DOLORES VEINTEMILLA DE GALINDO
1820—1857
En la ciudad de Cuenca del Ecuador, el año de gracia de 1857.
Gente armada, en cerrado pelotón, conduce a través de las calles de la ciudad a un hombre que en silencio, soporta empellones e injurias, con que le regalan sus guardianes. Se nota la intranquilidad que lo posee: la vista clavada en el suelo hay momentos que se la torna en ademán suplicante hacia el que ejercita entonces oficios de verdugo. Apenas si, a través de la ruana que lo cubre, se notan sus manos estrechamente maniatadas, cual cumple a un criminal.
De casas y almacenes asoman gentes inquiridoras. Los celosos vigilantes del orden público petulantes y orgullosos de sí mismos, arrecian golpes y vociferan en voz más alta. Al ver cuadro tan lastimoso la compasión invade un grupo de mujeres y una de ellas pregunta al cuita’do: Di, ¿por qué vas preso? Y el mísero responde, con acento de queja y reconvención: -- Porque soy de poncho, niña.-
Todo un poema. En boca de aquel campesino triste halla expresión en una sola frase todo el amargor de la raza que se ve vejada y oprimida sin que nadie se cuide de sus dolores, sin que nadie trate de aliviarlos. Porque soy de poncho, quería decir el infeliz, he de purgar las faltas que he cometido, ya que sólo a nosotros están reservadas la prisión y la muerte, ya que la justicia tiene ojos para ver sólo en nosotros la embriaguez, el robo, la violencia y el asesinato………….PORQUE SOY DE PONCHO, se me lleva hacia los hierros de la cárcel—como a bestia indómita propia para el desangre en él matadero; porque nací en una cabaña y no conocí la suavidad de la seda ni el brillo del dinero soy el reo en cuya cabeza reclámase eficaz escarmiento, porque no tengo una levita y una flor en el ojal para cubrir mi corazón lleno de ignominia, porque no tengo una moneda de oro para atraer la piedad de los jueces, porque sólo se hablar en este torpe lenguaje de las lágrimas, por esto, se me lleva…….PORQUE SOY DE PONCHO.
Días después la sociedad cuencana vio alzarse el patíbulo y ahí caer exánime el cuerpo de aquel desventurado indígena, cuyo nombre: Tiburcio Lucero no se ha olvidado aún.
Tan doloroso espectáculo causó viva impresión en las almas sensibles. Residía en Cuenca, por aquella época una joven y hermosa dama en quién aquel calofrío trágico tomó mayor intensidad, a punto tal que no logrando albergar en si la pena e indignación sentidas, quiso traslucirlas al público mediante una publicación. Así lo efectuó Dña. Dolores Veitemilla de Galindo, apareciendo entonces en letras de molde un primer escrito, pues sus notables dotes literarias sólo eran conocidas de un grupo íntimo de amistades, debido a que su esposo habíale terminantemente prohibido nada a publicidad.
Gran revuelo causó aquella necrología, donde el violento grito de conmiseración se perdía entre las nebulosidades de ciertas divagaciones filosóficas de un tibio panteísmo, vertido a través de lecturas de Spinoza. Era el año de 1857, volvemos a decir: Los comentarios surgieron la mayor parte de ellos virulentos para quien osaba hacer galas de despreocupación en las ideas religiosas.
El clero, cuyo deber es cuidar porque la llama de la fe no se extinga, ni se apague siquiera por un instante, también se ocupó del asunto, aunque se haya pretendido negarlo. Circuló una hoja suelta intitulada “Graciosa necrología”, cuya paternidad se atribuye al célebre P. Fray. Vicente Solano, aunque en esos días más bien se la creyó obra del Dr. Ignacio Marchán. Sea como fuere, lo cierto es que el sacerdote últimamente nombrado se ocupó en la cátedra sagrada del artículo de la Sra. Veintemilla, y, sin duda, debió hacerlo en la forma poco sagaz y aún inculta que le era peculiar “se acuerda siempre de haber recibido su educación en una platería” dijo de él el Padre Solano en su terrible FELPA I. (no incluida en la colección de sus Obras), en donde, entre otras lindezas le obsequia con los epítetos de santón tonto, jumento y sinvergüenza.
Fácil es comprender lo escandaloso del suceso en esos días. Indudable que la calumnia, siempre ávida de regar su viscoso licor escudriñaría con ojos de malévolos cuantas circunstancias podían dar apariencias de verdad a actos sin ningún fondo digno de ser reprochado: por ejemplo, se dijo que entre los caballeros que visitaban a la dama, admirando en ella solo altas prendas de distinción y talento, había uno Don León Morales, que le merecía aprecio especial.
Chismes y falsedades, conversaciones y diatribas, unidos al temor de la reprimenda marital por haber desobedecido sus mandatos a no publicar productos de su pluma conturbaron en tal forma el ánimo de Doña Dolores, que poco a poco, exacerbadas las pasiones, hubo de sentir la angustia del desequilibrio y la llama sin fuego de la locura indefinible de romper el ánfora de arcilla de la vida.
Tenía la obsesión de suicidio. Su temperamento artístico no soportaba ser rosa de jardines batidos por vientos de indiferencia y vulgaridad. Flor delicada, propia para encerrarse en las paredes de vidrio de aristocrático invernadero, sintió de pronto el helado soplo del más allá y, viéndose débil y enferma, se dobló suavemente a la caricia que le era misericordiosa.
Quiso que la tragedia en que habían de culminar sus horas de alma incomprendida y de corazón insatisfecho se revistiera de hermosura: de esa hermosura que fue siempre hambre de sus anhelos y objeto dulce de sus cantos. En la noche del 23 de mayo de ese año infausto de 1857, la gentil poetisa envuelve su cuerpo escultural en las sedas de una elegante túnica blanca, pone ante sus miradas turbias ya por la proximidad del vuelo a lo desconocido, artístico cuadro representando trágicas escenas en que el amor se hace cómplice del odio y la venganza, luego despídese de su madre con estas breves, enternecedoras frases:
“Perdón una y mil veces, bendígalo! La bendición de la madre alcanza hasta la eternidad! Cuide de mi hijo.—Déle un adiós al desgraciado Galindo.
…Su Dolores. “y, después de poner sus labios afiebrados en la frente del fruto de sus entrañas que a su lado reposa, apura el tósigo fatal!.
La majestad de la muerte invade el aposento. El silencio y la soledad se abrazan medrosamente entre las sombras de la noche; la mujer genial, lívida pero siempre bella, ha desgarrado ya los velos de lo arcano y duerme para siempre, ese hondo sueño, que no alcanza a turbar ni siquiera la queja del hijo, pequeñuelo y desventurado, que acaso siente entonces todo el frío y el abandono de la orfandad…
VICTOR M. ALBORNOZ
“La Crónica” 31 de Mayo de 1928.
1820—1857
En la ciudad de Cuenca del Ecuador, el año de gracia de 1857.
Gente armada, en cerrado pelotón, conduce a través de las calles de la ciudad a un hombre que en silencio, soporta empellones e injurias, con que le regalan sus guardianes. Se nota la intranquilidad que lo posee: la vista clavada en el suelo hay momentos que se la torna en ademán suplicante hacia el que ejercita entonces oficios de verdugo. Apenas si, a través de la ruana que lo cubre, se notan sus manos estrechamente maniatadas, cual cumple a un criminal.
De casas y almacenes asoman gentes inquiridoras. Los celosos vigilantes del orden público petulantes y orgullosos de sí mismos, arrecian golpes y vociferan en voz más alta. Al ver cuadro tan lastimoso la compasión invade un grupo de mujeres y una de ellas pregunta al cuita’do: Di, ¿por qué vas preso? Y el mísero responde, con acento de queja y reconvención: -- Porque soy de poncho, niña.-
Todo un poema. En boca de aquel campesino triste halla expresión en una sola frase todo el amargor de la raza que se ve vejada y oprimida sin que nadie se cuide de sus dolores, sin que nadie trate de aliviarlos. Porque soy de poncho, quería decir el infeliz, he de purgar las faltas que he cometido, ya que sólo a nosotros están reservadas la prisión y la muerte, ya que la justicia tiene ojos para ver sólo en nosotros la embriaguez, el robo, la violencia y el asesinato………….PORQUE SOY DE PONCHO, se me lleva hacia los hierros de la cárcel—como a bestia indómita propia para el desangre en él matadero; porque nací en una cabaña y no conocí la suavidad de la seda ni el brillo del dinero soy el reo en cuya cabeza reclámase eficaz escarmiento, porque no tengo una levita y una flor en el ojal para cubrir mi corazón lleno de ignominia, porque no tengo una moneda de oro para atraer la piedad de los jueces, porque sólo se hablar en este torpe lenguaje de las lágrimas, por esto, se me lleva…….PORQUE SOY DE PONCHO.
Días después la sociedad cuencana vio alzarse el patíbulo y ahí caer exánime el cuerpo de aquel desventurado indígena, cuyo nombre: Tiburcio Lucero no se ha olvidado aún.
Tan doloroso espectáculo causó viva impresión en las almas sensibles. Residía en Cuenca, por aquella época una joven y hermosa dama en quién aquel calofrío trágico tomó mayor intensidad, a punto tal que no logrando albergar en si la pena e indignación sentidas, quiso traslucirlas al público mediante una publicación. Así lo efectuó Dña. Dolores Veitemilla de Galindo, apareciendo entonces en letras de molde un primer escrito, pues sus notables dotes literarias sólo eran conocidas de un grupo íntimo de amistades, debido a que su esposo habíale terminantemente prohibido nada a publicidad.
Gran revuelo causó aquella necrología, donde el violento grito de conmiseración se perdía entre las nebulosidades de ciertas divagaciones filosóficas de un tibio panteísmo, vertido a través de lecturas de Spinoza. Era el año de 1857, volvemos a decir: Los comentarios surgieron la mayor parte de ellos virulentos para quien osaba hacer galas de despreocupación en las ideas religiosas.
El clero, cuyo deber es cuidar porque la llama de la fe no se extinga, ni se apague siquiera por un instante, también se ocupó del asunto, aunque se haya pretendido negarlo. Circuló una hoja suelta intitulada “Graciosa necrología”, cuya paternidad se atribuye al célebre P. Fray. Vicente Solano, aunque en esos días más bien se la creyó obra del Dr. Ignacio Marchán. Sea como fuere, lo cierto es que el sacerdote últimamente nombrado se ocupó en la cátedra sagrada del artículo de la Sra. Veintemilla, y, sin duda, debió hacerlo en la forma poco sagaz y aún inculta que le era peculiar “se acuerda siempre de haber recibido su educación en una platería” dijo de él el Padre Solano en su terrible FELPA I. (no incluida en la colección de sus Obras), en donde, entre otras lindezas le obsequia con los epítetos de santón tonto, jumento y sinvergüenza.
Fácil es comprender lo escandaloso del suceso en esos días. Indudable que la calumnia, siempre ávida de regar su viscoso licor escudriñaría con ojos de malévolos cuantas circunstancias podían dar apariencias de verdad a actos sin ningún fondo digno de ser reprochado: por ejemplo, se dijo que entre los caballeros que visitaban a la dama, admirando en ella solo altas prendas de distinción y talento, había uno Don León Morales, que le merecía aprecio especial.
Chismes y falsedades, conversaciones y diatribas, unidos al temor de la reprimenda marital por haber desobedecido sus mandatos a no publicar productos de su pluma conturbaron en tal forma el ánimo de Doña Dolores, que poco a poco, exacerbadas las pasiones, hubo de sentir la angustia del desequilibrio y la llama sin fuego de la locura indefinible de romper el ánfora de arcilla de la vida.
Tenía la obsesión de suicidio. Su temperamento artístico no soportaba ser rosa de jardines batidos por vientos de indiferencia y vulgaridad. Flor delicada, propia para encerrarse en las paredes de vidrio de aristocrático invernadero, sintió de pronto el helado soplo del más allá y, viéndose débil y enferma, se dobló suavemente a la caricia que le era misericordiosa.
Quiso que la tragedia en que habían de culminar sus horas de alma incomprendida y de corazón insatisfecho se revistiera de hermosura: de esa hermosura que fue siempre hambre de sus anhelos y objeto dulce de sus cantos. En la noche del 23 de mayo de ese año infausto de 1857, la gentil poetisa envuelve su cuerpo escultural en las sedas de una elegante túnica blanca, pone ante sus miradas turbias ya por la proximidad del vuelo a lo desconocido, artístico cuadro representando trágicas escenas en que el amor se hace cómplice del odio y la venganza, luego despídese de su madre con estas breves, enternecedoras frases:
“Perdón una y mil veces, bendígalo! La bendición de la madre alcanza hasta la eternidad! Cuide de mi hijo.—Déle un adiós al desgraciado Galindo.
…Su Dolores. “y, después de poner sus labios afiebrados en la frente del fruto de sus entrañas que a su lado reposa, apura el tósigo fatal!.
La majestad de la muerte invade el aposento. El silencio y la soledad se abrazan medrosamente entre las sombras de la noche; la mujer genial, lívida pero siempre bella, ha desgarrado ya los velos de lo arcano y duerme para siempre, ese hondo sueño, que no alcanza a turbar ni siquiera la queja del hijo, pequeñuelo y desventurado, que acaso siente entonces todo el frío y el abandono de la orfandad…
VICTOR M. ALBORNOZ
“La Crónica” 31 de Mayo de 1928.
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