Aureoló siempre a Cuenca el prestigio bien fundado de ser ciudad doctoral y universitaria, en el honroso sentido de sede intelectual.
Si al Coloniaje nos referimos, le dan merecida prez: sutiles teólogos, como Narváez y los Abad de Cepeda; oradores de singular elocuencia, como Francisco Patiño; militares de relevantes dotes, como el General Ignacio de Escandón; poetas y escritores, como Nicolás Crespo, Luis Andrade, Pedro Berroeta.
Después, constituidos ya en nación, nuestra República de las Letras, al hacerse rica y próspera, consolidad su renombre, contribuyendo a ello personajes de indiscutible valía: polígrafos de la talla de Fray Vicente Solano, Luis Cordero y Remigio Crespo Toral; periodistas de pluma fúlgida, como Federico Proaño, Víctor León Vivar; Manuel J. Calle y Nicanor Aguilar; publicistas de impoluto y acendrado civismo, como Benigno Malo, Pío Bravo, Mariano Cueva, Antonio Borrero Cortázar, José Rafael Arízaga, los Rodríguez Parra y Gonzalo S. Córdova; educadores de vastos conocimientos, como Tomás Rendón, Cornelio Crespo Toral, Francisco de Paula Correa, y Miguel Febres Cordero; tribunos de victoriosa elocuencia: como Juan Bautista Vázquez, Emilio Arévalo, Julio Matovelle, Rafael María Arízaga, y Luis Cordero Dávila; eruditos de admirable penetración; como Octavio Cordero Palacios, Honorato Vázquez, Jesús Arriaga, y Alberto Muñoz Vernaza; poetas de lira armoniosa, como Miguel Moreno, Gonzalo Cordero Dávila, Aurelia de Romero León, Alfonso Moreno Mora y tantos otros.
Pero Cuenca no solo fue mansión para adoratorio de deidades líricas y deleitoso solaz de los que hallan refugio espiritual en las embrujadas cárceles del libro. El arte floreció en todos sus aspectos; y también músicos y pintores, orfebres y escultores forman una legión que es legítimo orgullo de la Casa azuaya: desde Nivicela, en que la raza indígena gime en el ritornelo adolorido del yaraví, hasta José María Rodríguez y Amadeo Pauta, donde la nota criolla repercute siempre con emocionante vibración sentimental; desde el casi legendario Gaspar de Sangurima, asombroso por lo múltiple de sus aptitudes, hasta José Miguel Vélez, en cuyo mago cincel se juntan la fuerza y la gracia para tallar el mármol o el nogal a fin de darle vida perdurable.
Tal como el cuencano es sensible medularmente a todo el dulce influjo de la belleza, lleva igual anhelo de primacía a las mas nobles manifestaciones del patriotismo, en cuyas gestas de gloria asoma en magnífica apostura heroica: ya es La Mar en Junín o Abdón Calderón en Pichincha, ya Alejandro Vargas Machuca interviniendo en “El Quiteño Libre” o Antonio Vega Muñoz arrastrando tras de sí a las muchedumbres que lo proclaman por caudillo.
Nuestra ingénita pujanza se muestra también en el batallar cotidiano, que se traduce en bien para la Patria y en holgura para el hogar. Sin que tampoco falten los apóstoles; pues si a lo lejos vemos erguirse a Don Benigno Malo implantando la mejora inapreciable de espléndidos telares, así mismo creemos ver todavía, agrandada por el recuerdo, la figura de Don Roberto Crespo Toral dando una clarinada de mejoramiento al instalar la primera máquina eléctrica.
En los actuales momentos, Cuenca mantiene con gallardía el viejo predominio conquistado en los campos de la celebridad. Valores indiscutibles en diversas actividades intelectuales han tomado sobre sí la difícil tarea de acrecentar la nombradía recibida en herencia. Y una brillante juventud, estudiosa y disciplinada, está ya demostrando que muy pronto habrá de ornarse con los laureles del triunfo.
Pero Cuenca no es únicamente la ciudad soñadora y romántica que algunos imaginan. Es también la ciudad trabajadora por excelencia, donde las industrias modernas encuentran amplia cabida, secundadas en todo por circunstancias favorables, tales como su hidrografía, la naturaleza del terreno, la riqueza del subsuelo, etcétera.
Tal vez como en ninguna parte del Ecuador, esta región constituye una gran usina humana: aquí, hombres y mujeres, adolescentes y niños saben de la fatiga que vence a la miseria, ya que puede decirse que no hay una sola mano que no esté encalleciéndose en la labor diaria, que no solo reside en el taller, sino que se prolonga hasta el hogar. El sombrero de paja toquilla es el arma humilde, pero santa, con que se vence el dolor de todos los días, para que haya lumbre en el fogón y alegría en los corazones.
Así hemos vivido, así seguimos viviendo, honrada y afanosamente, al yantar de nuestro propio esfuerzo, al beber de nuestro propio sudor.
Encerrados hasta ayer en un lugar casi paradisíaco, pero al mismo tiempo casi inaccesible para los extraños, por lo largo y fragoso de los caminos cortado en lo alto de las cumbres y al borde de las cimas con que los Andes nos resguardan, permanecíamos desconocidos hasta por los comprovincianos del Litoral y del resto de la Sierra. Sin que se sepa bien lo que somos, sin que se conozca lo que podemos.
Mas, hoy, Cuenca, hospitalaria siempre, muestra franca la entrada y sin obstáculos para llegar a ella. Sentimos ya los hálitos de todos los horizontes, nos hemos unido al resto del mundo, queremos que por las arterias de la carretera y el ferrocarril, así como por la pista azul de los espacios en que señorea el avión, nos llegue en borbotón la sangra vivificadora del progreso, tanto mas deseado a medida que sentimos su impulso transformador.
Deseamos conocer a los otros y que se nos conozca a nosotros. Porque Cuenca y el Azuay todo brindan ancho campo para el interés del viajero. El científico puede hallar aquí campos inexplorados para la investigación, así como ruinas y entierros prehistóricos de valor innegable; el intelectual, centros de cultura, propicio al estudio y a los afanes del erudito; todos cuantos busquen empresas que acometer encontrarán mina de oro, plata, hierro, hidrocarburos, mármoles, etcétera, y tantos negocios que aún requieren desarrollo, y tantas industrias que todavía falta implantar, y tantas maneras de dar colocación productiva a los capitales. Y, a esto, hay que añadir las excelencias del clima y las hermosuras del paisaje circundante.
Cuenca –la ciudad que estudia y piensa, la ciudad que suda y trabaja—es también la ciudad de corazón bueno y alma cariñosa, que franquea las puertas de par en par para toda noble iniciativa, para todo anhelo honrado, para todo esfuerzo en bien de la Patria y de la Humanidad.
VICTOR MANUEL ALBORNOZ.
Si al Coloniaje nos referimos, le dan merecida prez: sutiles teólogos, como Narváez y los Abad de Cepeda; oradores de singular elocuencia, como Francisco Patiño; militares de relevantes dotes, como el General Ignacio de Escandón; poetas y escritores, como Nicolás Crespo, Luis Andrade, Pedro Berroeta.
Después, constituidos ya en nación, nuestra República de las Letras, al hacerse rica y próspera, consolidad su renombre, contribuyendo a ello personajes de indiscutible valía: polígrafos de la talla de Fray Vicente Solano, Luis Cordero y Remigio Crespo Toral; periodistas de pluma fúlgida, como Federico Proaño, Víctor León Vivar; Manuel J. Calle y Nicanor Aguilar; publicistas de impoluto y acendrado civismo, como Benigno Malo, Pío Bravo, Mariano Cueva, Antonio Borrero Cortázar, José Rafael Arízaga, los Rodríguez Parra y Gonzalo S. Córdova; educadores de vastos conocimientos, como Tomás Rendón, Cornelio Crespo Toral, Francisco de Paula Correa, y Miguel Febres Cordero; tribunos de victoriosa elocuencia: como Juan Bautista Vázquez, Emilio Arévalo, Julio Matovelle, Rafael María Arízaga, y Luis Cordero Dávila; eruditos de admirable penetración; como Octavio Cordero Palacios, Honorato Vázquez, Jesús Arriaga, y Alberto Muñoz Vernaza; poetas de lira armoniosa, como Miguel Moreno, Gonzalo Cordero Dávila, Aurelia de Romero León, Alfonso Moreno Mora y tantos otros.
Pero Cuenca no solo fue mansión para adoratorio de deidades líricas y deleitoso solaz de los que hallan refugio espiritual en las embrujadas cárceles del libro. El arte floreció en todos sus aspectos; y también músicos y pintores, orfebres y escultores forman una legión que es legítimo orgullo de la Casa azuaya: desde Nivicela, en que la raza indígena gime en el ritornelo adolorido del yaraví, hasta José María Rodríguez y Amadeo Pauta, donde la nota criolla repercute siempre con emocionante vibración sentimental; desde el casi legendario Gaspar de Sangurima, asombroso por lo múltiple de sus aptitudes, hasta José Miguel Vélez, en cuyo mago cincel se juntan la fuerza y la gracia para tallar el mármol o el nogal a fin de darle vida perdurable.
Tal como el cuencano es sensible medularmente a todo el dulce influjo de la belleza, lleva igual anhelo de primacía a las mas nobles manifestaciones del patriotismo, en cuyas gestas de gloria asoma en magnífica apostura heroica: ya es La Mar en Junín o Abdón Calderón en Pichincha, ya Alejandro Vargas Machuca interviniendo en “El Quiteño Libre” o Antonio Vega Muñoz arrastrando tras de sí a las muchedumbres que lo proclaman por caudillo.
Nuestra ingénita pujanza se muestra también en el batallar cotidiano, que se traduce en bien para la Patria y en holgura para el hogar. Sin que tampoco falten los apóstoles; pues si a lo lejos vemos erguirse a Don Benigno Malo implantando la mejora inapreciable de espléndidos telares, así mismo creemos ver todavía, agrandada por el recuerdo, la figura de Don Roberto Crespo Toral dando una clarinada de mejoramiento al instalar la primera máquina eléctrica.
En los actuales momentos, Cuenca mantiene con gallardía el viejo predominio conquistado en los campos de la celebridad. Valores indiscutibles en diversas actividades intelectuales han tomado sobre sí la difícil tarea de acrecentar la nombradía recibida en herencia. Y una brillante juventud, estudiosa y disciplinada, está ya demostrando que muy pronto habrá de ornarse con los laureles del triunfo.
Pero Cuenca no es únicamente la ciudad soñadora y romántica que algunos imaginan. Es también la ciudad trabajadora por excelencia, donde las industrias modernas encuentran amplia cabida, secundadas en todo por circunstancias favorables, tales como su hidrografía, la naturaleza del terreno, la riqueza del subsuelo, etcétera.
Tal vez como en ninguna parte del Ecuador, esta región constituye una gran usina humana: aquí, hombres y mujeres, adolescentes y niños saben de la fatiga que vence a la miseria, ya que puede decirse que no hay una sola mano que no esté encalleciéndose en la labor diaria, que no solo reside en el taller, sino que se prolonga hasta el hogar. El sombrero de paja toquilla es el arma humilde, pero santa, con que se vence el dolor de todos los días, para que haya lumbre en el fogón y alegría en los corazones.
Así hemos vivido, así seguimos viviendo, honrada y afanosamente, al yantar de nuestro propio esfuerzo, al beber de nuestro propio sudor.
Encerrados hasta ayer en un lugar casi paradisíaco, pero al mismo tiempo casi inaccesible para los extraños, por lo largo y fragoso de los caminos cortado en lo alto de las cumbres y al borde de las cimas con que los Andes nos resguardan, permanecíamos desconocidos hasta por los comprovincianos del Litoral y del resto de la Sierra. Sin que se sepa bien lo que somos, sin que se conozca lo que podemos.
Mas, hoy, Cuenca, hospitalaria siempre, muestra franca la entrada y sin obstáculos para llegar a ella. Sentimos ya los hálitos de todos los horizontes, nos hemos unido al resto del mundo, queremos que por las arterias de la carretera y el ferrocarril, así como por la pista azul de los espacios en que señorea el avión, nos llegue en borbotón la sangra vivificadora del progreso, tanto mas deseado a medida que sentimos su impulso transformador.
Deseamos conocer a los otros y que se nos conozca a nosotros. Porque Cuenca y el Azuay todo brindan ancho campo para el interés del viajero. El científico puede hallar aquí campos inexplorados para la investigación, así como ruinas y entierros prehistóricos de valor innegable; el intelectual, centros de cultura, propicio al estudio y a los afanes del erudito; todos cuantos busquen empresas que acometer encontrarán mina de oro, plata, hierro, hidrocarburos, mármoles, etcétera, y tantos negocios que aún requieren desarrollo, y tantas industrias que todavía falta implantar, y tantas maneras de dar colocación productiva a los capitales. Y, a esto, hay que añadir las excelencias del clima y las hermosuras del paisaje circundante.
Cuenca –la ciudad que estudia y piensa, la ciudad que suda y trabaja—es también la ciudad de corazón bueno y alma cariñosa, que franquea las puertas de par en par para toda noble iniciativa, para todo anhelo honrado, para todo esfuerzo en bien de la Patria y de la Humanidad.
VICTOR MANUEL ALBORNOZ.
0 comentarios:
Publicar un comentario