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La epopeya del Calvario

Author: Teodoro Albornoz /


Por sereno que sea el mirar posado en tan espantosa escena, no se puede menos que sentir el desgarrón de nervios ante lo sublime, porque, si la indiferencia es bastante a poner negruras en cada uno de los repliegues del pecho, no hay poder, por grande que se lo imagine, capaz de cegar en tal forma que lleve al absurdo de la negación en absoluto. Tenemos que encontrar ojos de amor, si es que aún somos cuerdos y, sobre todo, si aún somos susceptibles al rozar magnético de la belleza.

La vida jamás puede ponerse de espaldas ante la estética moral que un día la conmueve y sigue conmoviéndola en la infinita repercusión de los siglos. Ha de encontrarse en la epopeya del Calvario, además de su trascendencia dogmática, un parto de doliente hermosura como nunca se derivara de la preñez ingente de los orbes. No es sólo el soberano relieve de Jesús, son todos los componentes del portentoso drama los que le dan prestigio definitivo: la blandura del Mártir, la actitud heroica de la Madre, el beso del pérfido, la negación del discípulo, el vinagre y la hiel, son alta enseñanza, lección imperecedera para el torvo andar de la humanidad.

La admiración cunde desde los fúnebres preludios, pues desde al anticipado ágape del primer día de pan ácimo hay sorbos de amargor. Levadura para ese pan lo forman la carne y la sangre del Holocausto divino, en que hallamos conforto y esperanza, mientras no saciar la sed y el hambre en el prometido licor de delicias. El Hombre Dios tan solo se reserva el Cáliz de perdón y angustias que pueblan la granja de Getsemaní con el clamor de su tristeza, hasta que el ósculo de Iscariote trae los siniestros rumores del buho aleteando en la noche. Se destacan tanto los paisajes de entonces que los treinta siclos de plata aún tintinean en la bolsa culpable del que se rinde al fariseo y al escriba; y el desperezo del gallo del atrio es todavía grito acusador para el cobarde que rehusa las responsabilidades del acto efectuado; pero la oreja del sayón no se baña en rojo al filo de la espada, porque Tú no faltas, Cristo taumaturgo para verter el agua del milagro en los vastos desangres del crimen.

Trono de mofa le brindan, coronas de espinas le dan por real insignia, manto de burla le cuelgan, cetro de caña es su cetro; pero no en balde esa caña es hueca, para poner en su endeble apariencia el alma de hierro que se sobrepone al curso de las edades. La saliva arrojada al rostro enflaquecido se torna estrella radiosa; el despellejar del azote conviértese en límpido manantial: he ahí el claror y el agua del camino, para lumbre y refrigerio de cruentas andanzas.

Madre que pones las entrañas en el lloro y el gemido, Madre epónima, Madre inimitable, de cuantos arrastran por el polvo la sacra herencia de las lágrimas, tú que te abriste las venas al crudo beso de las siete espadas, tú que encerraste el augusto dolor en cofres de resignación: perdona a los pequeñuelos y raquíticos que traen la blasfemia al labio, el rencor al pecho, la duda a la mente, cuando les roza el ala de la desgracia o les pinchan los leves alfileres del sufrimiento!
***
Rásgate ya el velo del santuario, la sombra despliega sus pavorosos telones, la piedra siente blanduras de compasión, el silencio roba la voz a la tragedia y, en torno del Gólgotha, hasta la Muerte yérguese sobre la Eternidad.

Toda gestación contiene un término que la sella. La epopeya del Calvario se desarrolla en busca de un fin preconcebido: hallar el mundo el símbolo perenne de sus glorias y miserias. Este lo encuentra en la Cruz, en la cruz que abre los brazos para estrechar, en la persona del Prototipo, al hombre anquilosado de bajeza, que un día se encumbra y regenera en la alquitara de la Redención.

Ese madero de agonía no es el leño común de los bosques, es el tronco de un árbol para el que pusieron abono mil generaciones muertas que hoy aparecen, en su renovado prodigio de resurrección, por las nuevas ramas surgidas en dos mil años ¿Qué somos sino florecillas humildes, ajenas de fragancia, brotadas al remate del retoño de la cruz? Sobre la cima de la montaña se hace el injerto maravilloso que proporciona savia de salud a lo ayer enfermizo y doblegado al viento. Al peso de su obra sucumbe el Hortelano, empalidecida la frente, enjuta la boca, vidriosa la mirada, en el palpitar supremo, aglomera sobre El todas las flaquezas y pesadumbres de la raza para envolverse en ellas como un sudario y expirar balbuceando olvido de castigos y perdón de culpas.

Gemid, humanos:
todos en El pusísteis vuestras manos,

Todos, Señor, tuvimos pronta la diestra a la injuria, mientras bajo la vestidura del hipócrita iba oculto el puñal del esesino; y cada una de nuestras vidas no es sino columna infamatoria donde te atamos con cordeles de perversidad.

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Veinte siglos voltearon en la rueda del tiempo, y somos los mismos. Trajiste la regeneración y nos aferramos a la afrenta; derrocaste la basura, y el pantano nos sedujo; conseguiste la victoria del bien, y nos empecinamos en las rotas del mal. Y todo es, Señor, porque te hemos perdido el miedo.

Te hemos perdido el miedo. Abusamos de la impasibilidad de los cielos. La conciencia parece aforrada en acero, por lo impenetrable. ¿Dónde el ojo vengador que amedrenta a Caín, dónde la mano profética que grave el estupendo Mene, Mene, Tekel, Ufarsín? Se creyera fundido en nada el rayo bíblico de Jeovéh, ejecutor de las zarzas del Oreb. Rechinaba en las ígneas lenguas de Sodoma, cerníase en la esclavitud de Cam, en la incredulidad de Moisés, en la perfidia de Absalón, en el arrastre de Jerusalem.

Pero el carro triturador se ha cambiado en la paloma de paz, con plumones de refugio al pecador y suaves calores para el malvado. En vez de padre Jeovéh hay el hermano Jesús, cuyo vaso de amor se colma de misericordia. Tullidos, paralíticos, leprosos del alma no tenemos sino que ir a la piscina de la clemencia, para creernos purificados de mancilla y así somos barrera de iniquidad para los riegos del favor divino. El látigo no agita sus colas de indignación; se ha roto para siempre el ánfora de la arrepentida de Bhetania.

Hay sordera y mudez de lo alto.

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Perdón, Señor! Descifrar tus ineludibles mandatos sería compenetrarse de tu escencia. Olvida, pues, a la hormiga que osa deslizarse por el resquicio de las piedras de la escala de Jacob.

Perdón, Señor! Yo sé que tu justicia tiene la sordera de la piedad, pero sé también que tiene la mudez efectiva de la acción. Callas, pero obras.


VICTOR MANUEL ALBORNOZ

“LA ALIANZA OBRERA” Cuenca, 17 de Abril de 1919 N° 698

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