de la Provincia del Azuay y Cañar—excursión a Gualaquiza.—Tratado de Apicultura—Estudios de lingüística americana.—Nociones de Agronomía.—Y muy especialmente sus Apuntaciones botánicas.

No solo el libro, también la prensa la puso a su servicio para desarrollar ese anhelo suyo. No hubo en el Ecuador periódico o revista en que no colaborara, cuando no les tenía propios o fundados por él, en los que entonces hacían labor de lo mas proficua y útil.

Por esto, fúlgida aureola que le ennoblece es la de ser Maestro y guía reconocido de varias generaciones. Las lecciones, la protección que da no se reducen a lo vacío y palabrero, sino que se exteriorizan en el consejo, en actuación, en el apoyo desinteresado, en obras altamente benéficas para el cultivo asiduo de la literatura.

El laurel áureo de su corona de poeta vale tanto como la fresca oliva que su enseñanza derramaba en un hidalgo proceder de mecenismo.

Varón nacido para el señorío en las cumbres. LUIS CORDERO se destaca en ellas para prototipo de su estirpe, para gloria y orgullo de su Patria.


VICTOR MANUEL ALBORNOZ

Quito, Abril 6 de 1929. Publicado en: “La Crónica” 9 de Mayo de 1929

LOS JESUITAS EN EL ECUADOR :

Author: Teodoro Albornoz /


CUENCA

A LA CIUDAD DE CUENCA llegaron los Nuestros en Enero de 1864, habiendo con vivas instancias solicitado su venida principalmente el Ilmo. Sr. Obispo de aquella Diócesis. Así por la mucha población de la Provincia, como por las prendas de sus habitantes, creyó la Compañía que Cuenca sería uno de los lugares donde con mejor éxito para el bien común se pudiese establecer el Noviciado. El Colegio de los antiguos Jesuitas está convertido en Seminario Conciliar; y la iglesia quedó en muy mal estado desde el terremoto de 1858. Por eso nuestros novicios tuvieron que ocupar algunas piezas, que el Sr. Obispo les cedió para su habitación, en la Casa de Ejercicios situada en los arrabales de la Ciudad: tenían allí las ventajas del retiro y la soledad.

La experiencia enseñó á los Superiores que no convenía conservar en ese lugar nuestro Noviciado; y después de bien pensadas las causales que se les ofrecían para trasladarlo á otra parte –nuestra crónica apunta seis buenas razones- se resolvieron á sacar de Cuenca todos los novicios que habían ingresado y perseveraban en aquella provisional Casa de Probación. <>.

En 1869, por empeños é instancias del Sr. Presidente de la República, se fundó para seglares un Colegio de segunda enseñanza unido con el Seminario, como en Quito y Guayaquil, y lo gobernó el R. P. Miguel Franco, hasta que de nuevo se convirtió en Residencia á fines de 1875; y en 1887, por motivos completamente involuntarios por parte de la Compañía, fue preciso que el mismo P. Franco, después de entregar á quienes correspondía las temporalidades que quedaran en uso de los Nuestros, dejase definitivamente dicha Residencia.

Mas no dejó los recuerdos de la ilustrada é interesante sociedad cuencana; sino que hasta el fin de su vida los refrescaba con mucho agrado, principalmente al hacer mención y elogiar las prendas de sus antiguos alumnos. Cuenca, por su parte, tampoco ha regalado al olvido los servicios que en otro tiempo recibiera de los Padres Jesuitas; pruébanlo las simpatías que median entre los actuales Superiores de la Compañía de Jesús y los personajes más dignos de aquella importantísima Ciudad.

Literatos Ecuatorianos.

Author: Teodoro Albornoz /


Rafael Villagómez Borja

Por Víctor M. Albornoz


Es don Rafael Villagómez Borja uno de los personajes quiteños que más activamente toma parte en las luchas políticas desarrolladas en el época de la dominación garciana, destaca su figura no sólo por la decisión y vehemencia con que actúa a favor de los ideales que sustenta, sino por las dotes de ingenio con que señala cada una de las etapas recorridas en su carrera cívica. Gallardo justador en el estado de los derechos ciudadanos, también sabe conquistar puesto en los anales de nuestra, si breve, gloriosa historia de letras.

Con su acrimonia habitual, Don Manuel J. Calle lo califica de esbirro terrorista, sin duda por la perseverante lealtad con que sirve y acompaña a Don Gabriel García Moreno, de quien es uno de las más decididos entusiastas admiradores. Comparte con él las vicisitudes del triunfo y la derrota, y, de cerca o de lejos, su anhelo constante es propender a la mayor exaltación del ídolo. Los enemigos de éste, por ende suyos, sufren las acometidas de su péñola cada vez que la esgrime en actitud de defensa para aquél y de impugnación para éstos: el General José María Urbina, el doctor Antonio Borrero Cortázar, y otras personas de menor significación, prueban la destreza con que logra herir este temible sagitario.

García Moreno sabe justipreciar los méritos de Villagómez Borja, así como dar premio a su adhesión. Lo hace elegir Diputado a la Convención Nacional de 1869, desígnalo para Rector del Colegio de Manabí, cargo que no acepta, lo nombra Gobernador del Azuay, y, como demostración evidente del afecto y confianza que le inspira, lo trae cerca de sí en calidad de Secretario privado.

De su intervención en la memorable Asamblea del 69 no queda mayor huella. El mismo cuida de pintar, con caracteres regocijados, sus graves ocupaciones de esos días: “No hago más que comer la dieta -dice—y estar de Cristo paciente sin hacer nada de provecho, ni para Dios ni para el prójimo, ni para mi bulto….De los Diputados que usted envió a este mundo de cuentos viejos, yo soy el mejor, por la sencilla razón de que no hago nada ni chisto en la Cámara. Yo me paso los días o bostezando en la Cámara o curándome los males en el cuarto y verá que ambas ocupaciones son de gran provecho a la Patria….” (Cartas del 2 y 19 de Junio de 1869, dirigidas a Don Carlos Ordóñez Lazo)

Su personalidad literaria—hoy en olvido casi completo—ha merecido los juicios más contradictorios, deprimentes unos, apologéticos otros. Mientras Calle—crítico de gran valía a no dudarlo—lo cree un viejo inútil y malo, indigno de ser aparejado ni con las más vulgares medianías. Remigio Crespo Toral, -en quién es preciso reconocer que a veces se deja arrastrar por la benevolencia en sus conceptos—lo llama en alguna parte gran escritor, añadiendo que él “antes que Montalvo hizo en nuestra República la prosa artística, con brío, gran movimiento oratorio y forma emocionante”. El elogio se lo colma con las flores del ditirambo cuando Nicanor Aguilar llega a expresar que Villagómez Borja, es considerado como estilista, “cabe perfectamente bien al lado de Juan Valdés y del maestro León”.

Si hemos de manifestar con sinceridad nuestra opinión, ni Calle, ni los otros críticos que acabamos de citar, dictaminan desde el punto ecléctico necesario para juzgar sin apasionamiento. Demasiado cerca tal vez de sucesos y hombres de esta época, su miraje se resiente de interesado, pues que observan a través de un prisma que, según los casos, hace aparecer todo en sentido favorable, o, por el contrario, todo merecedor de fuerte censura. La revisión de valores se impone ahora y en labor tan útil es el tiempo el que mejor depura las reputaciones, mediante quienes pueden alzar voz imparcial y sin prejuicios donde campee únicamente la verdad.

Escasa, bastante escasa es la obra literaria de Villagómez Borja, toda ella sin su firma, acaso por cobardía ingénita a su carácter cuando se lanza a la burla y a la diatriba, o por no dar mayor importancia a lo brotado sólo a impulsos de las efímeras circunstancias del momento. Sin embargo, aunque recurra a la careta del pseudónimo o lance sus dardos desde la encrucijada del anónimo, muy fácil es reconocerlo por su estilo de afectada corrección académica, en que la pedantería del vocablo se retuerce prisionera en la malla del enrevesamiento ideológico.

Humanista de los buenos, es su educación de muy sólidos fundamentos; conoce a perfección los clásicos griegos y latinos y se cuenta de él que una de sus ocupaciones favoritas es la de copiar, capítulo a capítulo, “El Quijote” de Cervantes. Embebido, pues en esas lecturas no hay duda que sabe a qué atenerse respecto a la propiedad o impropiedad de giros y locuciones idiomáticos. Más, esto no quiere decir que sea modelo irrecusable de escritores. La fluidez de estilo no siempre asoma, y, está aleada por cierta fingida elegancia, que no tiene la límpida sencillez de lo espontáneo y que se nota ser buscada, rebuscada. En su afán de verter sal más o menos ática, suele esfumarse en divagaciones estériles que, sacando del asunto tratado, lo llevan más bien a hacer difusa gala de su erudición.

Por otra parte, su licuación escrita se adorna de cualidades apreciables. Frecuentemente acierta con el epíteto y la expresión adecuados, eficientes, con el único término que para ellos existe y que es tan difícil encontrarlo. Sabe redondear los períodos con un ademán que puede ser retórico y enfático, pero que no carece de una gravedad aristocrática imponente y señorial. La arquitectura de la frase es sobremanera vistosa y toda ella se distingue por un ritmo cadencioso, suavemente mantenido, que se adormila en una morosidad musical blanda y delicada.

En nuestro concepto, su estilo no puede parangonarse con el de Montalvo, pues no guarda con el de éste ningún punto de contacto. Carece de la fuerza de la robustez, del vigor característicos en el del egregio ambateño; antes bien es lánguido, unas veces con estudiadas prolongaciones en el sonido armónico y otras cortado, interrumpido a sabiendas, pero siempre tendiendo a darles flexibilidades voluptuosas de danzarina. Aquel es el rugido del mar sacudiendo sus crines al soplo impetuosos de la tormenta; éste, el murmullo placido de la fontana recibiendo el beso trémulo de las brisas sosegadas. La valentía en el ataque, el del mandoble que se da con las manos bien empuñadas el pie firme que se hunde en la arena resuelto a mantenerlo allí hasta el momento postrer de la lucha: todo esto en el soberbio Don Juan. Volviendo la mirada al otro lado, Villagómez Borja no pone la altivez de espíritu a la altura condigna; acecha desde los recodos del camino y sabe causar también la herida mortal, pero no con la gran cuchillada franca del paladín, sino con la saeta envenenada del arquero tímido.

Calle asegura que sólo en dos ocasiones Villagómez Borja blande la pluma del escritor. No es cierto. Ocasionalmente compuso algunos versos fríos, sin alma, sin inspiración, como aquellos dedicados a Don Antonio Borrero cuando contrae matrimonio con la señora Rosa Moscoso, los que pueden ser de corte helénico y dicción castiza, cual se los ha ponderado, pero que bastan para evidenciar que su autor no merece calificativo de poeta. En uno de los periódicos más notables que hasta ahora han visto la luz pública en el Ecuador, aparecen sus primeros artículos de importancia. Allí, en “La República” de Cuenca, el año 1859 (noviembre 21) publica su célebre escrito El General Castilla, donde en tono elocuente y arrebatado trata de vindicar el proceder de García Moreno cuando la ominosa intervención del gobierno peruano en nuestra agitada política interna de esos días. El acento es convincente, pues—desvanecido ya el engaño en que muchos incurrieron, inclusive el propio García Moreno, respecto a los fines de aquella actitud extranjera-,es la voz del patriotismo la que suena en relampagueante protesta contra el invasor, en iracundo anatema para los traidores, para los que fraternicen con el Mariscal de extrañas tierras. El eco de esa palabra repercute con amplitud sonora en todos los corazones ecuatorianos, e influye, indudablemente, en el rumbo y cariz que las cosas toman. Es una de las pocas ocasiones que Villagómez Borja, pone a un lado su pesado atavío oratorio, y con fogosa exaltación, sin recurrir al amaneramiento, halla vibrantes apóstrofes para tocar como con aguja caldeada en fuego la entraña palpitante del sentir ciudadano.

En quito, colabora en “La Estrella de Mayo” (1868), saltando a la palestra siempre en defensa del campeón de sus ideales político—religiosos.

Acompañado por el doctor Vicente Cuesta, dirige en Cuenca “El Porvenir” (1871), publicación que hasta ahora se la lee con gran interés por el material literario que allí se inserta, de valor perdurable fruto de los mejores ingenios azuayos.

Rotos los lazos de la vieja y fraternal amistad que le unían al doctor Antonio Borrero Cortázar, busca la primera oportunidad para atacarlo. Se le presenta le presenta ésta cuando tributa cálido elogios a la personalidad del insigne doctor Benigno Malo (“El Porvenir” N° 41 Cuenca, 1871), siendo así que cuando redactor de “El Centinela” Cuenca 1862, lo censuró de la manera más violenta, trabándose polémica entre ambos diestros contendores, pues Malo hubo de responderle desde su tribuna de “La Prensa”. Para patentizar este cambio y confundirlo en toda forma, Villagómez Borja funda sus periódicos “Flores de Pascua” (Cuenca, abril 17 de 1872), luego, “Flores de Mayo” y, finalmente, “Ventolera de Julio”, en todos los cuales extrema la ruda acometida, llegando hasta el insulto, tamizado, eso sí, con hábiles melifluidades de dicción. Según su decir, con tales escritos está convencido de “barrer la grandeza improvisada” de Borrero, a quien califica de “Aquiles morlaco que, en traje de dueña, está hilando sus hilos” avanzándose luego a hacer consideraciones ofensivas sobre la nobleza que decanta. Como interviene en la discusión don Manuel Vega, declarándose su adversario, también descarga su furia contra él, aunque cuida advertir que lo cree incapaz de haber escrito lo que suscribe, razón por la cual da poca importancia a esa “firma epicena que calumnia, a esa firma híbrida que hiere”.

En la lucha eleccionar de 1874, Villagómez Borja toma parte activa, con el mismo fervor puesto en todo cuanto se relacione con el mayor endiosamiento de García Moreno; y, así, en el Manifiesto de los Conservadores del Azuay, con ardoroso discurrir pondera la necesidad de la reelección presidencial de éste ; pero, arrastrado por sus reflexiones sobre la bondad de los meritos que adornan al Caudillo de su causa, no sólo se place en el encomio apologético del catolicismo; sino que encúmbrase a un bien hollado terreno filosófico en que discute sobre la falsa libertad y el mentido progreso, ideales con los que muchos se alucinan hallando pretexto en ellos para sumarse en la avalancha de las revoluciones siempre perjudiciales a un país.

Merecen cita algunos otros frutos mas de su ingenio, tales como el artículo humorístico “El Chimborazo y el Villonaco” juegan a los trucos, y su sentenciosa y grave necrología. Hiedra y lirios en la humilde huesa de Federico Guerrero; pero la más encomiada de las producciones de Villagómez Borja es su panfleto “Los caballos de Cuaspud”, que, ciertamente, obtiene a su aparición intensa resonancia de una a otra frontera de la nación por la oportunidad de las circunstancias, tal vez por lo virulento de su contenido, más no por lo que se refiere sólo a méritos de arte. Se treta de una publicación destilando saña y odiosidad contra individuos dignos de consideración y respeto, precisamente se se considera su situación de vencidos por las tropas del General Mosquera, cuando la injusta guerra promovida en 1863 contra el Ecuador. Como es sabido, nuestro escaso ejército, arrollado por el contrario hubo de retirarse en derrota; en esto halla motivo Villagómez Borja para prorrumpir en improperios y sarcamos contra la clase militar, a la que ofende burdamente juzgando a que si ella fuera culpable de todos los mayores males: esa llaga—dice—esa llaga sarnosa del militarismo improvisado por el fortuito fiat de las revoluciones intestinas; llaga contagiosa, llaga que corroe, que mata, que consume y aniquila el honor nacional, la independencia, el tesoro público, la tranquilidad del ciudadano, la libertad, el orden, la república, la civilización, la moral, la sociedad toda; llaga pútrida, úlcera, cáncer….Alude luego a los que huyen tras el desastre, y exclama: “Qué habría sido de la República, sin los caballos de Cuaspud? Jinetes? ah!....prescindamos de ellos, porque hay ocasiones en que la patria le sirven mejor los cuadrúpedos que los jinetes; los jamelgos, que ciertos militares; los mulos y los asnos, con mas lealtad, con mas conciencia del deber, que cierto jefes; las yeguas cerriles, que muchísimos comandantes, capitanes y mas orugas del tesoro público….

La ironía, la crueldad de la imprecación, van aumentando como la lava devastadora de un volcán, hasta terminar pidiendo “se reemplace nuestros actuales cuarteles con algunas caballerías, gran secreto para la prosperidad rentística de la República y de sus futuras glorias militares”.

Justa fue la indignación que entre los ofendidos produjo Los Caballos de Cuaspud, y sólo en esos momentos de efervescencia y rencores partidistas puede disculparse a quienes aplaudieron al libelista.

Villagómez Borja más que manejar la sátira moralizadora, el humorismo de buen cuño, en un temible enemigo, hábil en el insulto, la befa, y el escarnio. Por eso, se ve obligado a luchar desde la encrucijada, con el rostro cubierto y ocultándose tras el rosal florido de su dialéctica.

Posee, sí, cualidades que son patrimonio exclusivo de los escritores de fuste. Cierta manera original en que toma los asuntos hace que éstos se revistan de un baño de luz nueva, en que parece el iris multiplicar sus caprichosos juegos de color.

Hiere la atención por el ropaje recamado de caireles y la molicie con que se presenta, aunque no siempre nótase desenvoltura en los movimientos. A veces, también su desenfado logra interesar, aunque pronto se advierte que la masa de la lógica contundente se le cae de las manos. Emplea la expresión fuerte, tampoco rehuye la brutal; pero se conoce en seguida la poca fuerza que reside en el ánimo de quien la lanza. Su disfraz de justador, no le capacita para la lucha en el circo amplio, a pleno sol, sobre el plaustro de los vencedores.

No consigue forjar versos óptimos, pero es indudable que en su alma rebulle la calandria herida del sentimiento o, dándose en él aquel caso—ya anotado en Manpassant—de ser reacio a la poesía cuando quiere verterla en estrofas, pero pródigo de ella en las cláusulas rítmicas de su prosa, cuya gama fluye en continuadas melodías.

El estilo de Villagómez Borja es un estilo sinfónico, orquestal, que arrulla los oídos.
Tiene el arte de la palabra y las frases musicales, pero éste no guarda es mancomunidad íntima que lo hace resaltar, con el arte más precioso del sentido que anima verdaderamente a la expresión cuando ella sienta hondas raíces en la fecunda gestación cerebral. La médula, la sustancia, no responden a la belleza de la exoneración externa. Su labor de orfebrería muestra aúreos cofres de repujadas filigranas; pero en el fondo de tales cofres no resplandece la joya maravillosa de pensamiento que perdura, de la idea que cae en el surco de la eternidad.

VICTOR MANUEL ALBORNOZ

“La Crónica” Quito, Julio de 1929.