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LA REVOLUCION DEL 10 DE AGOSTO DE 1809

Author: Teodoro Albornoz /

Como si se escogiese la mas alta tribuna para que la voz de un pueblo halle repercusión, el primer grito de libertad dado en el continente americano estalla en Quito, la ciudad viril que sabe encumbrar sus acciones a la misma altura del pensamiento que las impulsa.

El Manifiesto en que los patriotas del 10 de Agosto de 1809 exteriorizan sus sentimientos, resume en frase impresionante y dolorosa toda la ignominia de la situación: “No se nos ha tenido por hombres—dice—, sino por bestias de carga destinadas a soportar el yugo”. Y larga enumeración de abusos, vejámenes e ilegalidades confirman la verdad del aserto, justificando plenamente la osadía del hecho.

Golpe de luz en lo sensible de las conciencias, repercute aquí el grito heroico. Con la celeridad que entonces permiten los caminos de pesadilla, casi al cabo de una semana, el día 16, circula en Cuenca la noticia del acontecimiento, que en unos pone duda o ira, y en otros regocijo y entusiasmo, en todos desconcierto y sobresalto.

Poco después de la llegada del correo, cuando el sol señala con ardorosa plenitud la hora meridiana, trata de reunirse el Cabildo; pero, sea por la prisa que convoca a sesión o porque a los miembros de la Corporación detenga el temor de expresar sus opiniones ante la madura reflexión, solo concurren el Gobernador, los Alcaldes ordinarios de Primero y Segundo Voto, el Asesor del ayuntamiento y el escriba no listo a dar fe de lo que ocurra.

El reducido grupo mira con asombro un pliego que nadie osa abrir, pues que por encima del nema ostenta rótulo a primera vista sospechoso de irrespeto para el Poder Rea: PRESIDENCIA DE LA JUNTA SUPREMA DE QUITO, léese en claros caracteres que parecen agrandarse como el desafío a los timoratos. Sin encontrar tregua a tanta vacilación, vista la gravedad del caso, acuérdase convocar a los vecinos mas notables del lugar para que dicten los arbitrios convenientes.

En efecto, esa misma tarde, en presencia de pocas personas que acuden al llamamiento, se conoce la comunicación dirigida por el Marqués de Selva Alegre, participando la formación de la Suprema Junta Interina de Quito y pidiendo, al mismo tiempo, que el Cabildo de Cuenca designe representante ante ella.

Ojos urgidos a estupefacción , primero; voces en vendaval de protesta, luego; al fin, impone su criterio el Coronel Melchor de Aymerich, que opina en el sentido de desconocer a la mencionada Junta, debiendo contrarrestarla por medio de las armas, para lo cual ordénase poner en pie de guerra cien hombres. De todos los concurrentes que, unánimes, abrazan esa resolución, solo dos son cuencanos.

Sin mayor dilación, sesiona la Junta Real de Hacienda, asistiendo a ella el Gobernador Aymerich, el Asesor de Gobierno Juan López Tormaleo, el Tesorero Antonio Soler, el Contador José García Calderón y el Abogado Defensor de Hacienda Nicolás Mosquera. Los tres primeros –españoles—están en mayoría por que se disponga de los caudales públicos para equipar la tropa que salga por los fueros del Monarca; los dos restantes –cubano benemérito el uno y quiteño el otro—opónense a tal medida, principalmente Calderón, que con firme insistencia rehusa acceder a lo mandado: altivo proceder que pronto expía con el confiscamiento de sus bienes, después con el exilio y finalmente con la muerte que lo unge de gloria en 1812.

Otros mártires ocasionan también aquí el movimiento del 10 de Agosto. En parte alguna, éste alcanza mayor resonancia que en Cuenca, lo que se explica fácilmente, puesto que los gestores de Quito –gentes letradas, de cultura que se adelanta a la general de su época—, en eficaz tarea de propaganda mantienen activa correspondencia con personas de igual condición de las demás ciudades principales de le Audiencia. Para entonces, ya Cuenca alberga en su seno buen número de personas doctas y de notable ilustración –del lugar, unas, y extrañas a él, otras—,pero que, en conjunto, precisa reconocerlo, influyen decisivamente para que el ansia de independencia cobre arraigo definitivo, a pesar de la hostilidad del medio. La historia lo comprueba así, pues resulta caso ejemplar el que Cuenca, por espacio de trece años, de 1809 a 1822, entre reversos y momentáneos regocijos de triunfo, mantenga el espíritu cada vez mas enhiesto y encendido para la libertad, hasta conseguirla con la noble moneda del sacrificio, entregando en aras de su ideal, sin escatimarlos en ningún momento, tanto los recursos de su suelo como la vida generosa de sus hijos.

Principalmente los quiteños residentes aquí guardan estrecha connivencia con los de allá, si bien es un principio, en fuerza de las circunstancias y aún para mejor logro de sus planes, rinden respeto sumisión al rey, aunque en forma tinosa van preparando terreno apto a establecer la patria libre.

El Gobernador Aymerich pronto encuentra otras víctimas que acompañen al ilustre García Calderón, acusados del mismo crimen de haber reconocido legitimidad en la Junta Suprema de Quito. ellos son el Alcalde Fernando de Salazar y Piedra, Ignacio Tovar, Miguel Fernández de Córdova, Juan Antonio Terán, Vicente Melo, Manuel Rivadeneyra y Blas Santos. En mi concepto, estos nombres debieran ser recordados con mayor veneración aún que los de los próceres del 3 de Noviembre de 1820, pues más contribuyen a la grande empresa de la emancipación los que sufren por ella en la s horas iniciales de prueba, que quines después se lanzan, ciertamente con denuedo, pero en senda ya bien preparada, a segar laureles y recompensas. Aquellos, en cambio, no alcanzan mas corona que la del castigo y el suplicio.

Aymerich no tiene el valor de castigar con propia mano a quienes juzga culpables. Los envía para que lo haga un energúmeno, prevalido de su cargo de Gobernador del Guayas, don Bartolomé Cucalón, nacido para verdugo antes que para autoridad. En dolorosa caravana salen de Cuenca aquellos varones integérrimos, ancianos unos, enfermos otros, respetabilísimos todos. No obstante su condición y la inclemencia de los lugares que deben recorrer hasta llegar a su destino, los llevan maniatados, con grillos, sin permitirles siquiera que cubran del sol, del viento y de la lluvia sus frentes pensativas. Así, descubierta la cabeza, oprimido y lastimado el cuerpo, injuriados, maltratados, trasponen las heladas cumbres del Cajas para luego comenzar interminable descenso por la terrible vereda que arrastra antes que conduce e Naranjal, de donde los transportan –míseros fardos humanos—a la entonces insalubre Guayaquil.

Da vergüenza escribirlo, pero lo obliga la verdad histórica: el que manda la escolta que lleva a los presos y quien mas extrema crueldades con ellos es un cuencano, un abogado “de regular aptitud”, según opinión posterior del General Ignacio Torres, un individuo que por el grado de su cultura y elevada posición social parece que no hubiera podido trocarse en sayón vulgar y ruin: el doctor Pablo Hilario Chica, que, en su celo monárquico, no vacila en ejecutar, con saña salvaje, tan bajo cometido.

Con la terrible complicidad del clima tropical, Cucalón los somete en Guayaquil a mayores tormentos. Encerrados en calabozo lóbrego, como gavillas hacinadas para que las consuma el fuego, se los asegura por los tobillos contra los maderos del cepo colocado en su punto mas alto, de tal modo que los infelices solo asientan en tierra parte mínima de la espalda y la cabeza congestionada por la postura inverosímil. Y se los tiene así ochenta días de eternidad, en desamparo, sin variárseles de postura ni por un momento, envueltos en sus propias inmundicias y en ambiente de infección insoportable: ¡heroico aprendizaje de muerte, donde la agonía se saborea con sorbo largo, profundo, como de inmortalidad!

Ignacio Tovar encuentra allí mismo la amable misericordia de la muerte. Para Fernando de Salazar y Piedra, el cuencano mas ilustre de cuantos sacrifícanse por el bien de una patria libre, está reservado mas cruel martirio: lo conducen, mísero guiñapo de hombre, con rumbo a Quito. En el trayecto cae de la cabalgadura que lo lleva, la cual, espantada con el ruido que producen las cadenas que sujetan al venerable prócer, lo arrastra por largo trecho, acribillándole con los guijarros de la senda las carnes allagadas, magullándole el rostro, fracturándole el cráneo; pero dejándolo todavía con aliento para que la ignorancia de un curandero, en el afán de hacerle una sangría, lo degüelle a mansalva: apoteosis de suplicio, digna de tan esclarecido varón!

En cuanto a Francisco García Calderón –padre de Abdón Senén, héroe del Pichincha—solo conserva la vida para enaltecerla aún mas, combatiendo después en Verdeloma y luego en Ibarra, donde es fusilado por orden de Sámano, la pantera nunca ahita de sangre.

En la gesta de Agosto de 1809 destácanse, con caracteres indelebles, la contribución de Cuenca, la ciudad altiva y libérrima que en todas las magnas empresas del civismo siempre colma esa su noble ambición de gloria, que solo se sacia cuando llega al límite excelso de la heroicidad.

VICTOR MANUEL ALBORNOZ







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