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Sonetario ecuatoriano

Author: Teodoro Albornoz /

Introducción

Molde favorito de casi todos los que vacían en el troquel del verso el oro ardiente de la inspiración es hoy el del soneto. A despecho de los que dicen que Apolo lo creó para tormento de los poetas, es lo cierto que ahora brota con abundancia pasmosa, siendo preciso confesar que en cada una de las principales literaturas existen verdaderas joyas en este sentido.

No hay duda que con los triunfos últimamente alcanzados en esta clase de composiciones, principalmente en lo que se refiere a haberlo libertado de su antigua monotonía melódica, encauzándolo en las corrientes modernas, se ha logrado que el soneto sea cofre por excelencia para conservar allí los mejores tesoros del arte.

No por esto ha dejado de señalársele defectos en cuanto al conjunto arquitectónico de las partes que lo componen. D’ Annunzio mismo, -él, que lo supo trabajar a maravilla- se inclina a creer por boca de uno de los personajes más célebres de sus novelas, el Conde Sperelli, que “la forma del soneto, no obstante ser maravillosamente bella y magnífica, es en algo defectuosa; porque se asemeja a una figura con el busto muy largo y las piernas cortas”. Seguramente a Verleine se le ocurrió igual cosa cuando compuso su recordable soneto SAPHO, en que antepuso los dos tercetos a los cuartetos.

En cambio, el cultivado espíritu de Francisco Contreras halla motivo de alabanza en la forma generalmente adoptada para el soneto, ya que “sus dos estrofas amplias y dos estrofas breves poseen la gracia de una distinción pagana de líneas a imagen de todo lo que, teniendo un débil apoyo en la tierra, se alza al azur en floración de pompa y euritmia”.

Sin entrar a discutir la razón que asista a unos u otros, precisa confesar que, en cualquiera de los dos modelos adoptados por el capricho o la moda, el soneto merece el prestigio que le otorga el arte actual, convirtiéndolo en la forma culminante en que se estereotipa la génesis poética. Anfora aristocrática, quebradiza en manos torpes, es la mejor para depósito de abermejados vinos. El leve lunar apuntado por esteta tan delicado como el magnífico no basta a despojarle de su elegancia de contornos al par que de su majestuoso movimiento, con los cuales puede presentárselo corregido de aquello que en concepto de un gusto tal vez demasiado exigente, aminora su belleza.

De prosapia luenga y gloriosa, su origen va ya envuelto en brumas de misterio. Se atribuye su invención a Pedro de las Viñas, consejero y secretario de Felipe II, al que en una tenebrosa prisión se le arrancan los ojos como a vil traidor, por lo que él en lo ímpetu del arrepentimiento y la desesperación acaba con sus propias manos su vida de poeta y cortesano: historia novedosa y trágica hasta hoy no llevada al poema por sus imitadores.

Después se desparramó por el mundo con la facilidad de un chorro de represa, recibiendo incontables reformas que lo han ido mejorando sucesivamente. Todos los metros posibles se le han avasallado, pasando su estructura por todas las alquitaras del artificio y el refinamiento: Reseguiré redujo su armazón total a sólo catorce sílabas, o sea a palabra monosilábica cada verso, mientras en América y España se lo ha descoyuntado alargándolo hasta las veintiún sílabas; desde Cervantes se le hizo crecer añadiéndole en estrambote, hasta que Rubén Darío con gracia inimitable logró poner la emoción final truncando intencionalmente la última estrofa con una línea de puntos suspensivos; los que placen del ritornello a la manera italiana buscan la cadenciosa repitación de los motivos; los que aman aún más libertad no tienen reparo en fabricarlos solo asonantados y hasta en versos blancos. Por supuesto, quienes se dedican a estos juegos de malabarismo casi nunca incurren en novedad por más que así lo crean los imberbes cultivadores de las técnicas ultramodernistas, ya que en todas las épocas asoman quienes pretenden ser, o lo son en realidad, innovadores y ya también porque en todos los jardines literarios nunca han de faltar las flores de la extravagancia y el mal gusto.

La mayor victoria obtenida por el soneto no estriba en sus variaciones en cuanto a la métrica pues, como decimos eso viene de muy atrás sino en lo que se refiere a sus elementos ideológicos. No por ello sufre mengua el soneto clásico, a la verdad de fastidiosa ejecución por sus inútiles trabas, bien que el Parnaso español puede enorgullecerse de contar innúmeras obras maestras en el género; la labor casi íntegra de Gutiérre de Cetina está en sonetos; Lope de Vega compuso muy cerca de mil; Góngora hizo preciosidades, no quedándole a la zaga Quevedo y Arguijo, sin olvidar al Marqués de Santillana –el primero en traerlos de Italia-, ni a Garcilaso que tanto contribuyera a su implantación, Boscán lo puso en boga en Castilla a instancias del dulce autor de las EGLOGAS y por consejo del célebre veneciano Navajero, según lo relata él mismo en su carta a la Duquesa de la Soma, donde se expresa así de la obra que tan desaprensivamente llevó a cabo: “nunca pensé que inventaba ni hacía cosa que hubiese de quedar en el mundo, sino que entré en ello descuidadamente, como en cosa que iba tan poco en hacella, que no había para qué dexalla de hacella habiéndola gana”.

Con tal abundancia de repujada orfebrería, hay que convenir, pues, en que el soneto no es martirio de verdaderos artistas. Menos ahora, en que no por más fácil sino por las ventajas alcanzadas, es preferido por cuantos anhelan verter su emoción en copa exquisita y alada. Emoción, repetimos sin reparar en la contextura de composición ni en la simple aglomeración de materiales, ya que en lo que hay que penetrares en el tono sensorial donde halla recreo el impulso comprensor. Nunca inspirarán entusiasmo o admiración los poemas manufacturados por puro alarde de parnasianismo, porque si se ha culpado nada menos que al cincelador de los TROFEOS de insensible y sin alma, qué se deberá ponderar de otros, como de su discípulo Leonardo Díaz, que mal pueden ser modelos para nadie por su peligroso plasticismo y por su “adoración estéril de la forma”, que decía Rodó, no logrando disculpar al argentino autor de BAJORRELIEVES. La suprema aspiración del poeta debe consistir en hacer realidad el deseo del mismo Rodó, cuyo ideal era “cincelar con el cincel de Heredia la carne viva de Musset”.



SIGLO XV


Durante la época colonial, fue en los conventos donde mayormente se albergaba el saber y la cultura, ocurriendo esto de manera especial en los de los jesuitas, donde el estudio y las disciplinas literarias corrían al par dando frutos de excelencia. Comprobación palpable de lo que venimos diciendo es que todos los nombres que aparecen en nustra primitiva historia literaria corresponden a religiosos.

Bastantes fueron los jesuitas ecuatorianos que sobresalieron en letras, pero la persecución que su orden sufrió durante la segunda mitad del siglo XVIII ha hecho perder la mayor parte de sus producciones. Por otra parte considérese que obligados a abandonar sus lares, plantaron la tienda del peregrino en tierras extrañas si bien favorables al mayor desarrollo de sus ingénitas inclinaciones: la mayor parte de ellos residió en Italia y fue allí que, con plectro mojado en las lágrimas del destierro, hallaron en la lira consuelo a sus nostalgias. De este modo, perdió nuestro Parnaso algunas joyas escritas en ajeno idioma, entre las que hemos de contar algunos sonetos de los hermanos D. Ambrosio y D. Joaquín Larrea; principalmente del último, cuya labor se halla íntegramente en italiano.

Del P. Ambrosio Larrea nacido en Riobamba en 1742, sólo conocemos dos sonetos en castellano, en los cuales se puede advertir que, aunque de mediana inspiración, sus versos brotan con facilidad y, además, se distinguen por una melodía verbal que no era muy frecuente en esas épocas.

Muy inferior en dotes poéticos se muestra el P. José Garrido, natural de Loja, del que han llegado hasta nosotros dos sonetos: el reproducido y otro consagrado “A la publicación del Decreto de las virtudes heroicas de la venerable Virgen Mariana de Jesús Paredes y Flores, azucena de Quito”.

Hay que reconocer que nuestra historia literaria se muestra casi desnuda de valores en lo que respecta a los siglos del coloniaje; cosa que acontece no sólo con el Ecuador sino también con otros de los países que estuvieron bajo el cetro del poderío español. El oscurantismo tendía sus tentáculos de hierro aherrojando conciencias y, al no permitir la expansión cultural, impedía de hecho el libre vuelo de las inteligencias. Si éstos fueron crímenes del tiempo o lo fueron de España, no es aquí donde habráse de dilucidar tan complejo problema.

En el siglo XVIII encontramos recién el primer ingenio que con derecho puede figurar en esta galería. Don Ramón Bisecas, nacido en Ibarra el año 1731, fue poeta de algún mérito, a quién los críticos convienen darle el principado del estro en los tiepos anteriores de nuestra independencia. Conocemos de él seis sonetos de los que los dos mejores reproducimos aquí; no sin declarar que hacemos bastantes restricciones sobre el juicio favorable emitido sobre ellos por Don Juan León Mera y por el P. Francisco Váscones, los que no tienen reparo en asegurar que dichas composiciones casi no hallan rival en el Parnaso americano, siendo comparables a las de Arguijo, Herrera, Argensola y más pléyade de famoso bardos españoles.

En nuestro concepto Bisecas fue un poeta apreciable bajo algunos conceptos, sin que por esto sea justo tributarle exagerados elogios, pues si bien se distingue como correcto versificador, su inspiración es poco caudalosa, resultando siempre de una frialdad marmórea sin el compactamiento que saben dar los grandes artistas a los nobles materiales del verso con que se hacen las altas creaciones dignas de perpetuidad.

Toca aquí lugar a un poeta cuencano, del que se había perdido toda memoria hasta que en 1906 el P. L.L. Sanvicente descubrió en tierras extrañas copiosa obra literaria suya, que no obstante ser de sus últimos destellos de su musa, bastan para que consideremos al P. Pedro Pablo Berroeta—que es a quién nos referimos—como valor apreciable en nuestra historia literaria.

Cuenca, de quién dijo el P. Velasco que “dio en todos tiempos grandes sujetos” contó en el siglo XVIII con felices ingenios, entre los cuales no faltan algunos que cultivaron la poesía. Bastará citar al célebre General Don Ignacio de Escandón, autor enrevesado y gongorino, y al P. Nicolás Crespo, cuyas aptitudes han merecido encomio. Del primero no conocemos sino versos octosilábicos y del segundo queda sólo una elegía en latín que ha sido traducida al castellano por Valdenebro.

De Berroeta, nacido en esta ciudad el 29 de Julio de 1737, se conocen cerca de cien sonetos, entre los cuales hay mucho que deshechar; pero, pero una vez separado el tamo, se advierte luego que resta porción valiosa donde el oro de la inspiración rutila en verdad, no era para Berroeta el vuelo a gran altura, como lo demostró en cada uno de sus intentos de producir obras de gran aliento, tales como la dedicada a los infantes de España y su desdichado poema de “La Pasión de Cristo”. Puede decirse de él, como de Samain, que tenía el vuelo corto del ruiseñor.

En nuestra opinión, y poniendo a un lado a Orozco que invadió género muy distinto, Berroeta es el poeta ecuatoriano de mayores méritos durante la época colonial. Supera a Bisecas en lo inflamado del estro y compite con él en cuanto a fluidez de dicción, teniendo además igual soltura y más elegancia en la expresión.

Cualidad que le distingue es la de ser diáfano en su estilo, sin haberse querido contagiar del enrevesamiento que entonces era casi general entre los literatos. A pesar de haber vivido cincuenta y cuatro años ausente de su patria, jamás la olvidó, ni hizo lo que la mayor parte de sus compañeros de destierro: renegar de su lengua y escribir únicamente en italiano, caso en el que incurrió solo tres o cuatro veces.

Con una vida tan agitada y llena de vicisitudes como la que se vieron obligados a llevar los jesuitas en la última mitad del siglo XVIII, a Berroeta no le fue dado conservar ninguno de los escritos de su juventud, que debieron ser en gran número, a juzgar por la facilidad que aún en las postrimerías de su vida le caracteriza.

De sus sonetos se destacan los de índole religiosa, donde nota un acento enfervorecido que suele verterse, a las veces, en notas suaves y musicales como de juguetona brisa deslizándose entre los rosales de esta tierra, donde corrió su infancia y donde indudablemente por primera vez se sintió arrebatado por el influjo del númen.
SIGLO XVIII


El P. Juan de Velasco, nacido en Riobamba el año 1727, es una de las figuras mas prominentes de cuantas puedan aparecer en la bibliografía nacional. En el orden cronológico, es el primero de nuestros historiadores como autor de una obra de mérito por muchos conceptos, aunque por otra parte adolezca de bastantes defectos; su “Historia del Reino de Quito” ha sido, es y será largo tiempo fanal de luz para cuantos han seguido el sendero trazado por él.

Casi no se le a considerado como amante favorecido de las musas, llegando a asegurar don Vicente Emilio Molestina que hasta carece de dirección poética. Nos parece este un reproche injusto, pues, si bien Velasco es muy desaliñado en la forma –y no siempre, por cierto—tiene otras cualidades que lo recomienda, tales como el arranque imaginativo propio de los que sienten en sí el ímpetu de las alas.

A lo que parece, Velasco tomó como mero pasatiempo la labor de hacer versos; estos brotaban de su lira descuidadamente y él nunca se preocupó de aliñarlos y menos de pulir como el artista todas las asperezas con que nacíban.

Hay que tomar en cuenta que solo se le conocen diez poesías originales en nuestro idioma.

Velasco murió en Faenza el 29 de Junio de 1792.


SIGLO XIX

En el género heroico y en lengua castellana no halla competidor en el siglo XIX Don José Joaquín Olmedo, nacido en Guayaquil el año 1780. no nos incumbe aquí exponer juicio sobre el gran poeta, con justicia considerado como uno de los mayores de América, sino únicamente ocuparnos en lo que toca a nuestro propósito

Como es sabido la fama del Cantor de Junín se basa en el soberbio pedestal que le ofrecen un corto número de composiciones verdaderamente geniales. Su labor íntegra no llega a cuarenta poesías y, entre ellas, nuestra avidez no encuentra sino dos sonetos.

“En la muerte de mi hermana” se aprecian algunas de las altas cualidades que lo distinguen como poeta. Aparece el versificador insigne, diestro en el escandir de los versos, hábil en eso de superponer las estrofas como bloques de mármol de Paros en donde el artista borra la huella de la juntura. El ritmo corre majestuoso, con sonoridades musicales que, sin duda debido a lo entrecortado del acento se interrumpen acaso dos voces, como la voz del ruiseñor que calla en la umbría cuando la corneja de su graznido. Otra cualidad digna de ponderarse es la de la concisión de las ideas.

Si juzgamos los deméritos, no acusaremos de blasfemos sus conceptos, ni menos trataremos de disculparnos, pues tales distingüendos no caben dentro del arte, en cuyos dominios este soneto bien se puede estar, aunque en lugar distante a lo óptimo. El verso final que, sin disputa alguna, es la joya de mayor aprecio y hermosura en la composición tiene el defecto capital de ser una mera imitación de Víctor Hugo, que al ocurrir la muerte de la Srta. de Sombrenil imprecaba al Hacedor en iguales términos:

“Signeur, assez d’ anges aux cieux?”

El otro soneto es de escasísimos méritos. Sin duda fue escrito al correr de la pluma, como quien fabrica un juguete que luego obsequia a un niño pero por ser de quien es lo incluimos en esta galería.

No hemos querido prescindir aquí de don Rafael Carvajal, nacido en la Provincia de Imbabura en 1819, por cuanto su nombre ha merecido cierta consagración, ya que aparece en todas las historias de la literatura ecuatoriana, desde la hecha tan a la ligera por don Vicente Emilio Molestina hasta la reciente del P. Francisco Váscones.

Sin embargo, Carvajal es un mediano poeta que seguramente escribía solo en los ratos de ocio que le dejaban sus muchas ocupaciones en el foro y sobretodo en la política; prueba de ello es que sólo dejó doce composiciones, incluyendo en ellas seis inéditas aún.

El soneto que publicamos a continuación no merece el calificativo de tal dentro de las preceptivas clásicas; pero, puestos en el caso de insertar algo suyo, lo hemos preferido, tanto porque el dedicado a “Una poetisa” tampoco es correcto en la forma dentro de esos cánones, como porque en el transcrito hay cualidades que no resaltan en el otro.

Estamos de acuerdo con don Juan León Mera en cuanto a que Carvajal hacía buenos versos, más nunca poesía. Seguramente su figuración política fue la única que determinó hacerlo incluir en antologías y parnasos, que, a la verdad, se resienten casi todos ellos de haber sido dictados por un criterio no siempre imparcial y sereno. Sobre todo, aquella colección formada por la Academia Ecuatoriana es a todas luces apasionada, ya que allí han primado las simpatías personales y, lo que es peor, la de un mezquino partidarismo.


Miguel Angel Corral


Corre en alguna parte el aserto de que este poeta, nacido en Cuenca el año 1833 “fue muy celebrado por su grande facilidad para las improvisaciones”. No sabemos en qué se funda tal dicho, pero parece desmentirlo la escasa producción que dejó a su muerte, así como un hecho ocurrido en su vida literaria. Sabemos, por propio testimonio de Corral, que precisamente, sus contemporáneos le acusaban de ser muy difícil y tardío en la versificación, en una palabra de ser un forzado de la rima. Tan grave le pareció al poeta esta acusación que, para demostrar lo contrario, compuso una mediana tirada de versos consonantados en esdrújulos: pueril e infantil manera de defenderse de un cargo que, en el fondo, no encierra ningún reproche, pues a nadie se le ha ocurrido hasta ahora censurar, demos por caso, el que Heredia demorase, por término medio, un año en componer varios de sus sonetos de LOS TROFEOS.

Claro es que las poesías de Corral no tienen, ni de lejos, la perfección de forma de los artistas que consagran devoción al buril y al retoque. Son mas bien por lo común, desaliñadas: pero se distinguen por cierta suave melancolía brotada espontáneamente de un corazón que sabe sentirla. Hay sí ceridad en tales versos, por eso podemos decir de Corral lo que Saint—Beuve de Marcelina Desbordes: “tuvo el don de envolver en melodía sus dolores”.


Antonio Marchán


Juicio muy despectivo mereció por parte de don Juan León Mera este poeta cuencano, nacido el año 1830, aunque, a fuer de justiciero, hubo de excepcionar de tal apreciación a dos composiciones de las que fueron incluidas en la “Lira ecuatoriana” compilada por don Vicente Emilio Molestina. Precisamente, se trata de los dos sonetos que a continuación se transcriben y en los cuales se advierte ciertamente, que quien los compuso poseía dotes, sino de mimado de las musas, cuando menos de correcto versificador y de algún vuelo en la exteriorización de ideas.

A pesar de lo largo de su existencia, pues murió nonagenario, parece que Marchán dejó un bagaje literario relativamente corto en el cual es indudable que se destacan los dos referidos sonetos. Sin embrago fue un decidido aficionado de las Letras, hombre ávido de nutrir su intelecto con el pan espiritual de la lectura de excelencia o el comentario sazonado que brota de la tertulia entre gentes de ingenio y buen gusto.

Su nombre va unido en cierto modo al de Dolores Veintimilla de Galindo, de la que fue amigo y talvez consultor literario. En el proceso que se siguió al suicidio de la célebre poetisa se hizo plena comprobación de que las dos últimas estrofas de “La noche y mi dolor”—poesía que se incluye entre las obras de aquella, siendo de las mas celebradas fueron escritas por don Antonio Marchán.


Julio Zaldumbide


Es este uno de los poetas que con más títulos puede figurar en el parnaso ecuatoriano, en lo que se refiere al siglo XIX.

Zaldumbide, nacido en Quito el año 1833, no solo se distingue por la corrección académica que resalta en cada uno de los inspirados brotes de su lira, sino por el austero fondo que hay en ellos. Tras bien encaminada meditación, cada idea aparece, como la rama desgajada del árbol al peso de innúmeros sazonados frutos. Con justicia se lo ha calificado de POETA FILOSOFICO, sin que por ello ha de considerárselo frío y sin alma, de esos que solo gustan de recorrer los desolados campos de la razón, donde no alumbra el buen sol de la esperanza ni da su risa de oro la piadosa mentira que hace amable la vida.

Por el contrario, en sus versos, graves y sonoros se esconde la delicadeza del sentimiento: Fontana de piedra, de donde fluye el corro de agua dulce y cantarina. Tras la tersura de ese pecho fuerte, gime la entraña dolorida que florece en sangre cuando la hiere la espina del desencanto o la pasión.

Su obra no es muy copiosa, pero se advierte que supo manejar con igual destreza variados temas, desde aquellos derivados de la observación hasta los que brotan a impulsos de la psicología individual. En sus poemas descriptivos campea la veracidad envuelta en gasas de hermosura, mientras en los de lirismo personal se desborda blandamente una ternura que se moja en lágrimas y se ahoga en suspiros. Casi siempre es triste, pero no suele estallar en el alarido, ni en la blasfemia. Su filosofía lo lleva a un elegante escepticismo, donde las alas se agitan por los espacios de la duda, pero sin llegar a la desesperación de quien niega rotundamente los postulados de esos problemas acaso sin resolución para la mete humana.

El juicio emitido por respetable crítico sobre su “Canto a la música” puede aplicársele al conjunto de poesías de Zaldumbide, donde en verdad “se nota elevación en las ideas, variedad y hermosura en las imágenes, lirismo en la expresión, maestría en el manejo del metro y de la rima, pureza y corrección en el lenguaje”.

Por desgracia la composición que aquí figura, no es de las mejores de su autor, aunque don Luis Cordero ya la calificó de “gallardo soneto”, en el que, ciertamente, se aprecian algunas cualidades dignas de recomendación.


Gabriel García Moreno


Cualidad inherente al hombre superior es la de férrea voluntad. Por ella, realizan cuanto se proponen, de modo tal que por más que no les sea peculiar algún nuevo empeño que acometan, siempre lo han de ejecutar en forma si no sobresaliente, nunca vulgar. Sobre todo acontece esto en lo que se refiere a las disciplinas literarias, actividad humana imprescindible para quien se eleve a cualquier esfera que sobrepase los límites de lo común: guerreros, estadistas, sabios y magistrados, todos han menester exteriorizar en forma brillante o cuando menos correcta el vuelo caudal de sus pensamientos.

Gabriel García Moreno, nacido en Guayaquil, el 24 de Diciembre de 1821 si se destaca en la historia nacional con los relieves del cuadillo cuyo nombre es hasta hoy un emblema de lucha y acción, ocupa también puesto de honor como varón de letras. Vino para cumplir otros destinos, y es por esto que no participamos de la opinión de Juan León Mera que lo creyó capaz de emular como poeta a Olmedo, idea de la que en cierto modo participa Menéndez y Pelayo cuando dice que “hubiera podido ser eminente en el arte de la palabra, si no hubiera preferido el arte soberano de la vida y de la acción”.

Quince poesías dejó a la posteridad y, dentro de ese acervo, cuatro sonetos, todos los cuales se distinguen por la corrección académica con que están escritos, aunque su mérito no puede parangonarse, pues tres de ellos pertenecen a un género festivo de pocos quilates, en tanto que el otro es de gran alteza de miras.

“A la Patria” revela en un aspecto muy noble a uno de los ecuatorianos que más anheló el engrandecimiento de su país natal, como lo demostró en cada uno de sus actos, aunque en aquel alto afán no examinó siempre los medios de conseguirlo. Si en la parte final de la composición no predomina la misma musicalidad que en los cuartetos, en cambio el fondo esconde más riqueza en el pensamiento.

El “Soneto Burlesco” desarrolla el tema tan trillado de escribir burla burlando los catorce versos que integran esta combinación métrica. Es modelo el tan conocido de Lope de Vega: “Un soneto me manda hacer Violante……….; “que, a su vez, no es sino servil del que compuso don Diego Hurtado de Mendoza:

Pedís, Reina, un soneto;
ya le hago;
ya el primer verso y el segundo es hecho;
si el tercero me sale de provecho,
con el otro verso el cuarteto os pago”.

El “Soneto bilingüe dedicado al Cosmopollino” y el que se consagra “A Juan que volvió tullido de sus viajes sentimentales”, pertenecen a un género satírico que casi no halla cabida en los terrenos del arte puro. Saetas envenenadas que salieron del arco tenso en horas de rencor y tedio, estos arranques, sobre no tener gracia—que la gracia es delicadeza—son enteramente injustos. Ya don Juan Montalvo, contra quien van enderezados se defendió bravamente de la burla que en ellos se hace de su descripción en la visita a la roca Tarpeya; descripción, ciertamente, que no tiene perfiles caricaturescos y que, por el contrario, es movida, sobria y natural. Extraña que el docto coleccionador de las obras de García Moreno tenga aplausos para estos dos sonetos, de inmensa crasitud en la expresión, como que en ambos se califica nada menos que de pollino al gran escritor, y los cuales solo sirven para demostrar que aún en las grandes almas halla cabida la negra sombra de la venganza y el odio.


VICTOR MANUEL ALBORNOZ.

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