He aquí a lo que se reducen nuestros exponentes de cultura literaria: a lo que no demuestra ninguna cultura y antes bien una enorme superficialidad: a versos, a versos y a versos.
Esta juventud—a la que pertenecemos- es sobrado pretenciosa e ignorante en demasía. Tanto se nos ha hablado de nuestro talento que, echando a espaldas el sarcasmo, sólo pusimos delante de los ojos la lisonja, como un espejo fementido que nos mintió ser narcisos. Y no tenemos más que el loco amor a nosotros mismos. Y hemos de morir en él. Y ni siquiera quedará la ninfa Eco gimiendo las tristezas de su alma: nuestra voz no tendrá más eco que el silencio.
La fatuidad nos ha vertido gotas de vela de esperma en los ojos, y queremos darnos el trabajo de entreabrirlos. Sólo tenemos boca de inepcia. La biblioteca no es útil; leer libros, pedantería; estar al tanto del movimiento intelectual de otros países, necedad grande. Nada que salga del nivel de lo vulgar nos interesa. Queremos que todo sea normal: hasta la inteligencia.
Aparentamos saber mucho, y no conocemos aún la literatura de nuestros contemporáneos, ni de aquellos que se nos codean por las calles.
Creemos haberlo profundizado todo porque hemos leído el Libro del Corazón, y así podemos charlar las letras cuando estamos de jolgorio en casa de la vecina fácil, o de no con el criado y hasta con la cocinera.
Somos eruditos ya que nos sabemos de memoria unos cien versos de Julio Flórez, entendiéndose que ellos no son precisamente el Idilio Eterno o algo así. No; versos eróticos, con palabras que suenan bien en oídos mujeriles: aquellos que aprendimos, con la copa en la mano, la noche de serenatas.
Sólo oímos el ruido del mar cuando colocamos la oreja en el intersticio del caracol. De oídas vivimos. Si nuestro padre fue un idiota, lo olvidamos; si un sabio, halla desprecio. Y la indiferencia para todos.
Los imbéciles valen más que nosotros; ellos tienen manos de trabajo; nosotros un cerebro podrido de no haberse usado. Para ellos los gajes del mundo, el pan de la boca, la alfombra a los pies, el insulto en el oído, y la espina se hincara en el pie si es que anduviéramos.
Ah! Esos hombres que pasan bajo nuestros balcones supieron de la fama. Quiénes son?: José Peralta; ¿cuántos envidiosos y enemigos lo insultaron? Manuel J. Calle; sólo se recuerdan sus diatribas. Honorato Vázquez; qué gentil cortesía para el aristócrata y el obrero. Julio Matovelle; las beatas son dueñas de sus motetes. Rafael Arízaga; el carbón que pregonaba su nombre en las paredes se va borrando. Y ese otro?: Remigio Crespo Toral, el primer poeta del Ecuador. Quién sabe que es autor de Mi Poema, un libro muy bonito, con versos a la Virgen y con estampas, pero qué lindas estampas. Lástima que tengamos mala memoria y no logremos recitar fragmentos de “España y América”; lástima que seamos tan necios que no hayamos leído las Leyendas de Arte o los Idilios del Sepulcro. Y crítico hay que ignora la existencia de esa admirable Epístola a Claudio, de corte netamente clásico y que es de lo más correcto que ha producido el númen de Crespo Toral.
Y más allá, océano sin riberas. Y nosotros que no sabemos nadar? Qué obligación tenemos de conocer a los Marchán, los Salcedo, los Corral, los Parra, los Escandón? ¿Poseemos, por ventura, un ejemplar de la Educación Cristiana de la Juventud de ese erudito que se llamó Cornelio Crespo? Y la labor de Luis Cordero, ya que no la de Vicente Cuesta? Bah! Cuánto nos apena gastar unos reales en un libro de Federico Proaño ¡a nosotros que tenemos las obras completas y en edición de lujo, de Ibo Alfaro y Paul de Kock!
Federico Proaño ¡ese que, al decir de Montalvo, esgrimía la pluma de Cervantes y de quién muchos no sabemos ni el lugar donde nació Federico Proaño! De quién debiéramos enorgullecernos aún más, mucho más, que de ese fraile portentoso en su tiempo, el de pequeño cuerpo y grande nariz que fue Vicente Solano…
Pero no; sólo sabemos hacer versos, por estar ahitos de prosa. Y toda economía de dinero váyase al impresor para ver nuestro nombre al frente de un ridículo folleto de tres o veinte páginas. O de no, por barato y cómodo, preferimos el periódico, donde junto a un aviso de venta de sardinas está la noble tarea de nuestra lira de oro, así es de pesada. Lira! Y aquí de nuestra pretensión. Mucho fuera saber juntar los labios y producir el son en la chirimía.
Dichoso el que pudo tañer el órgano peor que un maestro de capilla.
Y todos estamos orgullosos de saber tocar el piano de manubrio. Y hay quien lo toca por nota.
*
* *
Verdad que nosotros no tenemos la culpa de todo; la tienen otros: aquellos que nada nos enseñaron, sino es la ruta equivocada que bajo el sol proseguimos; aquellos que nada nos enseñaron, sino son las habilidades del circo, el vuelo del cóndor de mentirijillas; la danza de la cuerda floja. Ellos, los titulados maestros.
Maestros ¿y por qué?
Nosotros—podemos decirlo con altivez- nos debemos al propio esfuerzo, a la íntima locura de nuestros corazones ardorosos y cerebros ávidos de vigor. Y así somos raquíticos, enfermizos y desgraciados. No hemos contraído ninguna deuda de gratitud, y quien tenga la alabanza en los labios es porque tiene el servilismo en el pecho. Los lacayos galardonen al amo, los eunucos al sultán. Trocillo de cristal de roca antes que masa de pantano.
Dónde nos hemos formado? Si alguna vez funcionan Academias de enorme insubstancialidad es para darse el gusto insulso de leer durante hora algo que era pasto de polillas y que al amor paternal conmoviera ver así. Mas nunca por afán de enseñanza o mecenismo. Y después de todo ¿para qué nos sirvieron esa necedades de Cenáculo sin Espíritu Santo?; para ver el ojo avieso, escrutador y falaz del eterno Judas clavándose, como dardo envenenado, en la reputación del bueno. Y además, para tener el estigma de haber estado en las mismas bancas de palo donde se sentaron aquellos firmadores de aquellas composiciones; para hoy dar carne fácil al diente agudo de más de un estúpido que fue nuestro compañero!
Ah! las viejas luciérnagas! Brillan con esplendor de farol de fiesta campesina dando culto a las santas creencias. Bien: Dios les dio lo que tienen y son agradecidos. Pero para ser buen cristiano se necesita encender velas lo mismo que dar centavos para erección de iglesias. Ah! los avaros! los miserables! las viejas luciérnagas! Mejor es el fósforo humilde que enciende el farol, mejor el pródigo que da la limosna.
Maestros ¿dónde? ¿cuáles?
El supremo egoísmo nos dio sus palmetazos con la vieja palmera erizada de tachulas; su voz acre y disgustada fue la única que resonó en el Colegio; su escupitajo asqueroso fue el que nos contagió la tuberculosis en que nos agotamos; su mano espectral la que nos quita el libro prestado, la que nos empuja, la que nos rempuja a la calle para ser vergonzantes y ruines.
Maestros? Sí, el supremo egoísmo.
Nada debemos a nadie. Estos padres desnaturalizados hasta las alas nos destrozan a fuerza de picotazos.
Los jóvenes de ahora somos ignorantes y embaucadores, pegados de erudición a la violeta. Y que! Ellos tuvieron la culpa, falsos hierofantes que nada nos enseñaron porque ¡boca de verdades! Fueron más ignorantes y embaucadores que nosotros. No sabemos leer porque ellos tampoco lo supieron; escribir sí, y versos, y versos.
Entonces algo debemos a los titulados maestros: este desdoro de hacer versos. Quiá! ni eso: debemos a la ociosidad a que se nos obliga. Ya que no un maestro, hemos tenido un profesor que nos enseñó todo lo malo e inútil: el ocio.
Y así vamos, muy satisfechos y orgullosos, tañendo el piano de manubrio. Y versos, versos, y más versos.
Los sabemos por nota.
VICTOR MANUEL ALBORNOZ.
“LETRAS” Cuenca. MCMXVI
Esta juventud—a la que pertenecemos- es sobrado pretenciosa e ignorante en demasía. Tanto se nos ha hablado de nuestro talento que, echando a espaldas el sarcasmo, sólo pusimos delante de los ojos la lisonja, como un espejo fementido que nos mintió ser narcisos. Y no tenemos más que el loco amor a nosotros mismos. Y hemos de morir en él. Y ni siquiera quedará la ninfa Eco gimiendo las tristezas de su alma: nuestra voz no tendrá más eco que el silencio.
La fatuidad nos ha vertido gotas de vela de esperma en los ojos, y queremos darnos el trabajo de entreabrirlos. Sólo tenemos boca de inepcia. La biblioteca no es útil; leer libros, pedantería; estar al tanto del movimiento intelectual de otros países, necedad grande. Nada que salga del nivel de lo vulgar nos interesa. Queremos que todo sea normal: hasta la inteligencia.
Aparentamos saber mucho, y no conocemos aún la literatura de nuestros contemporáneos, ni de aquellos que se nos codean por las calles.
Creemos haberlo profundizado todo porque hemos leído el Libro del Corazón, y así podemos charlar las letras cuando estamos de jolgorio en casa de la vecina fácil, o de no con el criado y hasta con la cocinera.
Somos eruditos ya que nos sabemos de memoria unos cien versos de Julio Flórez, entendiéndose que ellos no son precisamente el Idilio Eterno o algo así. No; versos eróticos, con palabras que suenan bien en oídos mujeriles: aquellos que aprendimos, con la copa en la mano, la noche de serenatas.
Sólo oímos el ruido del mar cuando colocamos la oreja en el intersticio del caracol. De oídas vivimos. Si nuestro padre fue un idiota, lo olvidamos; si un sabio, halla desprecio. Y la indiferencia para todos.
Los imbéciles valen más que nosotros; ellos tienen manos de trabajo; nosotros un cerebro podrido de no haberse usado. Para ellos los gajes del mundo, el pan de la boca, la alfombra a los pies, el insulto en el oído, y la espina se hincara en el pie si es que anduviéramos.
Ah! Esos hombres que pasan bajo nuestros balcones supieron de la fama. Quiénes son?: José Peralta; ¿cuántos envidiosos y enemigos lo insultaron? Manuel J. Calle; sólo se recuerdan sus diatribas. Honorato Vázquez; qué gentil cortesía para el aristócrata y el obrero. Julio Matovelle; las beatas son dueñas de sus motetes. Rafael Arízaga; el carbón que pregonaba su nombre en las paredes se va borrando. Y ese otro?: Remigio Crespo Toral, el primer poeta del Ecuador. Quién sabe que es autor de Mi Poema, un libro muy bonito, con versos a la Virgen y con estampas, pero qué lindas estampas. Lástima que tengamos mala memoria y no logremos recitar fragmentos de “España y América”; lástima que seamos tan necios que no hayamos leído las Leyendas de Arte o los Idilios del Sepulcro. Y crítico hay que ignora la existencia de esa admirable Epístola a Claudio, de corte netamente clásico y que es de lo más correcto que ha producido el númen de Crespo Toral.
Y más allá, océano sin riberas. Y nosotros que no sabemos nadar? Qué obligación tenemos de conocer a los Marchán, los Salcedo, los Corral, los Parra, los Escandón? ¿Poseemos, por ventura, un ejemplar de la Educación Cristiana de la Juventud de ese erudito que se llamó Cornelio Crespo? Y la labor de Luis Cordero, ya que no la de Vicente Cuesta? Bah! Cuánto nos apena gastar unos reales en un libro de Federico Proaño ¡a nosotros que tenemos las obras completas y en edición de lujo, de Ibo Alfaro y Paul de Kock!
Federico Proaño ¡ese que, al decir de Montalvo, esgrimía la pluma de Cervantes y de quién muchos no sabemos ni el lugar donde nació Federico Proaño! De quién debiéramos enorgullecernos aún más, mucho más, que de ese fraile portentoso en su tiempo, el de pequeño cuerpo y grande nariz que fue Vicente Solano…
Pero no; sólo sabemos hacer versos, por estar ahitos de prosa. Y toda economía de dinero váyase al impresor para ver nuestro nombre al frente de un ridículo folleto de tres o veinte páginas. O de no, por barato y cómodo, preferimos el periódico, donde junto a un aviso de venta de sardinas está la noble tarea de nuestra lira de oro, así es de pesada. Lira! Y aquí de nuestra pretensión. Mucho fuera saber juntar los labios y producir el son en la chirimía.
Dichoso el que pudo tañer el órgano peor que un maestro de capilla.
Y todos estamos orgullosos de saber tocar el piano de manubrio. Y hay quien lo toca por nota.
*
* *
Verdad que nosotros no tenemos la culpa de todo; la tienen otros: aquellos que nada nos enseñaron, sino es la ruta equivocada que bajo el sol proseguimos; aquellos que nada nos enseñaron, sino son las habilidades del circo, el vuelo del cóndor de mentirijillas; la danza de la cuerda floja. Ellos, los titulados maestros.
Maestros ¿y por qué?
Nosotros—podemos decirlo con altivez- nos debemos al propio esfuerzo, a la íntima locura de nuestros corazones ardorosos y cerebros ávidos de vigor. Y así somos raquíticos, enfermizos y desgraciados. No hemos contraído ninguna deuda de gratitud, y quien tenga la alabanza en los labios es porque tiene el servilismo en el pecho. Los lacayos galardonen al amo, los eunucos al sultán. Trocillo de cristal de roca antes que masa de pantano.
Dónde nos hemos formado? Si alguna vez funcionan Academias de enorme insubstancialidad es para darse el gusto insulso de leer durante hora algo que era pasto de polillas y que al amor paternal conmoviera ver así. Mas nunca por afán de enseñanza o mecenismo. Y después de todo ¿para qué nos sirvieron esa necedades de Cenáculo sin Espíritu Santo?; para ver el ojo avieso, escrutador y falaz del eterno Judas clavándose, como dardo envenenado, en la reputación del bueno. Y además, para tener el estigma de haber estado en las mismas bancas de palo donde se sentaron aquellos firmadores de aquellas composiciones; para hoy dar carne fácil al diente agudo de más de un estúpido que fue nuestro compañero!
Ah! las viejas luciérnagas! Brillan con esplendor de farol de fiesta campesina dando culto a las santas creencias. Bien: Dios les dio lo que tienen y son agradecidos. Pero para ser buen cristiano se necesita encender velas lo mismo que dar centavos para erección de iglesias. Ah! los avaros! los miserables! las viejas luciérnagas! Mejor es el fósforo humilde que enciende el farol, mejor el pródigo que da la limosna.
Maestros ¿dónde? ¿cuáles?
El supremo egoísmo nos dio sus palmetazos con la vieja palmera erizada de tachulas; su voz acre y disgustada fue la única que resonó en el Colegio; su escupitajo asqueroso fue el que nos contagió la tuberculosis en que nos agotamos; su mano espectral la que nos quita el libro prestado, la que nos empuja, la que nos rempuja a la calle para ser vergonzantes y ruines.
Maestros? Sí, el supremo egoísmo.
Nada debemos a nadie. Estos padres desnaturalizados hasta las alas nos destrozan a fuerza de picotazos.
Los jóvenes de ahora somos ignorantes y embaucadores, pegados de erudición a la violeta. Y que! Ellos tuvieron la culpa, falsos hierofantes que nada nos enseñaron porque ¡boca de verdades! Fueron más ignorantes y embaucadores que nosotros. No sabemos leer porque ellos tampoco lo supieron; escribir sí, y versos, y versos.
Entonces algo debemos a los titulados maestros: este desdoro de hacer versos. Quiá! ni eso: debemos a la ociosidad a que se nos obliga. Ya que no un maestro, hemos tenido un profesor que nos enseñó todo lo malo e inútil: el ocio.
Y así vamos, muy satisfechos y orgullosos, tañendo el piano de manubrio. Y versos, versos, y más versos.
Los sabemos por nota.
VICTOR MANUEL ALBORNOZ.
“LETRAS” Cuenca. MCMXVI