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CARLOS ALBERTO FLORES

Author: Teodoro Albornoz /

Vivir la vida noble y dignamente es ya por sí solo empresa difícil y que no muchos la realizan; pero lograr que esa existencia ejemplarizadora se prolongue a través del tiempo y por encima de la muerte es cosa ardua, meritoria, rara de conseguirla, privilegio, en fin, reservado tan sola para quien con la claridad del ingenio impónese sobre el olvido, abriéndose paso por la ruta que va hacia lo perenne, hacia lo que perdura en virtud de su excelencia.

Seguir ese camino que sombrea el laurel constituye ambición constante de cuantos trasladan al libro sus íntimas inquietudes espirituales, sus ansias y sus temores, sus esperanzas y sus desengaños, en un proceso casi siempre doloroso, ya que la pluma del literato, mas que rasgar el papel, hiere el alma del que allí se desangra en emoción. Mas, cuan pocos los que colman el propósito, los que ascienden ala región señera de las cumbres! La mayoría queda a las faldas, en los primeros declives del sacro monte, rendidos por la fatiga, derrotados por la impotencia, ya que el negocio de la celebridad –que dijo Remigio Crespo Toral—resulta muy complicado negocio, pues los que en el emprenden generalmente van a la deriva, al garete, a la bancarrota del ideal.

Creedores son, pues, a respeto y admiración los que perpetúan el triunfo alcanzado en vida, prolongándolo en la recordación a que incitan sus méritos, los cuales sobreviven al cuerpo deleznadizo que un día se hundió en la fosa, pero dejando tras sí la huella imborrable del pensamiento que se expande en luz.

Tales reflexiones me han venido a la mente al releer, en estas noches en que la lluvia tamborilea en los tejados, los tres últimos libros en que CARLOS ALBERTO FLORES dejó la esencia de su ser, el licor alquitarado de su sentir: Panoramas, Mirajes, Harmonizaciones, nombres simbólicos, por cierto, ya que ellos significan que el insigne escritor sabía mirarlo todo sin estrecheces de criterio, con amplitud panorámica que otea todos los horizontes para propender a la harmonización, anhelo superior del que se rinde a la gracia y adora a la belleza.

Con énfasis propio del que primero hurga la conciencia para lanzar la opinión, FLORES expresó de uno de los mas logrados frutos de su vendimia cerebral que éste era “ancho de cordialidad, claro de humanismo y acrisolado de buenas intenciones.” Magnífica trilogía, que solo puede llevarla a cabo quien, raciocina con perspicuidad y en plano de dominio intelectual.

Esa franca cordialidad, ese noble humanismo, esa elevada bondad de propósito dominan en toda la labor de CARLOS ALBERTO FLORES; pero a esas cualidades que él confiesa con orgullo, hay que agregar las que calla por modestia, esto es, las que le caracterizan para que su pensamiento brote no solo puro sino con galanura, con ese halo iridiscente que rodea a lo que derrama claridad, esa claridad que enriquece a la gema cuando en el joyelero se destaca por la nitidez de su oriente.

Su amplia obra de publicista tiene la elegancia que da sello de distinción a todo escritor de raza señorial, de encumbrada estirpe mental. Y es que solo en el estilo terso, sencillo a fuerza de diafanidad, pueden engastarse como en oro de buena ley las lucubraciones altas, profundas, que van a la cima de le idea y descienden al hondo abismo de la conciencia humana.

CARLOS ALBERTO FLORES espigó con provecho en la historia, supo utilizar hábilmente las tradiciones patrias y con destreza merecedora de encomio usó acertadamente de su bien adquirida erudición, que sembraba por doquiera amenidad, sabiendo dar, cada vez que ello era necesario, la enseñanza provechosa que por cauces diamantinos se llega al corazón de los lectores para tonificarlo y robustecerlo con el recuerdo de los altos destinos a que siempre debe aspirar.

CARLOS ALBERTO FLORES merece el renombre póstumo: es un triunfador, un ganador afortunado en el negocio de la celebridad. Trabajador infatigable, su cerebro fue yunque, fue telar, fue fragua: allí, la Idea golpeó recio; allí, el Arte bordó maravillas de creación; allí, la Belleza desparramó chispas fúlgidas para quemar espíritus y abrasarlos en su llama inmortal.


VICTOR MANUEL ALBORNOZ

Cuenca, Mayo de 1947.


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