Palabras pronunciadas en el sepelio
de Rafael Antonio Vintimilla Muñoz.
Dejad, señores, que m estruje angustiosamente el corazón, rememorando aquí, en este lúgubre vestíbulo de lo arcano, tiempos ya distantes, tiempos idos que hoy se agolpan en la mete, a impulso de un vendaval de nostalgias que trae otra vez lo que ya se fue al abrir el sepulcro de los recuerdos y resucitar lejanas horas de quietud, de ensueños, de esperanzas: dichas que aletean nuevamente, pero ahora como aves agoreras graznando el fatídico ritornelo de la pena de llorar por lo que está ya difunto; memorias de días plcenteros, hoy golpean el pecho, lastimándolo con profunda herida, haciendo verdad lo que dijo en estrofa inmortal Dante Alighieri:
Hiere el ayer el alma mía,
pues no hay tormento mayor
que recordar la alegría
en el tiempo del dolor.
Vuelvo hacia atrás la mirada, retrocedo cincuenta y cuatro años de vida, y me veo nuevamente junto a Rafael Antonio Vintimilla Muñoz, en las aulas del Colegio Seminario, allí fue él, indiscutiblemente, el primer estudiante de la clase, el primero por su claro talento, el primero por su inalterable bondad, el primero por la delicadeza de su espíritu. Allí obtuvimos provechosas enseñanzas que nos inculcaron educadores de la talla de Alberto Ordóñez Crespo, de Tomás Alvarado, de Jesús Arriaga, de Francisco de Paula Correa. Allí pudimos ver de cerca en lo que consiste el prodigio de la santidad al mirar la ascética figura y la acción evangélica de Guillermo Harris, el rector inolvidable. Allí tuvimos la noble emulación en el estudio, la sincera amistad de los condiscípulos, el franco estímulo en el aplauso de los maestros, la mejor recompensa en la satisfacción de nuestros padres cuando en los exámenes finales segábamos algún humilde laurel.
¡Qué entusiasmo y que bullicio en las alegres horas del recreo! ¡Qué emociones tan enternecedoras en esos hermosos sábados de Mayo, cuando en la Capilla del Colegio regábamos flores a las plantas de María Santísima y, luego, alborozados, soltábamos los globos de papel multicolor, como si enviásemos al cielo el mensaje dulcísimo de la Fe!
Mas todos esos regocijos cesaron mas tarde, cuando la vida nos hizo ver que también es obligación, que también es lucha, que también es sacrificio, que también es dolor, todo lo cual puede resumirse en una sola frase: que la vida no es, no debe ser, otra cosa para la humanidad que el cumplimiento del deber en forma digna, elevada, heroica.
Por eso, Rafael Antonio Vintimilla Muñoz fue un abanderado del deber, un prototipo de lo que debe ser un ciudadano: modelo de pulcritud, espejo de honorabilidad, varón listo al servicio de la ciudad y del país, dechado de trabajo, activo en los menesteres de la caridad, paradigma de amigos, lustre de su estirpe y de su hogar.
Temperamento delicado, amó cuanto de ventajoso tiene la cultura: los libros escogidos, la música selecta, las manifestaciones de arte, todo lo cual le atraía merced al buen gusto y la esmerada educación. Genuinamente modesto, sin mas ambiciones que la de su propia hidalguía, fue el hombre bueno por excelencia. Y ese es su mayor blasón en la heráldica del auténtico valer.
Si la tragedia de la muerte es precisamente el triunfo de la vida, hoy es el día de victoria de Rafael Antonio Vintimilla Muñoz. Allegándonos al símbolo del sabio Obispo de Hipona, podemos decir que si Rafal Antonio Vintimilla Muñoz por sus méritos de civismo fue jornalero infatigable en la construcción de la Ciudad del Hombre en la tierra, mediante la rectitud de sus cualidades morales acrisoladas en el sosiego de su conciencia ganó en la Ciudad de Dios el puesto de elección. Esa es su gloria.
VICTOR MANUEL ALBORNOZ
de Rafael Antonio Vintimilla Muñoz.
Dejad, señores, que m estruje angustiosamente el corazón, rememorando aquí, en este lúgubre vestíbulo de lo arcano, tiempos ya distantes, tiempos idos que hoy se agolpan en la mete, a impulso de un vendaval de nostalgias que trae otra vez lo que ya se fue al abrir el sepulcro de los recuerdos y resucitar lejanas horas de quietud, de ensueños, de esperanzas: dichas que aletean nuevamente, pero ahora como aves agoreras graznando el fatídico ritornelo de la pena de llorar por lo que está ya difunto; memorias de días plcenteros, hoy golpean el pecho, lastimándolo con profunda herida, haciendo verdad lo que dijo en estrofa inmortal Dante Alighieri:
Hiere el ayer el alma mía,
pues no hay tormento mayor
que recordar la alegría
en el tiempo del dolor.
Vuelvo hacia atrás la mirada, retrocedo cincuenta y cuatro años de vida, y me veo nuevamente junto a Rafael Antonio Vintimilla Muñoz, en las aulas del Colegio Seminario, allí fue él, indiscutiblemente, el primer estudiante de la clase, el primero por su claro talento, el primero por su inalterable bondad, el primero por la delicadeza de su espíritu. Allí obtuvimos provechosas enseñanzas que nos inculcaron educadores de la talla de Alberto Ordóñez Crespo, de Tomás Alvarado, de Jesús Arriaga, de Francisco de Paula Correa. Allí pudimos ver de cerca en lo que consiste el prodigio de la santidad al mirar la ascética figura y la acción evangélica de Guillermo Harris, el rector inolvidable. Allí tuvimos la noble emulación en el estudio, la sincera amistad de los condiscípulos, el franco estímulo en el aplauso de los maestros, la mejor recompensa en la satisfacción de nuestros padres cuando en los exámenes finales segábamos algún humilde laurel.
¡Qué entusiasmo y que bullicio en las alegres horas del recreo! ¡Qué emociones tan enternecedoras en esos hermosos sábados de Mayo, cuando en la Capilla del Colegio regábamos flores a las plantas de María Santísima y, luego, alborozados, soltábamos los globos de papel multicolor, como si enviásemos al cielo el mensaje dulcísimo de la Fe!
Mas todos esos regocijos cesaron mas tarde, cuando la vida nos hizo ver que también es obligación, que también es lucha, que también es sacrificio, que también es dolor, todo lo cual puede resumirse en una sola frase: que la vida no es, no debe ser, otra cosa para la humanidad que el cumplimiento del deber en forma digna, elevada, heroica.
Por eso, Rafael Antonio Vintimilla Muñoz fue un abanderado del deber, un prototipo de lo que debe ser un ciudadano: modelo de pulcritud, espejo de honorabilidad, varón listo al servicio de la ciudad y del país, dechado de trabajo, activo en los menesteres de la caridad, paradigma de amigos, lustre de su estirpe y de su hogar.
Temperamento delicado, amó cuanto de ventajoso tiene la cultura: los libros escogidos, la música selecta, las manifestaciones de arte, todo lo cual le atraía merced al buen gusto y la esmerada educación. Genuinamente modesto, sin mas ambiciones que la de su propia hidalguía, fue el hombre bueno por excelencia. Y ese es su mayor blasón en la heráldica del auténtico valer.
Si la tragedia de la muerte es precisamente el triunfo de la vida, hoy es el día de victoria de Rafael Antonio Vintimilla Muñoz. Allegándonos al símbolo del sabio Obispo de Hipona, podemos decir que si Rafal Antonio Vintimilla Muñoz por sus méritos de civismo fue jornalero infatigable en la construcción de la Ciudad del Hombre en la tierra, mediante la rectitud de sus cualidades morales acrisoladas en el sosiego de su conciencia ganó en la Ciudad de Dios el puesto de elección. Esa es su gloria.
VICTOR MANUEL ALBORNOZ
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