Amigos

2. La ciudad suspendida



“La prefiero a las demás, la hago mi morada
y señalo a Cuenca en los futuros tiempos como
primera, libre, principal, limpia de la idolatría
y de la servidumbre babilónica.”
Alfonso VIII


A mitad de camino entre la tierra y el cielo, entre Castilla y Aragón, entre Madrid y Valencia, entre La Mancha y los Montes Universales se alza, como en portentoso equilibrio, la fascinante ciudad de Cuenca. Una ciudad que trae hasta nuestros días un misterioso embrujo de medioevo emanado de profundas raíces milenarias. Del verdor de las montañas de un extremo de la provincia se desciende hacia La Mancha, patria, sendero y escenario de Don Quijote, que se extiende dura y heroica, sobria y polvorienta, propicia a la lucha desigual, al ensueño sin barreras y los más altivos ideales.

Pero sobre todo, Cuenca fascina por su ubicación y su estilo fantásticos que la convierten en monumental síntesis del medioevo y de una arquitectura feudal lograda en este caso por la naturaleza. Y es que no podría decirse si es una ciudad en forma de fortaleza o es una fortaleza en forma de ciudad. Los muros de ciclópeo castillo son imponentes taludes sobre precipicios, y los ríos que la engarzan amorosamente, con un luminoso cinturón de verde, son el foso del increíble conjunto presidido por la torre del homenaje, huella del tiempo morisco, que sería la Torre de Mangana, visible desde remotas distancias. Adosadas a la fortaleza, las casas se distribuyen en dos sectores, las de la región de las nubes que se sitúan en la cúspide y se cuelgan sobre el vacío en los precipicios y las que se riegan abajo, en el borde de los ríos. Todo en Cuenca es un paisaje vertical, todo incita a la ascensión, a la conquista de las cumbres, a la búsqueda de lo eterno.

Desde la altura hasta los valles inmediatos las rocas se despliegan en formaciones caprichosas que año tras año esculpe y afina la erosión. Las rocas aparecen en las formas impresionantes de animales y edificios extraños, de esculturas de insospechadas proporciones que al llegar la noche y en los contraluces lunares parecen cobrar vida fantasmal, justamente de “Ciudad Encantada” como se llama una de las mayores aglomeraciones de estas piedras de fantasía. Y así bordean los montes o ruedan por los despeñaderos figuras en forma de ciervos, de camellos, de hongos, de bajeles, de parejas de amantes, de yunques, tortugas, caimanes, puentes y de monumentos espeluznantes que parecen, año tras año, próximos a desplomarse entre dédalos de corredores, cuevas y oquedades que cambian de colores a lo largo del día. Así se visten de oro, de plata, de violeta o de sombras tétricas cuando las tinieblas vuelven a su vida sobrenatural a los fantasmas de este reino de la fábula. Pero llega el luminoso amanecer de Cuenca y todo se aquieta, se disuelve su ropaje de nubes y aparece la nota acariciante y cristalina de sus ríos tranquilos, el Júcar de jade y el Huecar azulado con sus guirnaldas de sauces y de chopos que bordean el agua, mas debajo de la región de los pinos que dan, de trecho en trecho, sus verdor al paisaje conquense.
Los contrafuertes del inmenso castillo se acumulan en las curvas de los acantilados que descienden al río y se denominan “hoces”, en un concepto que se multiplica y se mantiene en casi todas las actividades de la ciudad. Las “hoces” tienen sectores cultivados en terrazas pacientemente construidas para detener la erosión y prevenir los derrumbamientos. Y se habla de los “hocinos” que son los verdaderos huertos de las hoces y los “hocineros” que cultivan las laderas como “hoces”, con una psicología condicionada al pensamiento avaro de tierras y a la consigna de arrancar algo más a los taludes pedregosos.

Tal es la labor infatigable y milenaria del Júcar que ha ido contorneando la ciudad celtibérica, ciudad cargada de historia que vio en sus cercanías morir a Viriato y que, en su ausencia de lo medieval y lo español, se muestra como lo dice su título nobiliario “heroica, fidelísima e impertérrita” definiendo así las características de sus gentes. Ese sentido de eternidad de la ciudad imperturbable al paso de los años, lo expresa su paisaje en la perenne madurez de la piedra y en la constante juventud de los pinares.

Casi cuatrocientos años Cuenca fue ocupada por los árabes y solo se integró definitivamente a España en 1177 por la acción de Alfonso VIII. De la dominación islámica quedaron en Cuenca las primorosas artesanías del marfil y la cerámica, los vidrios, tejidos y metales, todo lo cual ha dejado huella imperecedera y admirable en sus templos y residencias, en sus puentes, muros y bastiones.

Pero no fueron solamente las armas las que tomaron la ciudad de Cuenca que, en sus tres siglos de ocupación, los árabes llamaban Conca, nombre otorgado a un viejo castillo morisco del siglo IX. Fue también un regalo de amor, cuando Alfonso VI de Castilla, el Rey que tuvo al Cid como su mayor vasallo, allá por el 1090, decidió contraer matrimonio con la princesa Zaida, hija del Rey Moro Al-Motamid de Sevilla, y éste le dio en dote la ciudad de Conca, junto con las de Alarcón, Ucles, Huete y Consuegra. Claro que después de la tregua del amor, a la muerte de Zaida, volvieron las guerras, volvieron los moros a tomarla y los cristianos a recuperarla, entre ellos el Cid y su sobrino Alvar Fañez, hasta que Alfonso VIII de Castilla, ayudado por Alfonso II de Aragón, la ganó definitivamente para los cristianos después de nueve meses de cerco ante la fortaleza de sus defensas naturales.

El Rey la trató como a su predilecta, la hizo sede de la Orden de Santiago, le dio 50 pueblos y el dominio de los montes de pinos, además del Fuero de Cuenca, con los privilegios de la ciudad. Allí manifestaba que prefería Cuenca “libre, principal, limpia de idolatría y de la servidumbre babilónica…”, conceptos que perdurarían orgullosamente grabados en la mente de los conquenses y habrían de regir actos y vidas en los siglos sucesivos.

La vieja Catedral de Cuenca ere el centro de la vida cristina medieval. Todos los grandes acontecimientos se registraban allí. Bajo sus admirables ojivas, siguiendo el dédalo de nervaduras, ascendía el incienso mientras el órgano solemne y la voz profunda de los canónigos elevaban el canto gregoriano en las festividades religiosas, cívicas y municipales.

Junto a la catedral, por la ladera que asciende a la más alta avenida de la ciudad, se apiñaban las casas principales y, entre ellas, la más contigua, queda aún la de los Albornoz, vieja familia conquense. Los recios barrotes se empotraban en la piedra y los tejados trasudaban historia de grandes hechos de los hidalgos de la mansión. Atrás, los frescos jardines y, más abajo, el precipicio, la ladera de las hoces y los hocinos hasta divisar el Júcar al fondo de la cañada.

En aquella tarde de agosto de 1295 había grande agitación en la casa solariega de García Alvarez de Albornoz, el viejo jefe de milicias que había pasado su vida en las campañas en defensa de sus reyes y de su fe. Don García era elevado de cuerpo, magro, fornido y de luengas barbas. Su aguileño perfil se iluminaba con los ojos profundos bajo las cejas hirsutas, nimbándole de un fiero ademán que hacía pensar en el choque de las caballerías y las armaduras, como en permanente reminiscencia de batallas. Corrían los domésticos, se interrogaba al físico; se paseaba por el portal, austero y temible, Don García. Las mujeres estaban congregadas arriba en sus rezos y agitaciones. Era que en la cámara señorial Da. Teresa de Luna estaba por dar a luz y su salud no estaba como para satisfacer al galeno ante la dura prueba, si bien ya eran varios los hijos que había traído al mundo. Así, entre promesas y ajetreos, mandas a los santos y gran empleo de reliquias, se pasó la noche y se llegó el amanecer del día 1° de septiembre, Día de San Gil, a quién dedicarían el niño que venturosamente acababa de nacer para dicha de sus padres, para bien de la historia de España.

El último hijo, habría de ser el mimado de los dos hermanos mayores Don Alvaro García y Don Fernando Gómez y el consuelo de la madre que desde el momento del alumbramiento tuviera la intención de ofrecerlo a Dios, esperando que siguiera la vocación de sacerdocio. Pero Don García no era del mismo parecer. España necesitaba soldados y buen militar podría fácilmente a ser el chico, robusto y exigente, como lo demostraba con sus grandes gritos a pocos días de nacido.

No hubieron discusiones por entonces y las expediciones ocuparon la atención de Don García, mientras la madre se dedicaba a la educación de sus hijos mayores y a criar al que había colocado bajo el patronato de San Gil como fue bautizado con el latinismo de Egidius en la vecina catedral. La devoción por San Gil estaba extendida en España y muy vinculada a las advocaciones francesas pues el centro del culto estaba en Arles. Se sabía que su protección era propia de reyes pues el mismo santo, del siglo VII, había sido protegido por el Rey Flavio de los godos y después su memoria había sido exaltada por Carlomagno, acentuando la creencia de que la devoción por San Gil era eficaz, sobre todo porque su intersección favorecía a los países y a los príncipes, si bien el santo había sido el abogado de los menesterosos, enfermos e inválidos.

Eran agitados los tiempos para la España de entonces. Había sucedido al Rey Alfonso X el Sabio su hijo Don Sancho IV el Bravo en 1284. Tenía 24 años y estaba desposado con la talentosa Da. María de Molina. Debido a los intentos del Rey Sabio de desheredarlo, Don Sancho encontró el reino dividido y además tenía problemas con el Papa pues Martino IV le había puesto en entredicho, tanto por haberse rebelado contra su padre como por haberse desposado sin dispensa de parentesco con Da. María. Pero todos los grandes señores de España habían dado su apoyo a Don Sancho y Da. María y habían acudido a su coronación en Toledo. Los caballeros de Cuenca hicieron lo propio y pronto tuvieron que demostrar con las armas su lealtad pues, en la región cercana de Albarracín, seguía rebelde contra el Rey el poderoso Don Juan Nuñez de Lara. Este sostenía la causa advocada por el mismo Rey Sabio por conceder el trono a sus hijos del primogénito fallecido. Don Fernando de la Cerda, quien dejara dos vástagos, Don Alfonso y Don Fernando, hijos de Da. Blanca de Francia, al cuidado especial del altivo Nuñez de Lara. El Rey de Francia apoyaba por ello a los revoltosos. En varias escaramuzas figuró Don García en el decenio anterior al nacimiento de su hijo Don Gil, siempre al servicio de Don Sancho, quien había ido a residir en Cuenca en algunas ocasiones. A él y Da. María Molina, los Albornoz habían rendido continuo homenaje apoyándoles con vidas y haciendas.

Don Sancho había muerto en el mismo año de 1295, pocos meses antes del nacimiento de Don Gil. Menos de un año atrás había triunfado sobre sus enemigos en el sitio de Tarifa atacada por el hermano del Rey, el infante Don Juan, ayudado por los benimeríes de Africa; pero un leal servidor de Don Sancho, Alfonso Pérez de Guzmán, llamado Guzmán el Bueno, se mantuvo imperturbable, inclusive cuando le quisieron obligar con el mezquino recurso de amenazar de muerte a su hijo que estaba prisionero del infante Don Juan quien no tuvo reparo en quitar la vida al rehén. Finalmente los benimeríes fueron vencidos y Don Juan había huido en deshonra.

El sucesor fue Fernando IV que tenía nueve años cuando subió al trono, pero Da. María Molina, tutora del monarca, supo allanar todos los obstáculos. A ella continuó prestando su apoyo el clan de los Albornoz lo cual fue necesario pues otras sublevaciones amenazaban al joven rey; nuevamente se alzó en armas el Infante Don Juan, ayudado por los moros y por Don Diego López de Haro, a quien pronto se unieron Don Juan Nuñez de Lara y su hermano Nuño González de Lara.

Todo ello requería movilizaciones de columnas armadas, caballeros voluntarios que levantasen tropas y las financiasen, y ánimo esforzado para mantener la lealtad a toda prueba en el dédalo de ambiciones, conspiraciones y coaliciones que cubrían ese período. Y Don Juan García, siempre listo a luchar por la causa de su rey, vociferaba en cuanta reunión hogareña se producía, contra los grandes males de la época, el excesivo poder de los señores, el desorden de los campos y la falta de leyes, la liviandad del clero, la presencia en suelo español de los infieles y la debilidad a veces personal y en todo caso institucional de la corona.

El pequeño Gil empezó a crecer en su Cuenca natal. Escuchaba arrobado los alegatos sentenciosos del padre y admiraba su andar majestuoso cuando llegaba de sus marchas, o de expediciones de cacería o empresas bélicas. Los pajes acudían a recibirle, a ayudarle a desmontar y a quitarle la armadura. El padre trataba de impresionar a su benjamín con el magnetismo de la guerra para lograr que se hiciera hombre de armas.

Pronto pudo hacer pequeños recorridos por los alrededores. El barranco era la fascinación de los niños con su verticalidad, sus peligros y su evidente belleza. El paisaje, que aparecía como lo más natural al joven Albornoz, le revelaba sin embargo, nuevas modalidades cada día. Y viene aquí al caso el episodio que había de marcar a Don Gil como predestinado para grandes cosas.

Jugaban los niños de la parentela y amistades en el jardín familiar, a espaldas de la casa de Don García, al borde del precipicio de atractivo irresistible para los pequeños de cuatro a ocho años que allí se congregaban cuando vino un golpe de viento tan recio que hizo perder el equilibrio a Gil y rodar por el barranco abajo ante los gritos y consternación de los presentes. La madre llegó al bullicio, abrumada de presentimientos, y lamentando ya una desgracia. Por fortuna la pesada vegetación de la ladera había amortiguado el curso de la caída y el niño había de ser recogido abajo, cerca del Júcar, con rasguñaduras pero sano y salvo.

Apenas creía Da. Teresa Luna en su buena estrella cuando le trajeron al pequeño.

-¡Milagro, milagro de San Gil! – dijo convencida y corrió a la casa a buscar a Don García que acababa de retornar de su cacería.

-Ea señor – le dijo- pues no queréis que vuestro hijo sea de la Iglesia, ya se lo ha llevado el aire…Un milagro acaba de salvarlo pero está clara la advertencia divina…

Bondadoso y meditabundo, algo irónico también, respondió Don García.

-Signos parecidos, salvado de las aguas, fueron decisivos en casos de un conductor de pueblos como Moisés o de un gran caballero andante, Amadís de Gaula… Pero hacedlo, buena mujer, influid en él si queréis. Y que se haga lo que Dios quiera, siempre que lleguen a manifestarse claramente las preferencias del niño.

Gil era andariego y dado a meditaciones, desde cuando pudo reflexionar y sostenerse en sus piernas. Gustaba de bajar hasta el curso de los ríos para entretenerse en pescar o miraba extasiado unas veces las formas imponentes de las nubes en los atardeceres conquenses en que reflejaba el firmamento el color rojizo de las tierras, u otras veces, con temor pero con viva curiosidad, las rocas erosionadas de los acantilados y las hoces con su aspecto fantasmal que su imaginación poblaba de interpretaciones no exentas de asociación con los cuentos fantásticos de caballerías, de encantamientos o de almas en pena que los ayos y criados le prodigaban en respuesta a su insaciable curiosidad.

Pero la paz hogareña no iba a ser duradera, Da. Teresa dejó de existir poco después del famoso episodio de las hoces causando el primer gran dolor a su hijo más joven y llenando de amargura a Don García que de inmediato dispuso que tanto su esposa como el mismo habrían de ser enterrados en la adyacente Catedral que era iglesia nueva por entonces pues, en su estilo ojival y normando, había sido levantada sobre las ruinas de la antigua mezquita árabe y terminada desde 1270. Hacían pues unos 30 años que estaba abierta al culto y era el lugar favorito y observaciones del niño Gil. ¿Sería sacerdote, sería militar? El futuro lo diría, mientras pugnaban en su interior las dos inclinaciones, ambas de contradictorias influencias: la voluntad todavía dominante de la madre muerta y la férrea voluntad de padre que, sin embargo, parecía haber cedido a regañadientes al pedido de Da. Teresa. Acaso influiría todo ello de modo duradero para que el hijo pudiera complacer a ambos fundiendo en su vida las dos carreras. Por lo pronto el niño avanzaba feliz en juegos que anunciaban ambas vocaciones sin contradicción, unos días jugaba a decir misa con sus compañeros pero otros, acaso los más, jugaba a la guerra y empezaba a adiestrar su brazo en las batallas de jardín con livianas espadas de madera.

Ante el gran vacío creado por la desaparición de la madre de la casa, fue necesario proveer un ayo o instructor al niño para que concentrara su mente en otras cosas y fuera debidamente educado. Tal había sido el urgente consejo de su abuelo materno, Don Lope de Luna, y así habían logrado contratar un modesto maestro llamado Pedro Egidio que habría de acompañar por largos años al futuro religioso, que sería también futuro capitán, en típica síntesis conquense, bastión medieval y “heroico, fidelísimo, e impertérrito” brazo armado de la religión.


18. El reposo triunfal


“La chiesa Romana riconosce in lui
uno dei massimi atleti e difensori dei
suor diritti; la Spagna lo esalta come
uno dei geni piu forti de la sua stirpe;
l’Italia vede in lui un condottiero, che
contribui alla sua redenzione morale e
alla sua unificazione politica.”

Francesco Filipini.- “Il Cardinale
Egidio Albornoz”.


Egidio se constituyó en el brazo derecho del papa desde su desembarco en Italia. Una euforia de esperanza se extendía por las ciudades de la península con el retorno del pontífice. Príncipe y barones, güelfos y gibelinos, venían todos los días a postrarse ante el santo padre y a agradecerle el haber vuelto a su sede legítima. Mientras descansaba en Corneto de las fatigas del viaje, llegó una embajada de Roma para entregar al papa las llaves del Castillo de Santo Angelo. Días después, con suficiente guardia provista de las milicias de Egidio, emprendió la marcha hacia Viterbo donde estaría en su primer alojamiento, mientras se terminaban los trabajos de reparación en Roma del castillo de San Pedro, puesto que el palacio de Letrán había sido asolado en un incendio pocos años atrás. El palacio de San Pedro había estado deshabitado durante sesenta años y Egidio había encargado a Sancelino de Pradelles, su antiguo colaborador como “escritor” de la Penitenciaría, para que apresurara todas las obras; era evidente que no todo podría estar listo y que el papa debía permanecer tres o cuatro meses en Viterbo hasta que se terminaran las restauraciones. Así transcurrirían también los meses de verano que los prelados franceses querían evitar a todo trance en la calurosa Roma.

Cuando llegó el papa al palacio reconstruido por Egidio y visitó la “rocca” elevada en su defensa en las muralla se de la unidad, expresó su gran satisfacción al español. Una vez instalado, reunió a sus cardenales en el gran salón de audiencias; los que venían por tierra por la vía de Bolonia ya habían llegado también. Menudearon las ceremonias oficiales y las recepciones a los embajadores que llegaban de todas partes. Después de muchos años Egidio asistía a reuniones del sacro colegio, en donde pudo apreciar cómo estaba distanciado de sus colegas, sobre todo de los cardenales franceses que no cesaban de ver en él al principal instigador del retorno del papa y al enemigo de los intereses de Francia, de los Visconti y de cuanto significaba la permanencia en Avignon. La deferencia del papa para con Egidio, el aplomo con que comandaba las tropas, las autoridades civiles y todo cuanto significaba algo en la política italiana, eran otro tanto de factores de envidia y habladuría de los cardenales adversos que no veían el momento de gestar alguna nueva decisión en su contra que redujera para siempre los poderes del encumbrado castellano.

Para Egidio las últimas noticias de España habían sido tristes. Cierto que había sabido con satisfacción del arreglo de las compañías blancas que ya habían llegado a España al mando de Du Guesclin. Pero había sabido también que el Rey Pedro había conseguido el auxilio de Inglaterra a base de la entrega de tesoros de piedras preciosas y oro, inclusive el famoso rubí de tamaño de huevo de paloma que todavía adorna la corona inglesa. El Príncipe de Gales, el Príncipe Negro, que era el color de su armadura, hijo de Eduardo III, se había entrevistado con Pedro I en Bayona y le había recibido sus tesoros en pago y sus tres hijas en rehenes. Además le habían prometido las tierras de Bialbao, Castro Uriales, Bermeo, Lequeitio y algunos castillos. El duque de Lancaster, hermano del Príncipe Negro, también había pasado con sus tropas a ayudar a Don Pedro.

Pero, Egidio debía todavía sufrir otra grave contrariedad; tan grande casi como su triunfo en la llegada del papa. Este había dado finalmente oídos en Viterbo a las continuas habladurías de los cardenales franceses y un día decidió obrar en lo que él creía una buena enseñanza de humildad y disciplina al altivo cardenal español a quien los franceses acusaban de querer acaparar más autoridad aún que el mismo papa.

Era en la mañana del 13 de julio. El sacro colegio se había instalado en el solemne salón de palacio y por los grandes ventanales góticos se miraba el luminoso cielo de Viterbo; afuera reverberaba el sol veraniego pero el salón estaba fresco porque la mole de piedra temperaba el rigor de la canícula. Cuando entró Egidio a ocupar su puesto, el segundo de los sitios de los cardenales pues el primero lo ocupaba el obispo de Ostia, encontró que los prelados franceses estaban especialmente amables en ese día. Viejo conocedor de las gentes esto le puso en guardia y pensó que algo tramarían como de costumbre contra él; pero no pensaba dar importancia o repercusión a lo que fuere. Saludó afablemente a sus colegas y tomó asiento. El salón estaba fastuosamente llamativo con la púrpura de los mantos cardenalicios y el morado de los obispos y canónigos camarlengos. Los guardias y alabarderos vigilaban los corredores y puertas y se esperaba la llegada del papa cuyo trono ocupaba el centro, bajo el baldaquino pontificio.

Se abrió las puertas de las habitaciones privadas del palacio y un rumor de guardias
y ayudantes anunció que el papa se aproximaba. Urbano V, con su imponente figura, entró en el salón y todos los cardenales se pusieron de pie, inclinándose reverentemente. El papa hizo una venia y dijo lentamente:

-Sentaos, venerables hermanos.

La reunión del colegio era frecuente para despachar los asuntos pendientes de la corte. El cardenal camarlengo mencionaba con voz monótona las varias cuestiones de trámite y los cardenales apenas parecían atenderlas. De tiempo en tiempo daban su aprobación con una inclinación de cabeza y los secretarios anotaban en sus infolios la solución de los asuntos. Así había transcurrido más de una hora y Egidio meditaba en los múltiples esfuerzos que había costado el que ese grupo de prelados pudiera llegar a sesionar en suelo italiano. Reflexionaba en que el mismo San Pedro había retornado a Roma para ser crucificado y que la historia, por fin, se rectificaba en su curso después del prolongado error de la estancia en Avignon. Y pensaba también con inquietud en España, en su familia, en su hermano prisionero de los ingleses de quién aún no recibía noticias. Echaba de menos a su gente, a su sobrino Fernando, al buen Hugolino de Florencia, a sus compañeros de armas, de estudio y de andanzas…Pero de pronto sintió una extraña inquietud; las miradas de los demás cardenales perecían concentrarse en él; se había hecho el silencio en la sala y el papa le miraba también. Egidio tuvo el presentimiento vago de que algo relacionado consigo mismo iba a suceder. Urbano V, con calculada precisión, dijo en alta voz:

-Caro hermano Egidio. Todos sabemos lo que la iglesia os debe por vuestras esforzadas realizaciones, vuestra admirable labor en la legacía pontificia que por tantos años habéis ocupado. Tenemos aún un nuevo servicio que pediros en relación con ello.

-Ordenad, Santo Padre- repuso el cardenal serenamente- trataré de cumplir lo que mande Vuestra Santidad.

-Es solamente una solicitud que os hago para el buen orden de los intereses de la iglesia y del tesoro de nuestra cámara. Deseamos que nos presentéis cuentas detalladas, según podáis, de cómo habéis gastado los dineros pontificios en los años de vuestras legacías.

Egidio mantuvo tranquilo su semblante y miró al papa sin pestañear; en su larga vida de agitación, de negociaciones y de acciones de armas se había acostumbrado a dominar sus emociones y a no dejar entrever a los demás sus sentimientos. Pero sentía una opresión casi insufrible en su corazón, una inmensa congoja interior ante el agravio inferido de modo deliberado por el mismo papa en presencia de toda la corte. Era esa pues la maniobra que preparaban los franceses y que, al entrar al salón, había presentido en el ambiente; pero tal cosa no le importaba, le dolía tremendamente la acción del papa que había querido hacerle una pública manifestación de desconfianza, que era también de ingratitud, ante los esfuerzos de toda su vida y de una lealtad a toda prueba en servicios desinteresados, llevados a cabo con perseverancia y con sacrificio de su salud y de sus bienes personales. ¡Que poco sabían los allí reunidos que en varias ocasiones empeñó sus propias joyas para pagar a las tropas pontificias, que toda su enorme acción de la reconquista de un país, destrozado por la anarquía y las facciones, se había hecho casi sin medios materiales! Y cuando más bien debían reconocerle el admirable mérito de haber logrado tanto con tan poco, le lanzaban el bofetón de la desconfianza que hacía hervir de indignación a su vieja sangre castellana de gran señor que no se había inclinado ni ante su propio rey y había preferido dejarlo, junto con su patria, antes que humillarse. Cierto que el juramento de silencio y de humildad y su natural lealtad al pontífice limitaban la que habría sido una violenta respuesta y le hacían contenerse, en absoluto dominio de sus nervios. Un pesado ambiente de expectación reinaba en la sala y todos miraban hacia Egidio esperando su respuesta; unos con ansiedad y otros con evidente satisfacción en el semblante. Gravemente, pero con total dominio de si el Cardenal de España se puso de pie; su blanca y altiva cabeza miraba con ojos brillantes al pontífice cuando respondió con voz firme:

Santísimo Padre. Vuestras cuentas serán presentadas escrupulosamente y en público
como las habéis demandado, dentro de dos días en la próxima sesión del colegio de cardenales.

Urbano V se puso de pie dando a entender que la reunión se había terminado y salió meditabundo del salón con su séquito. De inmediato Egidio, con una leve inclinación de cabeza, dejó su sitial y, con paso erguido y porte erguido, pese a sus setenta y dos años, sin mirar a nadie, atravesó el salón y salió a las escaleras de palacio por las que descendió pausadamente a tomar la silla de manos en que retornaría a su alojamiento, seguido de su guardia.

A quinientos metros al norte de la población, junto al convento de Santa María del Paraíso, se hallaba la modesta villa del Bonriposo que había construido el tesorero de la curia local que Egidio había alquilado para su residencia en cuanto abandonó el palacio arzobispal donde se alojaría el papa en víspera de su llegada. El Bonriposo, pensaba Egidio al ser transportado haci aallá, después de la cesión del sacro colegio, era precisamente lo que necesitaba: un descanso de tantos años de fatigas, de acción incesante y de incomprensión cuya muestra más grande acababa de recibir. Una herida difícil de cerrar había afectado su orgullo de casta; frente a esos sentimientos luchaban los otros, los del religioso que preconizaba la humildad y la obediencia. Pero el honor estaba por encima de todo y la vida misma carecía de importancia para quien había sabido exponerla en los campos de batalla por la religión. El Bonriposo era su refugio de soledad, el retiro que necesitaba para su lucha consigo mismo en su cotidiano y severo examen de conciencia. Las cuentas papales, la sonrisa apenas disimulada de los prelados franceses, el agravio inferido en público; todo ello merecía cuidadosa meditación antes de resolver nada. Pero algo concreto, digno de su nombre, constituiría su respuesta y, para ello, buscaría fuerzas en la meditación y en la plegaria.

Dos días después estaban otra vez reunidos los cardenales y más prelados en la gran explanada que mira hacia la plaza de Viterbo y a la iglesia episcopal. Era habitual esta reunión antes de entrar a la sala del trono y, a veces, el mismo papa se unía a los purpurados en conversación informal antes de la sesión. Pero el Cardenal de España a quien todos, sin decirlo, esperaban, aún no se había presentado.

De pronto un gran rumor se extendió por la plaza. Un poderoso contingente de caballeros, jinetes en ricas monturas, avanzaba; todos venían armados de punta en blanco. La gran columna de guerreros ostentaba las armas de papa en los pechos de sus sobrevestas, en los mantos de sus caballos y en sus gallardetes. Al frente avanzaba lentamente, en su gran palafrén de combate, el viejo cardenal de España que, pese a sus dolencias, se había hecho subir a la silla; elevaba su gran capa roja y su fiel espada toledana colgando a un costado. Tras él avanzaba, tirado por dos bueyes, un carro de extrañas apariencias que chirriaba bajo el peso de su contenido. El papa se asomó al balcón principal de la logia para mirar el imponente espectáculo. Pálido, pero seguro, se aproximó a su vez Egidio hasta el pie mismo del balcón en su cabalgadura. Su blanca cabellera se agitaba al viento dando a la escena un extraño y solemne carácter. Con voz fuerte y pausada dijo, señalando a sus soldados y al carro:

-¡Papa Urbano! Aquí están mis cuentas, tal como os he prometido. Las columnas de soldados que han combatido por vuestros estados y el carro con las llaves de las ochenta ciudades y centenares de castillos que hemos recuperado para la iglesia.

El papa estaba visiblemente emocionado. El carro de las llaves representaba quince años de labor incesante, heroica y difícil para reconquistar los bienes de la iglesia con medios siempre insuficientes. Era un plebiscito de las poblaciones leales, de los señores y los vasallos, de los castillos y las fortalezas que se habían logrado para la autoridad papal. Llaves de ciudades amigas que se habían entregado en prenda de amistad y llaves de ciudades enemigas que se habían conseguido como símbolo de rendición después de largos asedios y de cruentas batallas.

Era la reacción de Egidio, su respuesta a la desconfianza del papa y la insidia envidiosa de sus colegas, los cardenales franceses que tenían celos de su poder. El papa llamó a Egidio y, con lágrimas en lo ojos, le abrazó en presencia de toda la corte. Su agradecimiento no tendría límites, le dijo, y lo de las cuentas era claramente un acto de calumnia que quedaba despejado por el simbólico gesto del cardenal de España. Además, en cada novedad de esos días, comprendía Urbano V más y más la razón de la política egidiana ante la perfidia viscontea y ante las veleidades de los condottieros. Tarde se daba cuenta el papa de su error en haber cercenado la autoridad de Egidio y en haber dominado hasta sus propios resentimientos al ceder a las maniobras de Bernabé, apoyadas por la corona de Francia.

Egidio, por su parte, pese a las palabras de rectificación, no se repondría del golpe más duro de su trayectoria de servicio al papa. Había comprendido cuan necesario habría sido para él mantener cubiertas sus espaldas con agentes y dinero en la corte papal para evitar la confabulación constantemente adversa de los cardenales que no podían hacer otra cosa que comentar envidiosamente sus éxitos y sus audaces acciones.

El papa comprendía, acaso demasiado tarde, que si quería retener la autoridad en los estados de la iglesia tenía que rectificar su política, tendría que seguir la línea egidiana, enérgica y penetrante, positiva y al mismo tiempo contemporizadora si quería subsistir. La hostil actitud viscontea al respecto de su retorno a Italia demostraba también con mejores argumentos que cualquier otro razonamiento el acierto de la actitud que había caracterizado a Egidio en su legacía.

Todavía tubo ocasión, pese a su amargura interior, el valiente cardenal de prestar generosamente un nuevo servicio al papa en Viterbo. Los príncipes lombardos habían venido a rendir homenaje al pontífice en la ciudad y, estando todos presentes, parecía a Egidio posible y oportuno renovar los votos con que se había creado la línea antiviscontea de Florencia. Ya en carta del 3 de enero de 1367 el papa había dado plenos poderes a su legado para proceder a auspiciar una liga semejante. Rápidamente consiguió Egidio que se firmara en Viterbo, el 31 de julio, una liga de defensa de los intereses pontificios con Francisco de Carrara, Nicolo d’Este, el marqués de Mantua y los representantes de la reina Juana de Nápoles. Poco después, en septiembre, debía ser vencido Ambrosio Visconti junto a la Gran Compañía que finalmente se había organizado, por Fernando Gómez de Albornoz, en el reino de Sicilia, y hecho prisionero.

Quería Egidio trasladar sus oficinas más cerca de Viterbo y de la ruta de Roma; al efecto escribió en julio al rector Blasco di Fernando disponiendo que debía trasladarse desde Ancona a Asis. En esta ciudad de devoción y tradición franciscanas se recibió el primero de agosto con emoción a los enviados del legado papal. García hijo de Blasco el tesorero de Egidio, su canciller y un condestable a quienes se hicieron grandes distinciones. Todos estaban esperando al Cardenal de España que había anunciado su próxima llegada a los de Asis, pues la importancia de su misión era conocida de todos.

Pese a los abrazos del papa y al carro de las llaves, la acción de desconfianza había dejado profunda huella en Egidio. Ya no quería renunciar a la legacía como había hecho tantas veces en otras ocasiones. No era ya del caso.

Sentía que su salud se quebrantaba y que los setenta y dos años de una vida fecunda e incansable pesaban casi tanto como el fardo de las ingratitudes humanas.

Fue precisamente allí, en el Bonriposo de Viterbo, donde, sintiendo cercano su fin, reunió a unos cuantos de sus íntimos y, después de haber dictado un codicilo para su testamento, murió en la paz de los justos el 23 de agosto de 1367.

Su última voluntad constante en su testamento, era la de que se le enterrase en Asís, junto a las reliquias del santo de la paz y de la humildad, al cual tanto había venerado. Además quería que fuera en la capilla inferior que él mismo había construido. Sus funerales y exequias serían en la Casa Central Franciscana. Más tarde, decía su testamento, debería ser trasladadas su cenizas a España: “Si la indignación del presente rey o de otro de Castilla contra mi linaje cesare en algún tiempo, sean llevados mis huesos a la iglesia de Toledo y enterrados en medio de la capilla de san Ildefonso confesor, delante del altar del Santo. Y que allí se me construya un túmulo conforme a la decencia de mi estado. Más esto hágase sólo si se pudiere hacer cómodamente en la vida del reverendo padre Don Lope, arzobispo de Zaragoza o de alguno de mis hermanos; es, a saber, los nobles varones don Alvaro García y Don Fernando Gómez, comendador de Monte Albano este, o de Gómez García, mi sobrino, hijo del sobredicho Alvaro García…”

Los fiduciarios e intérpretes de su última voluntad serían Enrique de Sessa, obispo de Brescia; Bongiovani, obispo de Fermo; el tesorero Alfonso martín, los jurisconsultos Nicolo Spinelli y Giovanne de Siena. Sus ejecutores testamentarios serían el obispo Tusculano, el obispo Pierre Roger de Belfort, cardenal del título de Santa María Nueva, futuro papa como Gregorio XI, el cardenal de Zaragoza Guillermo de Agufoglio y Angleco Guimard, obispo de Avignon y hermano de Urbano V.

Una muchedumbre de nobles y de prelados acompañaron al cadáver desde Viterbo hasta Asis, a donde llegaba en cumplimiento de su reciente promesa. Finalmente fue enterrado en la capilla de Santa Catalina, en la parte baja de la iglesia, costrita a sus expensas.

El papa Urbano V había recibido la noticia consternado. Durante tres días no quiso recibir a nadie y dictó disposiciones de duelo general. El mismo ofreció las honras fúnebres. Su colaborador abnegado, su brazo fuerte, había desaparecido y ahora, al tocar suelo italiano y comprender mejor las situaciones de la península el papa venía a dar razón de los consejos egidianos y se arrepentía con profundo dolor de haberlos estorbado con varias resoluciones limitantes y, sobre todo, con la dura humillación que había generado el episodio del carro de las llaves.

Poquísimos días después de la muerte de Egidio el papa sentía en carne propia el vacío causado por la desaparición del esforzado capitán y caballero andante de la iglesia. El 5 de septiembre, debido a un incidente callejero con uno de los criados de un cardenal que lavaba ropas en una fuente pública, la de Gruffols, se desencadenó la violencia. El pueblo se armó y tendió cadenas en las calles, lanzándose al ataque del palacio papal donde habían huido a refugiarse los cardenales. La muchedumbre gritaba exacerbada “Muerte a la iglesia”, “Viva el Pueblo”. Durante tres días sitiaron el castillo papal hasta llegaron refuerzos de Roma para defender a Urbano V. siete de los agitadores fueron ahorcados. El papa echaba de menos a Egidio y comprendía cada día más claramente la razón que asistía a su gobierno severo y de fuerza para mantener a raya las agitadas pasiones de las ciudades italianas.

La partida del papa hacia Roma fue en Octubre. El 16 llegó a San Pedro y se postró ante la tumba del apóstol, primer pontífice. Se concluían así 63 años de ausencia de los papas de la ciudad santa. Las festividades fueron considerables si bien aquejaba al pontífice el recuerdo de Egidio que le hacía más falta conforme pasaban más semanas desde su desaparición.

Poco después llegó a Roma La Reina Juana de Nápoles a la cual entregó la simbólica rosa de oro, pese a la protesta de varios cardenales, en presencia del Rey de Chipre que se hallaba allí tratando de recuperar su trono. El Emperador Carlos IV visitó Roma y recorrió la ciudad, llevando la brida del caballo del papa. Allí fue coronada la emperatriz. El emperador de Constantinopla, Juan Paleologo, visitó también Roma he hizo una sumisión de fe en la iglesia del Santo-Spirito.

Pronto menudearon los problemas. Bernabé Visconti no se quedaba tranquilo y seguía conspirando para debilitar el poder papal. Francesco de Vico, de acuerdo con él, inició hostilidades contra la iglesia en las tierras del Patrimonio. Los habitantes de Perusa, instigados por el condottiero John Hawkwood, habían expulsado al legado pontificio Andronio. Bernabé envió expediciones de agitación a la Toscaza mientras que se hacían esperar, sin llegar a concretarse, las ofrecidas fuerzas del emperador y del Rey de Hungría. Mil otros incidentes ocurrían por la falta de una fuerza organizada de defensa de los estados papales y de una línea antiviscontea como lo había advocado Egidio, todo lo cual hacía lamentar una y otra vez a Urbano V las equivocaciones que había incurrido. Comprendió así lo perjudicial de la complacencia que había tenido su legado Andronio con Bernabé en todas sus transacciones y cómo se le habían opuesto a su retorno a Italia. Procedió entonces a destituir a Andronio y a nombrar como su sustituto a Grimoaldo de Grissac; a diferencia de lo que había hecho Egidio, Andronio se declaró en rebelión y se negó a abandonar su puesto, por lo cual el papa tuvo que amenazarle de excomunión hasta que, al fin, el legado se cometió.

Faltaba que se cumpliera para Egidio el homenaje multitudinario de todos los pueblos que habían recibido el beneficio de su incansable labor. En su testamento había señalado claramente que no debían sus cenizas regresar a España mientras reinara el monarca cruel, su enemigo y el de su estirpe. Pero los acontecimientos se sucedieron en detrimento de Don Pedro, pues Du Guesclin y Enrique de Trastamara recibieron sus fuerzas y le infligieron varias derrotas. El Rey Pedro, ya sin sus afiliados los ingleses, se habían unido con los moros de Granada y había impedido con su ayuda la reconquista de Córdoba. Había sido sitiado por Trastamara y Du Guesclin en el castillo de Montiel. De allí había salido a una entrevista nocturna con el propósito de sobornar a su favor al caudillo bretón y se había encontrado con éste y con su mismo hermano Trastamara, con quien había entablado lucha cuerpo a cuerpo, la cual terminó con la muerte del rey cruel. Parece que hubo intervención de Du Guesclin cuando Don Pedro parecía tener ya dominado a su hermano Enrique bajo el peso de su cuerpo. El bretón había dado vuelta a los luchadores, poniendo encima al de Trastamara, y diciendo según se afirma:

- Ni quito ni pongo rey, sino sirvo a mi señor.

Cumplida y formalizada la ascensión al trono de Enrique de Trastamara el camino estaba listo para el retorno de los restos de Egidio a su España natal. Sus hermanos y sobrinos y los prelados españoles se ocuparon de ello. Alvaro García de Albornoz había sido designado mayordomo mayor y consejero del Rey Enrique de Castilla y de León y, el nuevo papa Gregorio XI, había reconocido al de Trastamara como legítimo soberano. Tomó entonces la familia las medidas para cumplir la última voluntad del Cardenal de España y llevar su féretro hacia Toledo. El papa, que había sido uno de los ejecutores testamentarios de Egidio, en bula del 21 de septiembre de 1371, concedía indulgencia plenaria, igual que para el jubileo romano, a cuántos ayudaran a transportar los despojos del cardenal desde Asis.

De este modo se cumplió uno de los acontecimientos más espectaculares del siglo, cuando se hizo el traslado del féretro en hombros de devotos creyentes desde la ciudad italiana hasta la ciudad española. Presidía la fúnebre comitiva el sobrino, Fernando Gomez, que tanto había amado a Egidio y que le había acompañado en sus múltiples acciones políticas y guerreras. Después de avanzar a razón de varias leguas por día, en cada atardecer, se detenía el cortejo en las abadías e iglesias previstas donde lo velaban. Así el féretro pasó entre las bendiciones y oraciones de los habitantes, los cánticos de las órdenes religiosas y el reconocimiento general de los pueblos por toda la Umbría, la Toascana, la Liguria, la Provenza, sin entrar en grandes ciudades, mientras la gentes, nobles y plebeyos, se disputaban el honor de llevarle en hombros y ganar las indulgencias ofrecidas por el papa. Cuando llegó a España, las manifestaciones populares tomaron carácter de desagravio nacional.

Al arribo a Toledo fue el mismo Rey Enrique, con sus hermanos y consejeros, quién llevó también en hombros el féretro hasta la catedral toledana, de donde había partido veinte años atrás, el desterrado y perseguido caballero andante de la iglesia.

Tomado de “El capelo y La espada” por Miguel Albornoz

Albon Internacional, Inc., Panamá
Editorial RM. Barcelona
Primera edición Albon 1968
Impreso en España
Printed in Spain
Depósito Legal B. 17446-1968

Rosés- Escultor Canet. 6 al 10 - Barcelona

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