La tizona del Cid se esgrimió no pocas veces en esta tierra heroica.
No ha muerto aquí el ímpetu caballeresco. Alienta aún la nobleza española, la que jamás flaquea ni se rinde cuando en defensa del honor se yergue.
Según lo expresa Alcedo, lo da a entender Velasco y lo confirman escritores del propio suelo, en la época colonial, la espada entre nosotros no era arma sólo para llevarla en el cinto. Las manos estaban prontas a esgrimirla, y la pella que salpicaba una honra se la hacía desaparecer con la punta del acero. Don Quijote también se vino del otro lado de los mares, y aquí se le vio embrazar la adarga, calarse la visera y arremeter, diestro y denodado.
Cuando la lucha fue grande, fueron grandes nuestros héroes, de esos que arrastran tras sí la inmortalidad; por eso, sus nombres destácanse en la historia en forma tal que las generaciones venideras seguirán inclinándose reverentes al anunciado de sus glorias.
De las dos fuentes de que se surte la sangre de nuestra raza nos viene el sedimento heroico que, al menor impulso, surge a flor de sacrificio.
¿Para qué recordar al gran Huayna—Cápac, que en la nativa Tomebamba alzó su mayor palacio, y supo conquistar reinos con la celeridad con que movilizaba sus tropas victoriosas?
En Pichincha muéstrase, sereno, temerario ante el peligro, combatiendo como los héroes legendarios que hallaban nuevas maneras de asombrar a la fama, un gallardo adolescente: Abdón Senén Calderón. Por mandato de Bolívar, por imperativos del amor patriótico que hubimos de consagrarle, Calderón vive en el corazón del pueblo ecuatoriano como dechado que señala los derroteros del deber. En nuestra Iliada de titanes, que dijera Llona de la guerra de emancipación, la figura del Teniente cuencano aparece entre el fragor épico de la lucha, demandando el primer puesto, émulo de los más grandes campeones de la Libertad.
Otra figura tenemos, si discutida no por eso menos grande: nos referimos al General D. José Domingo Lamar, a quién, sobreponiéndose al clamor chauvinista de las masa populares, han sabido hacerle justicia cuatro de los más grandes cerebros con que se honra la República: Olmedo, Rocafuerte, Antonio Borrero Cortázar y Remigio Crespo Toral. Recuérdense los clásicos versos del primero, cuando lo alcanza a divisar en los campos de Ayacucho, apresurando “la tarda rota del protervo bando”; Rocafuerte reconoce en él patriotismo, elevación de sentimientos y la generosidad propia del que sabe ser grande sin esfuerzo y valiente sin ostentación. Lamar es, como lo hace notar D. Antonio Borrero, el único ecuatoriano inmortalizado por el autor del Canto a Junín. De su campaña que remató con la derrota en Tarqui, toca hablar a los historiadores de hoy, ya despojados de los prejuicios del odio y del rencor, y que no se limitarán a repetir los lugares comunes de ayer. Con frases de alto relieve, ha escrito, Crespo Toral: “La campaña de Tarqui significa uno de los primeros movimientos antibolivianos y anticolombianos”. La cuestión territorial aparece secundaria. Lo principal que se adivina, en el fondo del conflicto, es la formación de las nacionalidades que se perseguía entonces. El General Flores, primer presidente del Ecuador, logró lo que no pudo el desgraciado Lamar----Júzguese, pues, con más serenidad acerca de las responsabilidades de 1828 a 1830. Lla balanza de Astrea a de equilibrarse al correr del tiempo, juez inalterable único, y estamos convencidos de que, entonces, destacará con aureola de luz la noble figura del más grande General ecuatoriano.
Debemos tener el culto de nuestros héroes; que en ese culto se engendrarán los nuevos adalides de las nuevas hazañas.
Nos sentimos capaces de lo grande, y es por eso que donde hubo acción noble que ejecutar, derecho que defender, allí estuvo siempre el heroísmo cuencano.
VICTOR M. ALBORNOZNo ha muerto aquí el ímpetu caballeresco. Alienta aún la nobleza española, la que jamás flaquea ni se rinde cuando en defensa del honor se yergue.
Según lo expresa Alcedo, lo da a entender Velasco y lo confirman escritores del propio suelo, en la época colonial, la espada entre nosotros no era arma sólo para llevarla en el cinto. Las manos estaban prontas a esgrimirla, y la pella que salpicaba una honra se la hacía desaparecer con la punta del acero. Don Quijote también se vino del otro lado de los mares, y aquí se le vio embrazar la adarga, calarse la visera y arremeter, diestro y denodado.
Cuando la lucha fue grande, fueron grandes nuestros héroes, de esos que arrastran tras sí la inmortalidad; por eso, sus nombres destácanse en la historia en forma tal que las generaciones venideras seguirán inclinándose reverentes al anunciado de sus glorias.
De las dos fuentes de que se surte la sangre de nuestra raza nos viene el sedimento heroico que, al menor impulso, surge a flor de sacrificio.
¿Para qué recordar al gran Huayna—Cápac, que en la nativa Tomebamba alzó su mayor palacio, y supo conquistar reinos con la celeridad con que movilizaba sus tropas victoriosas?
En Pichincha muéstrase, sereno, temerario ante el peligro, combatiendo como los héroes legendarios que hallaban nuevas maneras de asombrar a la fama, un gallardo adolescente: Abdón Senén Calderón. Por mandato de Bolívar, por imperativos del amor patriótico que hubimos de consagrarle, Calderón vive en el corazón del pueblo ecuatoriano como dechado que señala los derroteros del deber. En nuestra Iliada de titanes, que dijera Llona de la guerra de emancipación, la figura del Teniente cuencano aparece entre el fragor épico de la lucha, demandando el primer puesto, émulo de los más grandes campeones de la Libertad.
Otra figura tenemos, si discutida no por eso menos grande: nos referimos al General D. José Domingo Lamar, a quién, sobreponiéndose al clamor chauvinista de las masa populares, han sabido hacerle justicia cuatro de los más grandes cerebros con que se honra la República: Olmedo, Rocafuerte, Antonio Borrero Cortázar y Remigio Crespo Toral. Recuérdense los clásicos versos del primero, cuando lo alcanza a divisar en los campos de Ayacucho, apresurando “la tarda rota del protervo bando”; Rocafuerte reconoce en él patriotismo, elevación de sentimientos y la generosidad propia del que sabe ser grande sin esfuerzo y valiente sin ostentación. Lamar es, como lo hace notar D. Antonio Borrero, el único ecuatoriano inmortalizado por el autor del Canto a Junín. De su campaña que remató con la derrota en Tarqui, toca hablar a los historiadores de hoy, ya despojados de los prejuicios del odio y del rencor, y que no se limitarán a repetir los lugares comunes de ayer. Con frases de alto relieve, ha escrito, Crespo Toral: “La campaña de Tarqui significa uno de los primeros movimientos antibolivianos y anticolombianos”. La cuestión territorial aparece secundaria. Lo principal que se adivina, en el fondo del conflicto, es la formación de las nacionalidades que se perseguía entonces. El General Flores, primer presidente del Ecuador, logró lo que no pudo el desgraciado Lamar----Júzguese, pues, con más serenidad acerca de las responsabilidades de 1828 a 1830. Lla balanza de Astrea a de equilibrarse al correr del tiempo, juez inalterable único, y estamos convencidos de que, entonces, destacará con aureola de luz la noble figura del más grande General ecuatoriano.
Debemos tener el culto de nuestros héroes; que en ese culto se engendrarán los nuevos adalides de las nuevas hazañas.
Nos sentimos capaces de lo grande, y es por eso que donde hubo acción noble que ejecutar, derecho que defender, allí estuvo siempre el heroísmo cuencano.
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