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CANCIONES DE CUNA

Author: Teodoro Albornoz /


La llovizna de los páramos andinos que cae como llanto sobre el pajonal y lo tapiza de lágrimas, parece ser la misma que se asoma –hecha canción de arrullo—a los labios de las madres azuayas cuando cunean a sus niños.

El ¡arrorró! brota arropado de melancolía, como enseñando desde el amanecer de la vida que ésta es cadena de dolores, mientras mas cruentos mayormente en coyuntura para ennoblecerla: ¡filosofía espontánea, no aprendida en los libros, antes macerada dentro de los corazones forjados a golpe de sacrificio y abnegación!

La música querellosa halaga al recién nacido; le sirve de leche espiritual para amamantar mejor su innata predisposición al sentimiento listo a trocarse en suspiro o sollozo.

No importa que afuera el viento ruja o la lluvia se desate, pues donde la madre asecha con ojos de perenne vigilia para el hijo, no han de faltar calor ni abrigo, bendición ni consuelo.

La cuna se balancea en compás lento, mecida, mas que por la mano cuidadosa, por el corazón que la guía avasallándose al mandato del cariño. Pese a la porfía del vaivén placentero, cualquier leve rumor provoca la impaciencia del niño que, entre dormido y despierto, amenaza prorrumpir en llanto; mas, a los primeros débiles preludios, se sorprende, calla y sonríe escuchando la voz melodiosa que invade sus oídos, insinuante y acalmadora:

Duérmete, mi vida;
duérmete ¡por Dios!
que los angelitos
ya vienen por vos.

Duérmete, mi niño,
que tengo que hacer:
lavar tus pañales,
sentarme a coser.

Ante el engaño del aparente sosiego, la armonía se diluye en silencio. Entonces, el picaruelo entreabre los ojos en demanda de que lo sigan entreteniendo, balbucea un quejido y obliga a que la rítmica tonada le llegue otra vez:


--Señora Santa Ana,
por qué llora el Niño?
Por una manzana
que se le ha perdido.



--Vamos a mi casa,
yo le daré dos:
una para el Niño
y otra para vos.

Y así, con insistencia, el acento monótono, repetido adrede para urgir al sueño, cumple su misión conqueridora, y el nene se adormila bajo el sortilegio de esas endechas de amor.

No hay ternura comparable a la de la mujer que santifica el vientre con el divino regalo de la maternidad!

Pero no todos los niños tienen cuna, lecho suave para el reposo, cobertor que los proteja del frío.

A éstos, a los que apenas alumbra el candil de la pobreza, no les invita al sueño no siquiera la música triste de una canción ingenua. Ellos se curvan sobre las espaldas flacas y lacradas sobre las que los amarran -¡una carga mas sobre la dura carga de la vida! –mientras quien les dio el ser se afana en concluir la labor que ha de proporcionarle unos pocos centavos con que comprar aquello que sustituya a la leche que no brota de sus pechos exhaustos!

A las primeras luces del alba, bajo el sol de las canículas, a la medrosidad de la media noche, a todas horas, ella ¡la obrera incansable! se contrae a tejer el humilde sombrero de paja toquilla, que después compra el CAÑAMAZO rico, sin saber la tragedia oculta en cada una de esas hebras urdidas por el hambre, el dolor y la fatiga.

El hambre, el dolor y la fatiga borran todo amago de cadencia en sus labios. La canción de cuna del niño proletario no es sino el expectorar tuberculoso de la madre que se agobia en el trabajo, y tose, tose, extenuada, desfallecida, casi agonizante.

Y esa trágica canción hecha de esputos de sangre, arrulla al niños desvalido que se aduerme plácidamente, feliz de oírla, ignorando que ella brota de una boca ya mordida por la muerte……………


VICTOR MANUEL ALBORNOZ

“El Mercurio” 1935

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