Amigos

LA EMANCIPACION DE CUENCA

Author: Teodoro Albornoz /


--3 de Noviembre de 1820--

Es en la muy noble ciudad de Santa Ana de los ríos de Cuenca.

En el esconce que forman la Calle Real o del Sagrario con la que baja del Chorro, donde de un lado se levanta el templo de San Agustín (hoy San Alfonso) y del otro la Tesorería de Hacienda, allí, muestra su imponente mole la residencia de don Paulino Ordóñez, toda ella circuida de balcones voladizos capaces de contener crecida copia de curiosos si es que bajo ellos desfilan las muchedumbres devotas en las procesiones de Corpus o en las de Navidad. Las puertas monumentales, que de ordinario sólo franquean el postigo, dan acceso al amplio zaguán por el que se penetra al interior de esa morada que en patios y corredores, en alcobas y salas recibe en abundancia la milagrosa dádiva del sol.

Tal mansión—una de la mejores, entonces, en el lugar—(1) es, desde 1809, punto obligado de cita de cuantos simpatizan con el movimiento revolucionario iniciado en Quito el 10 de Agosto. Allí acuden, entre otros, don José María Borrero y Baca, don Fernando de Salazar y Piedra, el doctor Joaquín Chiriboga, don Juan Antonio Terán, don Joaquín Tobar, don Manuel Riva de Neyra, y el ilustre cubano don Francisco García Calderón.

Desde esa época, en que arrecia la persecución a todos los sindicados de patriotas, la casa de don Paulino Ordóñez presta refugio a varios de ellos, sirviéndoles como de cuartel general en que se depositan o envían comunicaciones, en que se reciben o imparten órdenes.

Tal situación se prolonga por largos años. Tomando mil precauciones, después de la hora de queda, aprovechando de la soledad y de lo oscuro de las calles, llegan, unos tras otros, los conjurados, que allí son recibidos con entusiasmo por el dueño de casa, por su esposa, doña Margarita Torres—heroína que debe ser de inolvidable memoria para los azuayos-,por don Tomás, su hijo carnal, y por el doctor Joaquín de Salazar y Lozano, su hijo político, esposo de doña Francisca Ordóñez y Torres.

Los conspiradores entran y salen sigilosamente: solo alcanzan a verlos los ojos noctámbulos de las lechuzas que dicen su mal augurio en lo alto de la cercana iglesia. Sin embargo, a veces, en pleno día, desde la mansión vecina, viene un niño de gallarda apostura que, debido a lo escaso de su edad, no despierta ninguna sospecha de las autoridades: es Abdón Calderón, el futuro héroe del Pichincha, que ya desde temprano hace asiduo aprendizaje de las lecciones de libertad dadas por sus padres.

De este modo, corriendo peligros al par que burlando la estricta vigilancia sobre ellos ejercida, van atrayendo poco a poco numerosos adeptos que anidan en el cerebro la convicción de la necesidad de la independencia política y en el pecho la resolución de sacrificarse por ese ideal.

El Clero, que tanto influjo ejerce sobre las masas, comparte en buen número tales pensamientos. Del de Claustro, distínguense mercedarios y dominicos. En el movimiento de Agosto de 1809, se condena como a peligrosos insurgentes a los cuencanos Fray Antonio Samaniego, Fray Francisco Cisneros y Fray Joaquín Astudillo—pertenecientes a la orden primeramente nombrada—y a Fray José Mantilla y Fray José Clavijo, de la de Predicadores, a los franciscanos acúsase también de haber participado decididamente en igual fervor.

Para 1820, las ideas de libertad gozan ya de franca popularidad entre los criollos.

Habiendo llegado en esos días a Cuenca el doctor Cayetano Ramírez Fita, sacerdote inteligente y hombre de carácter impetuoso, contribuye enormemente a soliviantar los ánimos, lanzando proclamas incendiarias, que, en valiente alarde, escríbelas con propia mano. Tan decidida actitud solo puede explicarse en una ciudad cuyo ambiente es favorable en su mayor parte a la doctrina revolucionaria.

Otra prueba de ello: el movimiento del 3 de Noviembre se lleva a cabo casi sin armas; solo por la insistencia en la agresión, que, a decir verdad, no se la repele como podía haberlo hecho una guarnición no del todo escasa y que cuenta para defenderse hasta con piezas de artillería.

¿Cómo explicar esto?: únicamente razonando que las tropas realistas no resisten el ataque con decisión, al ver que la ciudad en masa les es contraria. También es significativo que el Gobernador, Teniente Coronel don Antonio Díaz Cruzado, a pesar de ser español, admite prestamente no solo la insinuación de que ceda el mando a favor de uno de los comprometidos, sino que él mismo piensa ponerse al frente de la conjuración, como hubiera sucedido de no descubrirse su plan. Caso de efectuarse éste, tendríamos que considerar a Díaz Cruzado como a héroe epónimo de nuestra emancipación: cuánto significa en los caminos de la historia el fracaso de un propósito, por mas constancia que de él quede y por noble que haya sido la intención que lo guiase!

Un grupo reducido, compuesto sólo de nueve personas, ataca a la escolta militar que solemniza un bando pregonando órdenes reales. Poca resistencia ofrecen los soldados, pues únicamente el Teniente Ordóñez recibe leve herida, que no le imposibilita para jornadas posteriores. El armamento así logrado consiste en pocos fusiles que, unidos a lanzas de mas fácil adquisición y a garrotes y piedras, forman el mísero arsenal de guerra de los patriotas.

En cambio, los realistas—comandados por el Jefe de la Plaza, Coronel don Antonio García Trilles—disponen de ciento nueve veteranos a órdenes inmediatas del Teniente Jerónimo Arteaga, con todo lo necesario para los menesteres de la lucha, incluso un número de cañones que el doctor Alberto Muñoz Vernaza hace subir a veintiuno; exageración, acaso, pues inclinámonos a creer que solo serían los cuatro construidos dos años antes bajo la dirección del doctor Tomás Borrero y de don Paulino Ordóñez.

Con semejante aparato de fuerza no logran imponerse en dos días y una noche en que los acosa una muchedumbre tan resuelta como poco provista de armamento. Al contrario, en la noche del 3 de Noviembre o se retiran o se rinden—punto no esclarecido aún, pues ambas cosas se afirman, de una y otra parte-, cediendo sus posiciones al enemigo. No obstante lo prolongado de la refriega, ésta, puede decirse, resulta incruenta, ya que la aseveración de Vázquez de Noboa—al dar cuenta de lo ocurrido al General Santander—respecto al derramamiento de “la sangre de los patriotas”, mas parece expresión general contra los españoles o balandronada propia de aquel abogado chileno, que da dato cierto sobre los hechos de entonces. La tradición, que el suceso de tanta monta hubiérase preocupado de transmitir los principales detalles, no recuerda hecatombe alguna, ni siquiera un solo nombre de prócer victimado. Ordóñez aparece único recibiendo el rojo bautizo de gloria.

Los realistas, sin mas refugio que el edificio de su cuartel ni mas campo de actividad que las cuatro calles de la plaza en que aquel se halla situad, tienen en su contra todo el vecindario. Aún de los pueblos cercanos llegan contendores, como sucede con los labriegos de Chiquipata que, presididos por su propio párroco—don Javier de Loyola—irrumpen en las postrimerías de la tarde en que se decide la victoria. Contribuye también a ella la resuelta conducta de otros dos sacerdotes: el doctor Juan María Ormaza Gacitúa, que con arrebatada palabra enardece a la multitud, y el doctor José Peñafiel, cura de San Sebastián, que merece ser considerado uno de los promotores de nuestra independencia.

No lo arrollador de las fuerzas—que casi no cuentan con más arma que la del entusiasmo-, la popularidad del movimiento decide el triunfo de los patriotas.

En la justipreciación de los que merecen mayor encomio por conseguir tal resultado, destácase un quiteño y un cuencano: el doctor Joaquín de Salazar y Lozano y el Teniente Tomás Ordóñez y Torres. El uno, cerebro que vislumbra y prepara la senda; el otro, brazo ejecutor que la desbroza y limpia para el paso majestuoso de la libertad.

(1).- Esta casa, reliquia venerable de la época colonial, existe todavía en la intersección occidental de las calles hoy llamadas “Bolívar” y “Presidente Borrero”, perteneciendo a la Caja del Seguro de Empleados Privados y Obreros desde Agosto de 1936, en que fallece la señora Rosa Cordero viuda de Peñafiel, su anterior propietaria. En breve va a ser derruida, con el objeto de construir en ese lugar el edificio de la mencionada Institución.


VICTOR MANUEL ALBORNOZ

Cuenca, (Ecuador), 1941.

0 comentarios:

Publicar un comentario