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DE CASA ADENTRO Y FUERA DE ELLA.

Author: Teodoro Albornoz /


En que se niega tener vida propia la literatura azuaya.


Sólo como de rasguño puédese ocupar el rato en desvanecer la idea de los pocos que creen en la existencia de una literatura azuaya, bien definida i que casi pudiera ensillarse en el nombre de escuela.
A tiro de ballesta salta que esta literatura, tan reducidamente regional, mal podría irse a lo subjetivo, que fuera como irse a los cerros de Ubeda; pero aún en lo objetivo habría que calarse lentes de asombrosa potencia óptica para encontrar la rara avis que hubiera holgado más de los maizales del Tomebamba o de los picachos del Cajas, que de los infinitos prados de la libre poesía.
Sin irnos a la puñada, bastaría leer lo que anda en revistas i periódicos (1) formando nuestra historia literaria, para deducir de ellos que los ingenios azuayos tuvieron el acierto de mirar otros horizontes más llenos de luz, poseedores ya de la plenitud del sol. Claro está que, de siempre, al cantar motivos universales lo hicieron con inspiración de aquí; ya que la inspiración i su fruto no son sino el embellecimiento i la revelación de lo visto.
Es de saber que aunque son de maravilla nuestros campos , no lo son todas nuestras cosas; preñadas de rusticidad mal avenida con esta época tan sutilmente aristocrática hasta en sus reconditeces.
Quien intentó hacer literatura de casa adentro, siempre salió fallido i a pique de dar estallido. Dígalo sino Juan Iñiguez Vintimilla que, de aquí a poco, tiende a un criollismo de mala ley. A vueltas de su envidiable talento, hase visto forzado a rastrear vulgaridades indignas de su pluma, avasallada antes al robusto númen de su dueño. Todos sus cuadros son tomados del natural; i esto, entre nosotros, es demérito, i con justicia, porque aquí el númen tiene que poner mucho de poético para que resulte poesía. Nuestra realidad cotidiana es pobre de todas veras: no sabemos sino nacer, pero ¡guay! De nuestra vida y muerte. Cuando copiamos las escenas familiares i prosaicas que nos rodean, tengamos de cierto que nos resultarán versos huérfanos, si, pero huérfanos del quid divinum.
Convénzase el autor del Ultimo monólogo de Safo que agradó más viendo bebiendo, bajo las miradas de Caliope, en el río Parmeso que hoy en las aguas del Capulí que, por puras que sean, no llevan ventaja –así nuestro criterio- a las del Pindo.
I ni línea arriba i ni línea abajo, en este lugar perdónesenos una imagen en fuer de lo gráfica: Tan bellos son los recentales que aquí vemos i tan dignos de églogas como esotros de Virgilio; bella i blanca es la piel i cantársela puede. Pero hete que la aldeana a colgado en la cuerda de cabulla que va de la puerta de la choza a la estaca de más allá, los pantalones de su marido. Bella i blanca es la piel; pero al estarse así, un poco arriba del cerdo que hoza el albañal, i al ser tan sólo unos pantalones en los que fácil fuera que de noche encontraran abrigo las gallinas sin gallinero, se han trocado ¡vive Dios!, en la befa i escarnio de poesía. I bramen literarios pintores de tres al cuarto, plebeyos, sino de sangre, de espíritu.
El regionalismo es bueno cuando el águila encuentra ancho espacio donde abrir las poderosa alas; pero –olvidando por un momento nuestra desmedida fatuidad- confesemos ahidalgadamente, pese al orgulloso, que, sin negar que aquí todos tenemos alas, así reconocemos que ellas no son sino de dos o tres ruiseñores i de unas pocas alondras que, como cegadas, van estrellándose contra los cristales, pero que no ignoran, no, el ímpetu del vuelo: avis nascitur ad volandum. (Job VII).- estamos tan aprisionados entre alcores i es tan grande la confraternidad del silencio de las punas, que, de verdad, a las veces nos olvidamos de quienes somos i que sólo nos debemos a empresas nobles --que así es nuestro ánimo- mas siempre humildes- que así es nuestro escenario. No cabe la enorme farsa de allá en el diminuto teatro de aquí. Aún para representar la vida de D. Quijote nos es menester fabricar Clavileños de madera en décimo o centésimo de tamaño que aquel que, según tradición antigua, fue compuesto por el sabio Merlín.
Al sencillo que crea a pie juntillas haber literatura azuaya puede aplicársele aquel castizo dicho de figurarse tener el sol. Porque, vamos. ¿en qué consiste ello? Insigne torpeza sería inventar tal mote para ponerlo al pie de contados poetas que, de tarde en tarde, se limitaron a nombrar a personas i objetos de esta tierra; de esta tierra que no es más que una porción del alma ecuatoriana que a su vez se encierra, como la de tantas naciones, en el alma de América. ¿Por qué, pues, la necedad de quererla separar de su todo?
Quede asentada la conclusión de que no existe, porque no puede existir, literatura exclusivamente nuestra. I mal sin cauterio posible es el de vivir de prestado: todo debemos a nuestros padres, alimento y traje.
Lejos todavía de cuando, mayores de edad, podamos exclamar: todo es mío, hoy apenas si debemos buscar novia para formar más luego un hogar.

II



EL AMERICANISMO.

Breves momentos asentemos el rancho en el intríngulis de americanismo. Existe él ? esto, como aquello i lo otro, cuestión es de pura sofistería, o mejor de calidad i especialidad de gustos: que nadie logró darnos bebedizo tan eficaz que lograra uniformar opiniones, i es condición nuestra el hacer pasar por incontables destiladeras todo el malabarismo de las palabras.
Sin reparo, es indudable que, con ciertas restricciones, fuera osadía no admitir la existencia de la escuela americanista, rama gallarda e inminente del frondoso árbol de la Literatura
Por desgracia, hoy el americanismo no cuenta sino con escasísimos representantes de pura cepa; i esta malaventura proviene de la no bien meditada tendencia de olvidar el terruño pobre y triste donde abrimos los ojos a la vida, por afanarse en asimilarnos a razas que, tal vez con justicia, nos creen inferiores: Baudelaire declaró que todo lo americano, solamente por el hecho de serlo, está siempre muy por lo debajo de lo francés. I Teodoro de Banville iba más allá al exclamar :<>.
Por ser tan luminoso el sol que incendia nuestros campos, tememos cegar y sólo miramos allende el mar, debiendo <>. (2).
He ahí, como ejemplo, de uno de los más grandes portaliras contemporáneos, el que al decir de Unamuno parece un cisne disecado (3), ese admirable Rubén Darío, a quién debemos todo agradecimiento por sus atinadas innovaciones, pero que – si los padres deben hacerse solidarios de las culpas de los hijos—también es merecedor del más tremendo estigma por haber arrastrado a una juventud al olvido completo de nuestra santa i hermosa i dulce tierra. Pocos han logrado entender a este ingenio, que no es el poeta de América (4) y cuya ruta de Damasco estuvo, precisamente, en no serlo por más que no ha podido prescindir en algunos de sus bellos poemas de la nostalgia de su infancia.
Loable, pues, quien se consagre a restañar las heridas de ingratitud que recibiera la buena madre.
Hay dos figuras, que casi alcanzan dimensiones colosales, destacándose en este empeño: José Santos Chocano i, en su manera última, el que fue su maestro Diaz Mirón; pero muy en especial el autor de Alma América.
Las lágrimas calcinaran las mejillas, si nuestra proverbial frivolidad se detuviera a meditar lo vergonzoso que es el contagio de malatía de la literatura francesa que, por grande y prodigiosa, allá se quede. Contentémonos con el tonel de Diógenes, e imitémosle hasta en eso de beber en las propias manos, no recurriendo al tiesto del afrancesamiento….
De todo esto se deduce que, en la época actual, es raro, tocando con los límites de lo soñado, el americanismo puro; ya que de siempre – sin quererlo i sin necesitarlo--, por costumbre i vicio, vamos a mendigar al extranjero, en prurito de snobismo i exotismo.
No así antes, en que sólo de chiquillos cariñosos i agradecidos, íbamos a visitar a los abuelos latino o griego, sin salir por esto de nuestra legítima casa.
The good old times are gone. (Byron).
Si; los buenos viejos tiempos, que en la copla de Manrique son los mejores, están idos, i de eternidad.
Sólo son recuerdo, obras tan netamente americanas como las Tradiciones de Guatemala de ese gran inspirado Batres Montúfar; los versos que aunque en ajena y muerta lengua son joya nuestra, del P. Landívar que según aseveración de Menéndez Pelayo <<>>; El Arauco domado de Pedro de Oña, que, quitándole lo que haya de quitarle, es cuadro paisajista del pincel maestro; el Gonzalo de Oyón y la Memoria sobre el cultivo del maíz de Julio Arboleda i Gregorio Gutiérrez, los dos mejores bardos colombianos.
Y ¿por qué olvidarse de José María de Heredia, <<>> (5)
Y al tocar este tema, es imperdonable no nombrar al pontífice del género: a Andrés Bello cuya imponderable Silva a la Zona Tórrida, bastaría para probar de sobra que hay una literatura americana, inconfundible con cualesquiera otra, que es privilegio nuestro, i que -- para vergüenza- la estamos dando al olvido a pesar del aislado esfuerzo de algunos, que son los menos.
<> (6): Verdad como un monte. Hoy todo es una Babel: ni nos entienden ni los entendemos.

III

A MODO DE PARENTESIS.

Juan León Mera, gran cerebro y gran acometedor de empresas, intentó en el Ecuador hacer poesía indiana que en él <> (7). Esto era absurdo e imposible según claramente se vio, más que en otra parte, en sus Melodías indígenas, donde no hubo nada del espíritu de un verdadero haravico i si mucho que probaba la inutilidad del empeño.
Lo que debemos querer no es poesía indiana, sino americana, lo cual es muy distinto. Esto lo comprendió i así lo está realizando Chocano, quien a adaptado, por así decirlo, el alma del pasado en el vigoroso cuerpo del presente. No sucedió lo mismo con Mera que quizo dar vida a un muerto ya sepultado i ya podrido.

IV

SOBRE LEYENDAS OLVIDADAS DE REMIGIO ROMERO LEÓN.

Aquí es de detenerse ante el Tabaré de Zorrilla de San Martín, quien declara que su poema es epopeya; cosa igual a la que se le ocurrió a Chateaubriand al publicar Los Mártires, suscitando con este motivo discusiones i aún sarcásticas mofas. De puro sabido, se calla que en América nadie es capaz de escribir epopeyas.
Para Remigio Crespo Toral el Tabaré es hijo de Atala (8) y para el más grande crítico de los últimos tiempos (9) parece inspirado en la leyenda Celiar de Magariños Cervantes. Sea como fuere, es indiscutible su mérito, aunque pudiera ponérsele crecido número de reparos.
En ninguna parte produjo ese libro tal aborto como en Cuenca. Estuvo tan de moda que no hubo quien no vistiera con ropaje semejante. Es de prescindir de narrar cuánto se le imitara. Las piedras arrojadas en las tranquilas aguas de la literatura azuaya las agitaron un tiempo, i luego todo quedó en calma: hasta se a olvidado tal entusiasmo.
Ahora, acaba de aparecer un manojo de poesías, de seguro escritas en ese tiempo, la mayor parte conocidas i que antes de ahora sirvieron para poner de relieve la inteligencia de su dueño, que es nada menos que REMIGIO ROMERO LEÓN, persona que será lo discutida que se quiera pero a quién nadie puede negar uno de los más prominentes puestos en la Literatura ecuatoriana.
LEYENDAS OLVIDADAS es algo de lo bueno de que podemos enorgullecernos. Al hablar así, descartamos de hecho: la Introducción imitada muy directamente del <>; el canto En el Chimborazo que, según confesión de parte, “es extraño a esta colección”; El misionero y la Misa de la montaña que no han debido incluirse; i el Brujo de Tarqui que contiene belleza de subidos quilates pero que, en partes, pertenece a un género no muy avenido con el cultivado en los otros versos.
En cambio, El Capulí, Una Leyenda, Pucac-Urpi i La Princesa de Tumbes son fuente deleitosa de poesía, pueden suponerse las preciosidades que habrán, conociendo el númem privilegiado del autor i no ignorando que todas son historias de amor: unas tan dulces y de tal lindeza, como la que hace brotar de las ramas del árbol racimos de pupilas negras, ojos así trocados para inmortalizar ternuras del corazón; otras trágicas e imponentes como aquella en que el guerrero mata a la amada, antes que verla en brazos ajenos, porque muchas veces herir el corazón es dar la vida.
Verdad que es muy descuidada la versificación, hecha tal vez así de intento para dar mas suavidad y molicie al sentimentalismo que palpita en estas páginas. El romance endecasílabo, demás esta decirlo, es el escogido por Romero. Zorrilla de San Martín lo usó magistralmente, teniendo buen cuidado de hacer, con ese mismo metro, variadas combinaciones para evitar la monotonía. Aquí no se ha hecho tal variación sin duda por no ser precisa. Hay diversidad de opiniones, pero la nuestra es antagónica a la asonancia, muy propia sí para la incoherencia y el balbuceo o para usarla de ocasión, más no para el lirismo con pretensiones de épico. No es de negar que Remigio Crespo sea enemigo de la rima perfecta por creerla imperfecta; eso si aseguraremos que el mismo notable crítico encontró censurable la asonancia de las estrofas de Cantos de Hogar de Mercedes G. de Moscoso.
Esto es lo de menor cuantía i como si dijéramos cazar moscas.
Debemos agradecer a Romero León el que haya roto el silencio en que nos agobiamos. Es hora ya de que nuestros poetas imiten tal ejemplo: Sólo el libro vive. Nuestras composiciones publicadas en revistas i periódicos, no son ya las mismas en el libro. ¿Verdad?: no; pero no es verdad, novia mía, de que gustas más de que te ofrezca un ramillete de flores poniéndoteloen el pecho, antes que te diga: amor, mi jardín está florido, ve, i coge flores para que ornes tus cabellos?


(1) Son tan escasos los libros, que, por el número, ni deben nombrarse. I a esto se añade el que siempre fueron formados de lo que en revistas y periódicos apareció.
(2) Rafael Pombo. Noticias sobre la poesía de Gutiérrez González.
(3) Suiza Reilly. Cien hombres célebres.
(4) José E, Rodó. Introducción a prosas profanas.
(5) E Zerolo. Prólogo a las posías líricas de Heredia.
(6) V. Garcá Calderón. Del Romanticismo al Modernismo.
(7) Antonio Rubio i Lluch.
(8) <>. Estudio sobre el Tabaré.
(9) Menéndez y Pelayo.



“HACIA EL IDEAL” N° XIV Diciembre 1915





De casa adentro, i fuéra de ella.

Tomás Rendón.

PRIMAN LUCEN AXPEXIT XI KALENDAS JANUARII
MDCCCXXVI
DIEU DOMINI OBIIT NONIS JANUANRI
MCMXVI.


Lo conocieron los viejos. Nuestros ojos no alcanzaron a ver sino la sombra de quien fuera ayer. Moría de hambre i de frío. Su casa era pobre i él era triste. Como perro traicionero se le vino la miseria, i sin ladrarle, clavóle el diente, ¡el venenoso diente! Nadie se le acercó. Cuando se vió su cadáver prematuro, una voz gritó atronadora i su eco resonó, con quejido de imploración, en los corazones: grande y sonora es la voz de la soledad i repercute como el trueno, pero es maravilla que el rayo trace estigma de fuego en frente mortal.
El sol se había apagado para él. Sus ojos se cerraron, i la noche los envolvió por años. Los libros fueron sus asesinos en la emboscada del estudio, y los dejaron podrirse de inacción. Amigo sin reconocimiento es el libro: nos trae el odio, nos encariña a la lucha, nos aturde y embriaga; nos deja solos, i el hostelero sin conciencia registra el traje sin dineros, cubierto de polvo de añoranzas, del infeliz viandante. I en la tarde es cruel e impasible; hiela su compañía, su hosquedad abruma.
De llanto le fue a Rendón la camarada de los libros: aumentaron su frio y nole trajeron el pan. Boca hambrienta la suya, no le hartaron las palabras. Plañidera era su voz, reproche resignado.
Vivía de milagro, lastimosamente i con inutilidad. Lo clavaron en la cruz i el olvido lo dejó sin fosa. Su carne la comieron lentamente el habitador de las cuevas i el dueño de alturas, el mochuelo y el buitre; sus huesos se rieron al sol i fueron trono de sarcasmo.
Vana fue su labor. Obra de patriota más que de sabio. Educó con textos escribiéndoles él mismo. Era el hombre de la técnica. Su obra se perderá como la piedra en el profundo. Su academismo irritante fue estéril. Su castillo era de reglas, es decir, sólo armazón; le faltó el gusto, la amenidad y el ornato; levantó firmes maderos, los colocó a trechos convenientes i creyó terminado su trabajo. I no alzó las paredes, i las puertas de su alma no fueron las puertas de su castillo. I como el viento entró de violencia, iracundo y burlón; i como la lluvia cayó cuarenta noches con sus días, los maderos se pudrieron i el jaramago creció en las ruinas. Cosa sin alma no vive, y él fue egoísta i avaro de ideal.
Se fue, i será olvidado. Tan largo como su vida, i más setenta y siete veses, será el olvido de él.
Mejor así. Podrá dormir, i sus ojos se abrirán ebrios de luz. I leerá el inmenso libro de las Eternidades donde la mentira y el engaño, la envidia i el fraude vde seguro no tienen cabida.




En la muerte del glorioso Rubén Darío.

8 de Febrero de 1916.


I


Pasado de moda ese tiempo en que estiló zaherir a Rubén Darío, hoy sería imposible negar que, con su muerte, pierde la poesía castellana a su más alto representante.
Prodigiosa fue la obra de este orfebre. Sus manos de marqués se complacieron en labrar las joyas más inverosímiles. Supremo cultor del arte, afanóse en que su labor no desdijera de su espíritu refinado i de sin par aristocracia.
En todo puso un algo de su alma. Innovó admirablemente no solo la métrica, sino la ideología y el intento poéticos.
Los versos de Darío, según Martínez Sierra, “poseen en el más alto grado este nuevo poder inquietador: son perfectos, son sabios, tienen armonía de línea i de sonido i de perfume i de color; son en su diáfana hermosura maravilla de complejidad, i hacen llorar no pocas veces sin estímulo alguno de sensuales blanduras, únicamente por que son perfectos”.
Rogelio Sánchez decía: “Rubén Darío está repastado en los clásicos….No se puede decir de él en redondo que es un parnasiano, ni un simbolista, ni un romántico, ni un helénico; es sencillamente un gran poeta, i por eso será cada una de esas cosas, y a veces todas ellas a un tiempo, porque a los grandes espíritus conviene esa complejidad”. I añade que “será muy difícil encontrar algo más bello i delicado en toda la poesía hispana del siglo XIX” que la deliciosa Sonatina.
Sabido es que González Blanco escribió con respecto a la Canción de Otoño en Primavera que “es sin disputa la mejor poesía que se ha escrito en lengua castellana desde el siglo XVI”
……………………………….

En vano busqué a la princesa
que estaba triste de esperar.
La vida es dura. Amarga i pesa.
¡Ya no hay princesa que cantar!

Mas a pesar del tiempo terco
mi sed de amor no tiene fin;
con el cabello gris, me acerco
a los rosales del jardín….

Juventud, divino tesoro
ya te vas para no volver….
cuando quiero llorar , no lloro,
i a veces lloro sin querer…,

¡Mas es mía el alba de oro!
Juan Valera lo calificó de “escritor i poeta naturalmente bien dotado i tan egregio”
Refiriéndose a los cuentos de Azul, Gómez Carrillo llegó a asegurar que, al imitarlo, había superado a Catulle Méndez.
Así lo estudiaba Pérez Petit: “Tal es el sello característico de la poesía de Rubén Darío. Nadie como él, hasta ahora ha sabido hermanar la forma griega con la forma moderna. Pero él es el único y solo: no puede tener discípulos ni secuaces. I esto es, precisamente, lo que le hace más grande. Encerrado dentro de si mismo, parece uno de esos errantes y solitarios astros de primera magnitud que cruzan majestosos la imponente inmensidad de los espacios celestes”.
Pero él mismo definió, mejor que nadie, su escuela poética en las Dilucidaciones de “El canto errante”. “No gusto de moldes nuevos ni viejos. Mi verso ha nacido siempre con su cuerpo i su alma, i no le he aplicado ninguna clase de ortopedia….La palabra nace junto a la idea, pues no podemos darnos cuenta de la una sin la otra….El arte no es un conjunto de reglas, sino una armonía de caprichos”.
Si vamos a nosotros, en Cuenca no tuvo ni un mal discípulo Rubén Darío. De este modo se explica el silencio en torno de su muerte. Si hubiera sido una momia venerable o un idiota célebre, no le faltaran siquiera flores de papel.
Bien ha hecho en morirse, porque así nosotros lo hemos recordado más que nunca, con la nostalgia de otras épocas mejores.

II

Grato nos era, en aquellos tiempos de bohemia, ambular por las calles, recitando versos cuando no llenándonos del silencio de la noche.
Lástima que de tanto trasnochar se haya muerto la bohemia: por ella tuvimos talento con el santo egoísmo de la exclusividad, i fuimos felices, a pesar del éter, del ajenjo y el esplín.
La ciudad dormía con sueño apacible como de señora muy de su casa i a quién place madrugar. De lejos en lejos, un farolillo lagrimeaba su mezquindad i se extenuaba más i de pronto moría.
Cuando el surgir del alba, milagro era encontrar –aunque de frecuencia sucedía- dos blancas siluetas femeninas en el balcón de la casa que sabemos. No eran nuestras novias, que de no las diéramos corazón en versos propios; pero esas muchachas románticas i por ende bellas merecían el honor de escuchar magníficas y apropiadas estrofas.
I la voz ronca, dulcificada por el temblor de la emoción, abría alas i volaba.

Alma blanca, más blanca que el lirio;
frente blanca, más blanca que el cirio
que ilumina el altar del Señor,
ya serás por la aurora encendida,
ya serás sonrosada i herida
por el rayo de luz del Amor!

Luego se loaban sus ojos, sus labios, sus manos. La recordábamos el haber querido ser Margarita Gautier; íbamos al país del sol i oíamos en la siesta del trópico a la vieja cigarra ensayando su ronca guitarra senil. Al llegar los heraldos, preferíamos el paje con el lirio, la paloma o el resplandor que ciega los ojos. Después la princesa se ponía triste; por entretenerla placianos divagar sobre el amor con sutiles argumentos; i a la postre manchábamos su corpiño blanco con la más roja rosa que hubo en nuestro jardín.
La ciudad se había despertado. El esquilón de las viejas iglesias llamaba con insistencia. Era la hora de recitar la Letanía de Nuestro Señor Don Quijote, i quijotescamente íbamos al templo, i como no era de salirse sin algún brote de piedad, murmurábamos oraciones:

Manos blancas, lirios pulcros,
loco de tanto ignorar
voy a ponerme a gritar
al borde de los sepulcros:
Señor! Que la fe se muere;
Señor! cura mi dolor.
Miserere! Miserere!:
dame tu mano, Señor!

III

Así te aprendimos a amar, glorioso príncipe de poesía que hoy has hecho viaje a la estrella más radiante de la Eternidad.
Desde que supimos el santo culto de la belleza, pusimos al pie de tu nombre una rosa de devoción i ella esparció aromas junto a mujeres hermosas que de seguro no te entendieron, pero que se regocijaron en gran extremo oyendo la melodía de tu dulce serenata.
I no sólo esto, divino Rubén. Aún en la furtiva cita de la novia, nos dimos manera de decirle suaves frases arrancadas de tus libros ¡I sabes tu lo supremo de ese homenaje, gran sabedor de todo gesto lírico, cuando con las manos en su dueño, perdido el corazón de intensa enfermedad, apenas acierta el labio a balbucear las palabras de propósito firme i de santa esperanza!


VICTOR MANUEL ALBORNOZ.

“Hacia El Ideal” N° XVI Febrero 1916.

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