Víctor Manuel Albornoz apareció, niño aún, cuarenta años há, en nuestra historia literaria, afirmando el pie, desde los primeros pasos, en la eminencia. En horas de juventud, su afición le lleva a cortar floridos laureles en el bosque de Apolo, para, después, reunir gavillas de granado fruto en el campo del periodismo.
Mas, en un momento estelar, oye la llamada del pasado, “el mejor profeta del porvenir”, según la frase de Lord Byron y halla se definitiva vocación, la de los estudios históricos. Y por este áspero camino llega a las cumbres; no sin que, aprovechando frecuentes vagares, deje de recorrer los floridos oteros de la poesía y pulse su lira bajo el haya virgiliana, en ápice regosto.
Albornoz no sólo evoca las sombras de los egregios antepasados, para en rito sibilino, obtener sus respuestas a las angustiosas interrogaciones del presente. No, sino mejor, -siguiendo las normas azorinianas- les arranca de sus tumbas, las revive y, prestándole actualidad, le trae para que ambulen por nuestras calles, se codeen con los cuencanos de hoy y tengan su parte de alegrías y pesares en la tragicomedia de estos días.
¿Y las cosas que fueron? ¿Cómo no atender su silencioso llanto –llacrimae rerum—su anhelo de que alguien las comprenda, las enaltezca y las transfigure?
Re-crear, recreando: estas dos voces de sutil convergencia semántica, resumen, a nuestro modo de ver, el fondo y la forma de la obra histórica de Albornoz.
Amigo de la perfección, Albornoz redujo el ángulo de su diáfana lente sólo al pequeño escenario doméstico, al de la Cuenca de ayer y de hoy, porque de esta suerte, los contornos, los colores, las dimensiones cobran mayor nitidez, mayor brillo, más justicia.
Luz y medida en el juicio histórico: sentimientos elevados, -indeleble sello de la personalidad del escritor, cuyo origen hay que hallar en la noble cuna familiar, en las primeras horas de la infancia transcurridas en hogar de cultura y de esa antigua delicadeza-; estilo peculiar, sutilmente elaborado en alquitaras clásicas, alado, armonioso, en que a cada paso asoma el compás del antiguo poeta y la agilidad de periodista. Tres fases que singularizan a quien, con este libro, nos regala quizás con la mejor de sus obras, laureada en justo reconocimiento y por tantos motivos.
¡Cuán bien cuadra en esta ocasión aquella máxima española, tan vieja y tan embebida de sabiduría: “no puede sazonar el otoño lo que no floreció por el Mayo”!
Y préstenos Saavedra Fajardo su alto calificativo: de “tesorero de la gloria”, porque si alguien debe aplicarse en su justa acepción –ya material como espiritual—es a Víctor Manuel Albornoz, Cronista de la Ciudad y Director de su Museo Histórico.
Ahora, permitid que, en breve post-data, tras estas líneas de presentación de quién en modo alguno la requería, llamemos la atención sobre un punto de interés que nos está produciendo cosquilleos en nuestra epidermis de bibliógrafo.
Dos viejos maestros del siglo XX, Anatole France y Azorín, deploran que la descripción de los libros en listas generales y bibliografías consultadas se nos dé de manera tan sucinta, restando así mucho del conocido “encanto de leer un Catálogo”.
Esta falta es hoy, por primera vez, reparada por Albornoz, quien nos ofrece síntesis atrayentes, ordenadas críticas de la extensa y desconocida Bibliografía que ha consultado. Con esto, nos invita a seguir su ejemplo.
No olvidemos el consejo de Renán, apropiados para estos tiempos que corren, y tan faltos del apacible sosiego que endulzó la vida de nuestros abuelos: “En lo futuro sólo serán leídos los libros de crítica, los ensayos, los extractos y referencias de otros libros. La crítica lo será todo. Las obras originales dejarán de ser leídas. Lo serán los traslados discretos y sintéticos que de ellas haga la crítica”.
Nicolás Espinosa Cordero.
En Federico Proaño---Galeote del Destino
Mayo de 1953.
Mas, en un momento estelar, oye la llamada del pasado, “el mejor profeta del porvenir”, según la frase de Lord Byron y halla se definitiva vocación, la de los estudios históricos. Y por este áspero camino llega a las cumbres; no sin que, aprovechando frecuentes vagares, deje de recorrer los floridos oteros de la poesía y pulse su lira bajo el haya virgiliana, en ápice regosto.
Albornoz no sólo evoca las sombras de los egregios antepasados, para en rito sibilino, obtener sus respuestas a las angustiosas interrogaciones del presente. No, sino mejor, -siguiendo las normas azorinianas- les arranca de sus tumbas, las revive y, prestándole actualidad, le trae para que ambulen por nuestras calles, se codeen con los cuencanos de hoy y tengan su parte de alegrías y pesares en la tragicomedia de estos días.
¿Y las cosas que fueron? ¿Cómo no atender su silencioso llanto –llacrimae rerum—su anhelo de que alguien las comprenda, las enaltezca y las transfigure?
Re-crear, recreando: estas dos voces de sutil convergencia semántica, resumen, a nuestro modo de ver, el fondo y la forma de la obra histórica de Albornoz.
Amigo de la perfección, Albornoz redujo el ángulo de su diáfana lente sólo al pequeño escenario doméstico, al de la Cuenca de ayer y de hoy, porque de esta suerte, los contornos, los colores, las dimensiones cobran mayor nitidez, mayor brillo, más justicia.
Luz y medida en el juicio histórico: sentimientos elevados, -indeleble sello de la personalidad del escritor, cuyo origen hay que hallar en la noble cuna familiar, en las primeras horas de la infancia transcurridas en hogar de cultura y de esa antigua delicadeza-; estilo peculiar, sutilmente elaborado en alquitaras clásicas, alado, armonioso, en que a cada paso asoma el compás del antiguo poeta y la agilidad de periodista. Tres fases que singularizan a quien, con este libro, nos regala quizás con la mejor de sus obras, laureada en justo reconocimiento y por tantos motivos.
¡Cuán bien cuadra en esta ocasión aquella máxima española, tan vieja y tan embebida de sabiduría: “no puede sazonar el otoño lo que no floreció por el Mayo”!
Y préstenos Saavedra Fajardo su alto calificativo: de “tesorero de la gloria”, porque si alguien debe aplicarse en su justa acepción –ya material como espiritual—es a Víctor Manuel Albornoz, Cronista de la Ciudad y Director de su Museo Histórico.
Ahora, permitid que, en breve post-data, tras estas líneas de presentación de quién en modo alguno la requería, llamemos la atención sobre un punto de interés que nos está produciendo cosquilleos en nuestra epidermis de bibliógrafo.
Dos viejos maestros del siglo XX, Anatole France y Azorín, deploran que la descripción de los libros en listas generales y bibliografías consultadas se nos dé de manera tan sucinta, restando así mucho del conocido “encanto de leer un Catálogo”.
Esta falta es hoy, por primera vez, reparada por Albornoz, quien nos ofrece síntesis atrayentes, ordenadas críticas de la extensa y desconocida Bibliografía que ha consultado. Con esto, nos invita a seguir su ejemplo.
No olvidemos el consejo de Renán, apropiados para estos tiempos que corren, y tan faltos del apacible sosiego que endulzó la vida de nuestros abuelos: “En lo futuro sólo serán leídos los libros de crítica, los ensayos, los extractos y referencias de otros libros. La crítica lo será todo. Las obras originales dejarán de ser leídas. Lo serán los traslados discretos y sintéticos que de ellas haga la crítica”.
Nicolás Espinosa Cordero.
En Federico Proaño---Galeote del Destino
Mayo de 1953.
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