La figura intelectual de Alfonso Borrero Moscoso se destaca entre las de los ecuatorianos que dedicaron su vida al servicio desinteresado y eficaz de las ciencias y las letras.
Un breve extracto biográfico basta para resaltar su valiosa personalidad. Nació en Cuenca el 8 de Septiembre de 1866. Fue hijo del Sr. Dr. Antonio Borrero Cortázar, personaje que llegó a ocupar la primera magistratura de la nación, y de doña Rosa Moscoso Cárdenas, perteneciente a los más distinguidos elementos sociales de su tierra natal. En 1893 contrajo matrimonio con doña Armelia Vega Larrea, dama de notables prendas personales. Tal enlace ha prolongado en su descendencia los merecimientos de los antecesores de la familia.
Desde muy temprano Alfonso Borrero Moscoso sobresalió por la brillantez de sus cualidades. Suficiente es mencionar que fue Director de Estudios del Azuay, varias veces Diputado al Congreso Nacional, Jurisconsulto de los de más renombre y sobresaliente profesor universitario. En estos dos últimos aspectos, ocupa merecidamente los puestos más altos: en la Universidad, el de Vicerrector, ejerciendo luego por largo tiempo el Rectorado; y en el Poder Judicial con magnífica actuación como Ministro Juez y Presidente de la Corte Superior de Justicia.
No hay actos más encumbrados y decisivos para cumplir en forma debida una función en la vida que el de realizarlos como resultado de una verdadera vocación. Ya expresó doctamente Gregorio Marañón que las vocaciones más nobles y trascendentales son las del artista, la del sabio y la del maestro puesto que son “las que impulsan al hombre, por encima de toda otra elección, a crear la belleza, si es artista; a buscar la verdad si es hombre de ciencia; o a enseñar a los otros, si es maestro.” Este es el caso de Alfonso Borrero Moscoso, pues si ejecutó el arte de la literatura con el desempeño estético de la pluma; también supo efectuar obra científica al especializarse en el cultivo de las ciencias históricas; así como fue maestro al revestirse de la abnegación necesaria al que da enseñanza, sea en la cátedra universitaria o en los tribunales en que se ejerce el magisterio de la Justicia.
No me toca hablar aquí en lo que concierne al literato, cuya actividad ejerció principalmente en la juventud, tanto en verso como en prosa. Su jerarquía de escritor es indudable. Posee agilidad narrativa, reflexiones perspicaces, rectitud en el enjuiciamiento crítico, elocución apropiada, lenguaje sencillo, propio para hacerse comprender del lector.
Tampoco me corresponde extenderme en estas líneas respecto al maestro de juventudes, que aleccionó cuidadosamente en las normas del Derecho Público a buen número de discípulos. De este género es su magnífico trabajo en la problemática de las controversias internacionales y su resolución mediante el arbitraje. Si en esta clase de estudios revela su preparación, igualmente demuestra amplia cultura en las notas bibliográficas y en artículos de excelente contenido de atinadas observaciones y eruditos comentarios en sus frecuentes colaboraciones en periódicos y revistas.
Nada diré de su irreprochable actuación en los Tribunales de Justicia, en donde difunde su ciencia jurídica, constituyéndose en honra del Foro azuayo. Tampoco me referiré a su persuasiva actuación en los Congresos de la República, en los que interviene como legislador que responde al auténtico significado del vocablo.
Me limitaré, pues, a enfocarlo con brevedad en el ángulo de sus preferencias de intelecto, esto es en el de la historiografía.
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Referencia encomiástica merece el trabajo que hizo en 1894 con el título de “Décadas de la Municipalidad de Cuenca”, la cual comprende de 1751 a 1761. Prosiguió en esa labor años después, preparando otra obra similar, relativa a época más lejana, pues abarca de 1557 a 1567, esto es desde la fundación de la ciudad. Aunque la escribe en 1909, estimulado por la creación de la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos, dirigida por el egregio Arzobispo Federico González Suárez, los respectivos originales permanecen inéditos prolongado tiempo, hasta publicarse póstumamente en 1967. En uno y otro volumen, Borrero no amontona de manera indiscriminada los datos recogidos, sino que escoge los de mayor relieve, enlazando todos los detalles que contribuyen a presentarlos con homogeneidad, de modo que el investigador pueda utilizarlos con provecho.
Otra de sus producciones que también permanece prolongado lapso sin ir a manos de tipógrafos es “Reivindicación Histórica del Mariscal José de la Mar y Cortázar”, escrita en 1924 y publicada en 1958 con un corto exordio mío, en el que recomiendo la tendencia, hoy bastante generalizada en los asuntos históricos, de revisar los hechos, situando a los personajes que en ellos intervienen en el sitio que en realidad deben ocupar si se desvanecen prejuicios, equivocaciones o calumnias al tratarse de personas o acontecimientos que debido a circunstancias políticas, odios personales o falta de noticias fidedignas se los presenta en forma que no corresponde a la verdad histórica. Discurre serenamente Borrero Moscoso al justificar, con abundancia de razonamientos el proceder de La Mar, el más célebre de los Generales ecuatorianos en la época de la Independencia e hijo conspicuo de esta tierra, cuya personalidad la han discutido y discuten algunos, si bien la mayoría ilustrada la defiende, guardando esa posición intelectuales tan valiosos como Olmedo, Rocafuerte, Luis Cordero, Remigio Crespo Toral, Pío Jaramillo Alvarado, Abelardo Moncayo, Alberto Muñoz Vernaza, Romeo Castillo, Pareja Diezcanseco y muchos más.
Otra de sus producciones es una recomendable Biografía de Francisco y Abdón Calderón, con copiosas informaciones relativas a padre e hijo, cubano el primero y nativo de Cuenca el segundo, pero ambos beneméritos de la causa de la emancipación americana, por la cual ofrendaron sus vidas, el uno inicuamente fusilado en Ibarra y el otro tras luchar en las breñas del Pichincha para ser inmortalizado por Bolívar en cada uno de los corazones ecuatorianos.
No debo olvidad las Leyendas Históricas escritas por Borrero Moscoso. Se ha dicho, fundadamente, que la leyenda es muchas veces la verdadera historia, pues se despoja de timideces, obra con franqueza rechazando noticias cuando éstas se las sospecha falsas; no se sustenta en lo escrito por otros, prefiriendo tener como base la tradición oral, que muchas veces es la que escribe, por así decirlo, con la lengua de varias generaciones los acontecimientos ocurridos en realidad, pero que el historiador calla a veces por temor a conveniencias sociales o políticas u otros motivos. Borrero Moscoso tiene leyendas tan sabrosas, tan llenas de donaire como las intituladas: “Un drama sangriento”, referente al espadachín Zavala; “El primer reloj público de Cuenca”, reloj fabricado en esta ciudad y recompensado por el Cabildo con la adjudicación a su autor de un buen lote de tierras; “Las desventuras de la República”, “Viaje en una mañana, de España hasta el pie del Cojitambo” y otras igualmente interesantes.
Para concluir estas apuntaciones bibliográficas, debo referirme a las dos obras que hay que considerar como las principales entre las que compuso el Dr. Borrero Moscoso en su faena intelectual. Advirtiendo que no se apreciaba en lo que valía la inmensa contribución de Cuenca y su comarca a las dos batallas que decidieron la definitiva emancipación del Ecuador y otros países del continente americano, decidió escribir dos libros verdaderamente trascendentales para conocer con exactitud el nacimiento de la Patria tras las porfiadas luchas por el bien de la Libertad: “Cuenca en Pichincha”, que impresa en los Talleres gráficos Municipales apareció en 1922 recibiendo la mejor acogida, la misma que seguramente recibirá esta segunda edición que para divulgar tan importante libro hace circular ahora, con acierto que merece aplauso, el Núcleo del Azuay de la Casa de la Cultura Ecuatoriana; y “Ayacucho”, que vio la luz pública en 1924, publicada también por el Concejo Municipal de Cuenca, habiendo merecido segunda edición en 1956, auspiciada por el Ministerio de Defensa Nacional.
“Cuenca en Pichincha” y “Ayacucho” son dos obras que se armonizan y se complementan, teniendo ambas por escenario principal la magnificencia andina, la una las cúspides cercanas a Quito y la otra al pie del elevado Cúndur- cunca.
Esos dos libros no contienen relatos epidérmicos; por el contrario, son incisiones profundas en el cuerpo desnudo de investigaciones realizadas hasta el ápice, a fin de que respondan a una absoluta certeza. Obedecen a un plan metódicamente llevado a cabo, con estructuración arquitectónica que consistencia y perfecta visibilidad a los acontecimientos descritos. En algunos centenares de páginas de apretada lectura se contiene el panorama integral de los sucesos americanos ocurridos en casi dos décadas del siglo anterior consagrados a la épica gloriosa de la Independencia. Los hechos concernientes en este mismo aspecto a Nueva Granada, Venezuela y Perú, al par de los del Ecuador, se los presenta en un esfuerzo positivo de síntesis descriptiva. La estelar constelación de los próceres del movimiento emancipador brilla en apropiadas semblanzas. El itinerario detallado del avance y encuentro de los ejércitos despierta el interés de los lectores. No puede ser más acertado el análisis y el enjuiciamiento de los sucesos y de los que en ellos intervienen. Todo está respaldado con profusa e incontrovertible documentación, en buena parte original y por consiguiente desconocida hasta entonces.
“Cuenca en Pichincha” y “Ayacucho” son obras que debieran conocerlas todos los ecuatorianos y aun los de las naciones vecinas; obras, por otra parte, dignas de figurar, para consulta e ilustración, en la generalidad de las bibliotecas y archivos de América, pues constituyen la visión cabal del acontecimiento más importante de nuestra historia, ya que significa el ingreso triunfal al concierto de los pueblos libres y soberanos.
La enseñanza del heroísmo y de sus prototipos resulta siempre provechosa. Si hoy no es menester el deporte sangriento de la guerra en pos de romper la sujeción y férula extrañas, sí se necesita practicar un heroísmo más difícil: el de sostener, robusteciéndolos, los principios republicanos, sin vulnerarlos, sin desfigurarlos, sin entorpecerlos, manteniéndolos con limpieza de procedimientos, con empeño desinteresado y si es necesario con el mismo sacrificio, con todo ese acervo de virtudes que vigorizan el auténtico civismo. Al trazar esos dos grandes frisos heroicos Borrero Moscoso muéstrase como auténtico patriota, sincero patriota, porque dar a conocer las acciones que honran a un país es obra eminentemente patriótica, puesto que esa enseñanza incita a las generaciones del presente a consagrar mente, corazón, voluntad y fortaleza al servicio de la Patria.
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Después de una vida útil y laboriosa, fallece el señor doctor Alfonso Borrero Moscoso el 5 de Julio de 1926, perdiendo así el Ecuador a uno de sus varones representativos por sus indiscutibles merecimientos. Sobre todo en el escalafón de los historiadores nacionales ocupó sitial de primacía. Con sus substanciosas lucubraciones contribuyó a dar mayor prestigio a la ciudad nativa y a la nación, mereciendo su obra, tanto en el país como en el extranjero, comentarios enteramente favorables.
Por eso, Cuenca especialmente pone su nombre entre los de los mejores de sus hijos. Ahora reposa en el cementerio municipal en la Sección de Hombres Ilustres, como lo fue en verdad: allí duerme el sueño de la muerte, pero su nombre perdura y perdurará largamente porque queda su recuerdo y, más que nada, su obra reconocida por todos llena de excelencia.
VICTOR MANUEL ALBORNOZ.
Cuenca, Mayo de 1972.
Un breve extracto biográfico basta para resaltar su valiosa personalidad. Nació en Cuenca el 8 de Septiembre de 1866. Fue hijo del Sr. Dr. Antonio Borrero Cortázar, personaje que llegó a ocupar la primera magistratura de la nación, y de doña Rosa Moscoso Cárdenas, perteneciente a los más distinguidos elementos sociales de su tierra natal. En 1893 contrajo matrimonio con doña Armelia Vega Larrea, dama de notables prendas personales. Tal enlace ha prolongado en su descendencia los merecimientos de los antecesores de la familia.
Desde muy temprano Alfonso Borrero Moscoso sobresalió por la brillantez de sus cualidades. Suficiente es mencionar que fue Director de Estudios del Azuay, varias veces Diputado al Congreso Nacional, Jurisconsulto de los de más renombre y sobresaliente profesor universitario. En estos dos últimos aspectos, ocupa merecidamente los puestos más altos: en la Universidad, el de Vicerrector, ejerciendo luego por largo tiempo el Rectorado; y en el Poder Judicial con magnífica actuación como Ministro Juez y Presidente de la Corte Superior de Justicia.
No hay actos más encumbrados y decisivos para cumplir en forma debida una función en la vida que el de realizarlos como resultado de una verdadera vocación. Ya expresó doctamente Gregorio Marañón que las vocaciones más nobles y trascendentales son las del artista, la del sabio y la del maestro puesto que son “las que impulsan al hombre, por encima de toda otra elección, a crear la belleza, si es artista; a buscar la verdad si es hombre de ciencia; o a enseñar a los otros, si es maestro.” Este es el caso de Alfonso Borrero Moscoso, pues si ejecutó el arte de la literatura con el desempeño estético de la pluma; también supo efectuar obra científica al especializarse en el cultivo de las ciencias históricas; así como fue maestro al revestirse de la abnegación necesaria al que da enseñanza, sea en la cátedra universitaria o en los tribunales en que se ejerce el magisterio de la Justicia.
No me toca hablar aquí en lo que concierne al literato, cuya actividad ejerció principalmente en la juventud, tanto en verso como en prosa. Su jerarquía de escritor es indudable. Posee agilidad narrativa, reflexiones perspicaces, rectitud en el enjuiciamiento crítico, elocución apropiada, lenguaje sencillo, propio para hacerse comprender del lector.
Tampoco me corresponde extenderme en estas líneas respecto al maestro de juventudes, que aleccionó cuidadosamente en las normas del Derecho Público a buen número de discípulos. De este género es su magnífico trabajo en la problemática de las controversias internacionales y su resolución mediante el arbitraje. Si en esta clase de estudios revela su preparación, igualmente demuestra amplia cultura en las notas bibliográficas y en artículos de excelente contenido de atinadas observaciones y eruditos comentarios en sus frecuentes colaboraciones en periódicos y revistas.
Nada diré de su irreprochable actuación en los Tribunales de Justicia, en donde difunde su ciencia jurídica, constituyéndose en honra del Foro azuayo. Tampoco me referiré a su persuasiva actuación en los Congresos de la República, en los que interviene como legislador que responde al auténtico significado del vocablo.
Me limitaré, pues, a enfocarlo con brevedad en el ángulo de sus preferencias de intelecto, esto es en el de la historiografía.
º
º º
Referencia encomiástica merece el trabajo que hizo en 1894 con el título de “Décadas de la Municipalidad de Cuenca”, la cual comprende de 1751 a 1761. Prosiguió en esa labor años después, preparando otra obra similar, relativa a época más lejana, pues abarca de 1557 a 1567, esto es desde la fundación de la ciudad. Aunque la escribe en 1909, estimulado por la creación de la Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos, dirigida por el egregio Arzobispo Federico González Suárez, los respectivos originales permanecen inéditos prolongado tiempo, hasta publicarse póstumamente en 1967. En uno y otro volumen, Borrero no amontona de manera indiscriminada los datos recogidos, sino que escoge los de mayor relieve, enlazando todos los detalles que contribuyen a presentarlos con homogeneidad, de modo que el investigador pueda utilizarlos con provecho.
Otra de sus producciones que también permanece prolongado lapso sin ir a manos de tipógrafos es “Reivindicación Histórica del Mariscal José de la Mar y Cortázar”, escrita en 1924 y publicada en 1958 con un corto exordio mío, en el que recomiendo la tendencia, hoy bastante generalizada en los asuntos históricos, de revisar los hechos, situando a los personajes que en ellos intervienen en el sitio que en realidad deben ocupar si se desvanecen prejuicios, equivocaciones o calumnias al tratarse de personas o acontecimientos que debido a circunstancias políticas, odios personales o falta de noticias fidedignas se los presenta en forma que no corresponde a la verdad histórica. Discurre serenamente Borrero Moscoso al justificar, con abundancia de razonamientos el proceder de La Mar, el más célebre de los Generales ecuatorianos en la época de la Independencia e hijo conspicuo de esta tierra, cuya personalidad la han discutido y discuten algunos, si bien la mayoría ilustrada la defiende, guardando esa posición intelectuales tan valiosos como Olmedo, Rocafuerte, Luis Cordero, Remigio Crespo Toral, Pío Jaramillo Alvarado, Abelardo Moncayo, Alberto Muñoz Vernaza, Romeo Castillo, Pareja Diezcanseco y muchos más.
Otra de sus producciones es una recomendable Biografía de Francisco y Abdón Calderón, con copiosas informaciones relativas a padre e hijo, cubano el primero y nativo de Cuenca el segundo, pero ambos beneméritos de la causa de la emancipación americana, por la cual ofrendaron sus vidas, el uno inicuamente fusilado en Ibarra y el otro tras luchar en las breñas del Pichincha para ser inmortalizado por Bolívar en cada uno de los corazones ecuatorianos.
No debo olvidad las Leyendas Históricas escritas por Borrero Moscoso. Se ha dicho, fundadamente, que la leyenda es muchas veces la verdadera historia, pues se despoja de timideces, obra con franqueza rechazando noticias cuando éstas se las sospecha falsas; no se sustenta en lo escrito por otros, prefiriendo tener como base la tradición oral, que muchas veces es la que escribe, por así decirlo, con la lengua de varias generaciones los acontecimientos ocurridos en realidad, pero que el historiador calla a veces por temor a conveniencias sociales o políticas u otros motivos. Borrero Moscoso tiene leyendas tan sabrosas, tan llenas de donaire como las intituladas: “Un drama sangriento”, referente al espadachín Zavala; “El primer reloj público de Cuenca”, reloj fabricado en esta ciudad y recompensado por el Cabildo con la adjudicación a su autor de un buen lote de tierras; “Las desventuras de la República”, “Viaje en una mañana, de España hasta el pie del Cojitambo” y otras igualmente interesantes.
Para concluir estas apuntaciones bibliográficas, debo referirme a las dos obras que hay que considerar como las principales entre las que compuso el Dr. Borrero Moscoso en su faena intelectual. Advirtiendo que no se apreciaba en lo que valía la inmensa contribución de Cuenca y su comarca a las dos batallas que decidieron la definitiva emancipación del Ecuador y otros países del continente americano, decidió escribir dos libros verdaderamente trascendentales para conocer con exactitud el nacimiento de la Patria tras las porfiadas luchas por el bien de la Libertad: “Cuenca en Pichincha”, que impresa en los Talleres gráficos Municipales apareció en 1922 recibiendo la mejor acogida, la misma que seguramente recibirá esta segunda edición que para divulgar tan importante libro hace circular ahora, con acierto que merece aplauso, el Núcleo del Azuay de la Casa de la Cultura Ecuatoriana; y “Ayacucho”, que vio la luz pública en 1924, publicada también por el Concejo Municipal de Cuenca, habiendo merecido segunda edición en 1956, auspiciada por el Ministerio de Defensa Nacional.
“Cuenca en Pichincha” y “Ayacucho” son dos obras que se armonizan y se complementan, teniendo ambas por escenario principal la magnificencia andina, la una las cúspides cercanas a Quito y la otra al pie del elevado Cúndur- cunca.
Esos dos libros no contienen relatos epidérmicos; por el contrario, son incisiones profundas en el cuerpo desnudo de investigaciones realizadas hasta el ápice, a fin de que respondan a una absoluta certeza. Obedecen a un plan metódicamente llevado a cabo, con estructuración arquitectónica que consistencia y perfecta visibilidad a los acontecimientos descritos. En algunos centenares de páginas de apretada lectura se contiene el panorama integral de los sucesos americanos ocurridos en casi dos décadas del siglo anterior consagrados a la épica gloriosa de la Independencia. Los hechos concernientes en este mismo aspecto a Nueva Granada, Venezuela y Perú, al par de los del Ecuador, se los presenta en un esfuerzo positivo de síntesis descriptiva. La estelar constelación de los próceres del movimiento emancipador brilla en apropiadas semblanzas. El itinerario detallado del avance y encuentro de los ejércitos despierta el interés de los lectores. No puede ser más acertado el análisis y el enjuiciamiento de los sucesos y de los que en ellos intervienen. Todo está respaldado con profusa e incontrovertible documentación, en buena parte original y por consiguiente desconocida hasta entonces.
“Cuenca en Pichincha” y “Ayacucho” son obras que debieran conocerlas todos los ecuatorianos y aun los de las naciones vecinas; obras, por otra parte, dignas de figurar, para consulta e ilustración, en la generalidad de las bibliotecas y archivos de América, pues constituyen la visión cabal del acontecimiento más importante de nuestra historia, ya que significa el ingreso triunfal al concierto de los pueblos libres y soberanos.
La enseñanza del heroísmo y de sus prototipos resulta siempre provechosa. Si hoy no es menester el deporte sangriento de la guerra en pos de romper la sujeción y férula extrañas, sí se necesita practicar un heroísmo más difícil: el de sostener, robusteciéndolos, los principios republicanos, sin vulnerarlos, sin desfigurarlos, sin entorpecerlos, manteniéndolos con limpieza de procedimientos, con empeño desinteresado y si es necesario con el mismo sacrificio, con todo ese acervo de virtudes que vigorizan el auténtico civismo. Al trazar esos dos grandes frisos heroicos Borrero Moscoso muéstrase como auténtico patriota, sincero patriota, porque dar a conocer las acciones que honran a un país es obra eminentemente patriótica, puesto que esa enseñanza incita a las generaciones del presente a consagrar mente, corazón, voluntad y fortaleza al servicio de la Patria.
º
º º
Después de una vida útil y laboriosa, fallece el señor doctor Alfonso Borrero Moscoso el 5 de Julio de 1926, perdiendo así el Ecuador a uno de sus varones representativos por sus indiscutibles merecimientos. Sobre todo en el escalafón de los historiadores nacionales ocupó sitial de primacía. Con sus substanciosas lucubraciones contribuyó a dar mayor prestigio a la ciudad nativa y a la nación, mereciendo su obra, tanto en el país como en el extranjero, comentarios enteramente favorables.
Por eso, Cuenca especialmente pone su nombre entre los de los mejores de sus hijos. Ahora reposa en el cementerio municipal en la Sección de Hombres Ilustres, como lo fue en verdad: allí duerme el sueño de la muerte, pero su nombre perdura y perdurará largamente porque queda su recuerdo y, más que nada, su obra reconocida por todos llena de excelencia.
VICTOR MANUEL ALBORNOZ.
Cuenca, Mayo de 1972.
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