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EL CORONEL LUIS VARGAS TORRES

Author: Teodoro Albornoz /

Muchas páginas de sangre se han escrito en las contiendas civiles que con tanta frecuencia desgarraron el seno de la Patria. Aquí y allá, en todo el territorio ecuatoriano, siguiendo a este o a aquel caudillo, defendiendo o atacando una u otra causa, en esta asonada, en cada revolución, por encima de odios y rencores a veces mezquinos, hubo la floración dignificante de los héroes y los mártires. Cumplida su misión, casi todos ellos fueron tragados por la obscuridad, cubiertos por el olvido – esa “segunda mortaja de los muertos”- y arrullados por la canción si voz del desconocimiento. Los campos de Miñarica, Galte, Gatazo, El Cebollar y cien más muestran en montón los huesos de ignotos valientes, y en las mismas calles de Quito, Guayaquil, Cuenca y tantos otros lugares de la República parecen todavía vagar los manes de quienes lucharon y sucumbieron un día en defensa de su ideal.
Sólo cuando el heroísmo fue excepcional y lo hicieron resaltar circunstancias favorables especiales, sólo entonces logró perpetuar el recuerdo de quienes supieron distinguirse entre los demás hasta atraer preferente atención. De cada una de nuestras guerras civiles – no todas ellas estériles, pues que algunas dejaron gérmenes fecundos para la siembra de la libertad o la consolidación de ideas nobles y generosas-, de cada una podría citarse, con alabanza, gallardos exponentes de entereza y de valor.
Entre esos varones de actuación sobresaliente que blandieron la espada de la insurgencia con fe y lealtad a sus principios se destaca la figura arrogante del Coronel Luis Vargas Torres, cuya biografía acaba de presentar a la consideración pública el distinguido historiógrafo e internacionalista Don Jorge Pérez Concha. Se trata de una segunda edición, editada con irreprochable elegancia por el Núcleo del Guayas de la Casa de la Cultura Ecuatoriana; pero de tal modo ha sido ampliada que bien puede considerarse como una nueva obra.
La vida de Vargas Torres, breve en cuanto al tiempo, pues apenas alcanza a los treinta y dos años, de los que sólo cinco son de actuación pública, sin embargo está llena de incidencias que han merecido ser recogidas por la posteridad. Dedicado tranquilamente a transacciones comerciales que le fueron prósperas, de improviso siente en su pecho nacer la indignación desde que el General Ignacio de Veintemilla se declara dictador. Esas ansias de lucha a favor de las patrias libertades la mantiene irreductible hasta que el citado militar cae del solio y luego la acrecienta con pertinacia durante la administración de Caamaño, sacrificando en aras de su credo su juventud y sus energías, su fortuna personal y finalmente su misma existencia. Pocas veces puede darse el caso de una convicción así, sin titubeos, sin vacilaciones ni en lo material ni en lo espiritual.
Pérez Concha describe atinadamente la trayectoria de esa vida, haciéndolo con parquedad de epítetos, dejando que las acciones del protagonista de su obra sean las que le den relieve y no el atuendo de que pudiera rodearlo el escritor por poco que en ello se empeñara, pues que la persona biografiada es, de por sí, atrayente y simpática, como son siempre los héroes y los mártires.
Desentraña los acontecimientos políticos de esa época, juzga a los personajes descollantes en ella dentro de las dos fuerzas de choque – radicales y conservadores- y presenta con toques a veces rápidos pero siempre seguros a los hombres representativos de entonces: principalmente a Don Eloy Alfaro, el impulsor de las rebeldías de esas horas, y luego de un lado, a Emilio Estrada, Federico Proaño, Nicolás Infante… y del otro a Caamaño, Sagasti, el General Salazar, etc. argumento, más que el comentario.
Más que él emplea Pérez Concha la exhibición de documentos, trayéndolos en abundancia. Reproduce el DIARIO DE LA CAMPAÑA DE ALFARO por Vargas Torres, tomándolo de la rarísima edición publicada en Guayaquil en 1885; da a conocer fragmentos del Acta del Consejo de Guerra que condenó a muerte a Vargas Torres y de la del Consejo de Estado en que se trató de saber si era legal la aplicación de esa pena; y en facsímiles muy bien ejecutados presenta varios documentos de importancia, entre los cuales consta la conmovedora carta de despedida dirigida por el héroe a su señora madre.

Respecto a la muerte de Vargas Torres, Pérez Concha copia algunos testimonios de individuos que presenciaron la triste escena. Entre ellos figura el de Manuel J. Calle en un artículo de mucho colorido y diestramente trazado con todo lo que salió de su pluma, cuando ésta ya adquirió de todo su brillantez. Al ocurrir el fusilamiento de Vargas Torres, Calle contaba veintidós años de edad y fue tal la impresión que le causó el trágico hecho que de inmediato vertió sus sentimientos en el molde rítmico del verso – su manera preferida, entonces, para vaciar lo que rebosaba en su alma. En forma ingenua, que se acomoda a los gustos de la época y en la que se advierte que aún no se había apagado en él la fe religiosa, Calle prorrumpe en las estrofas que van a continuación y que quiero reproducirlas ahora, al cabo de más de medio siglo, pues Pérez Concha no ha querido hacerlo acaso por no tratarse de una composición de grandes méritos; pero todo lo de Calle merece ser conocido, así sean estos sencillos brotes de su juvenil ingenio:

Domingo de cinco panes,
muerto fue Luis Vargas Torres:
cinco balazos al pecho,
bajo el arco de la plaza.

Le venció el Coronel Vega
en la batalla de Loja
y acá lo trajo amarrado
con otros seis prisioneros.

Le leyeron la sentencia
y después lo fusilaron:
viendo matar a su jefe
los compañeros lloraron.

Dicen que la culpa tiene
Caamaño, ojo de níkel:
así sería de ser
en esta pobre República.

Lo peor de todo fue
que murió sin confesión,
por más que le suplicaba
el buen Obispo León.

Toda la ciudad lloraba
por Vargas, que fue valiente.
Tras el panteón lo enterraron
sin hacer caso del alma.

Domingo de cinco panes,
muerto fue Luis Vargas Torres:
cinco balazos al pecho,
bajo el arco de la plaza.

Los versos que anteceden – fruto primerizo de rebeldía en su autor y muestra de la tenaz oposición al gobierno de Caamaño- son al mismo tiempo prueba inequívoca del pesar que produjo en Cuenca la muerte del valiente adalid. Hubo, como hay en toda lucha política en que se extrema el rigor, quienes cumpliendo con el cargo que desempeñaban acataron sin réplica órdenes administrativas contra el prisionero, y hubo también quienes por simple espíritu de esbirrismo extremaron su crueldad contra él; pero esos fueron la excepción, compuesta por pocos adscriptos al régimen imperante. El resto, es decir, la casi totalidad de la población, lamentó profundamente lo acaecido. No sólo fue el elemento culto de las altas clases sociales, sino que la intensidad de la pena penetró en lo íntimo de todas las capas sociales y acaso con mayor hondura en las que conocen de más cerca el dolor, esto es, las del proletario, las del obrero, las de la gleba, en fin.

Recuerdo a este propósito unas estrofas genuinamente populares con las que el pueblo lamentó la muerte de Vargas Torres. Me las trasmitió el Rdmo. Sr. Arcediano Dr. Nicanor Aguilar, quien, en junta de su condiscípulo Manuel J. Calle, fue también uno de los testigos del terrible suceso:

(Domingo de cinco panes,) etc.

Estos versos, tan desaliñados como espontáneos, obra del pueblo al fin, que si ignora de letras no carece de alma para expresar sus sentimientos, se generalizaron tanto, que por todas partes se los oía cantar al ritmo de una música melancólica que el Sr. Dr. Aguilar la recordaba todavía en los años de su respetable ancianidad.

Toda la sociedad cuencana prestó sus atenciones al gallardo paladín mientras éste estuvo en prisión y ello sucedió aún con los que pertenecían al elemento oficial, comenzando por los jefes y prolongándose hasta el último soldado. Fue el Dr. Manuel Montesinos quien le preparó a Vargas Torres la fuga que éste rechazara en un rasgo de nobleza, tan propio de su carácter.

El fusilamiento de Vargas Torres, así hubiera estado dentro de las fórmulas legales, no hay duda que es una mancha oprobiosa para el régimen que lo realizó. Pero esa mancha no tiene por qué contaminar a Cuenca, en donde ejucutóse el acto únicamente porque las circunstancias así lo dispusieron. Sean quienes fueren las autoridades militares que recibieron órdenes expresas para llevar a cabo la ejecución, a ellos no alcanza esa fea tizne, que debe signar tan sólo la frente del verdadero autor.
En mi concepto, hay un culpable único, y este es el Presidente Don José María Plácido Caamaño. Pérez Concha dice con razón: “si el crimen del 20 de Marzo de 1887 tuvo mucho de político, más, mucho más, tuvo de personal y rencoroso”. Vargas Torres, que no sólo sabía manejar la espada, sino la pluma cuando era menester, había atacado con su acostumbrada valentía los desafueros del régimen, acusándole de “falta de dignidad y de honradez”. Esto le perdió ante el raquitismo mental del gobernante, y desde entonces la venganza lo persiguió, esperando ocasión propicia para asestarle el golpe mortal. La oportunidad se presentó, y la sentencia dada in mente tiempo atrás por Caamaño sólo buscó a los ejecutores de su intención.

El libro de Pérez Concha, al par que relata episodios interesantísimos de la vida republicana, sugiere grandes reflexiones. Su exposición, casi siempre escueta, mesurada, invita a meditar en su contenido histórico. Y la Historia es principalmente para que sirva de enseñanza, a fin de que se repitan los hechos grandes, las acciones magnánimas, los héroes de talla superior; pero asimismo es lección para que se enmienden los errores, para que se sofoquen las ambiciones y, en fin, para que la maldad de los ruines sea siempre aplastada por el imperio justiciero del bien.


VICTOR MANUEL ALBORNOZ

1 comentarios:

Lewis Olian dijo...

Por qué cinco panes?

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