FUNDACIÓN DE CUENCA
Acaso nunca, como en ese inolvidable Lunes Santo de Pasión del año del Señor de mil quinientos y cincuenta y siete, Dios tendió más complaciente y benigno el regalo inefable de su sonrisa sobre la llanura recamada de verdor, plena de lozanía, henchida de belleza. Belleza sin par la belleza maternal! Paucarbamba, la tierra florida y próvida, se sentía otra vez madre, en el milagro de otra raza, altiva y pujante, que iba a frutecer en sus entrañas.
Hasta el sol, por lo común huidizo y fosco en Abril, quiso contribuir con su homenaje esplendoroso, pues, en magnífica embajada de luz y poderío, asistió con pomposo alarde a todas las ceremonias de la institución de la nueva ciudad: en la Misa del Espíritu Santo, celebrada por el Señor Clérigo y Bachiller Don Gómez de Tapia, vino a poner su ósculo centelleante en el cáliz divino repleto de la augusta sangre del martirio; en la proclamación de la cédula real del Señor Visorrey Don Andrés Hurtado de Mendoza complacióse en juguetear con caprichosos lampos sobre las corazas y cascos guerreros de los soberbios castellanos agrupados al pie de la Cruz de Cristo y del pendón de España; y asimismo en clara ostentación de su grandeza, envolvió en irisados resplandores a los caciques cañaris ataviados con rara suntuosidad.
Terminadas las solemnidades de ese día, el Capitán Don Gil Ramírez Dávalos retiróse a su posada, no otra que el cortijo de Don Rodrigo Núñez de Bonilla, encomendero de la región, que, de años atrás, había ya establecido allí su preferida industria de molinos. Esmeróse en agasajarlos el Administrador Don Pedro Márquez, sin descuidar los deberes de su cargo, bien recargados por motivo de la proximidad de la esperada Pascua de Resurrección. Todo era allí trajín y movimiento, ruido de artefactos y parlotear de gentes. El molinar estaba el auge; el moledor en incesante bregar, el molinero sin descuidar la vigilancia y los merenderos trayendo y recogiendo ya el trigo candeal, ya la harina de inmaculado blancor.
Así transcurrió la tarde, al ritmo noble y cadencioso de fatigosa labor.
-¿No os parece, le decía Núñez de Bonilla a Ramírez Dávalos, no os parece que con esta insistente oración de la faena honrada, habré de conseguir el perdón de mis culpas? Si en Cajamarca recibí el oro manchado en el crimen, he procurado devolverlo con creses en esta santa moneda de trabajar sin tregua, cumpliendo el mandato divino de que el sudor remoje el pan de mi mesa.
-Caballero de conciencia sois, a carta cabal, le respondió Don Gil. Y no hagáis aquí recordación del Señor Don Atabalipa, aquí donde él sembró el estrago, porque quizás aquel Emperador tenga más culpas que purgar, que no vuesa merced.
En estas pláticas y entre uno y otro modesto yantar, llegase sin sentirla y como en puntillas la hora solemne del ocaso, que—al reinar ya la calma y el silencio en el molino—salieron a disfrutarla desde el vestíbulo de la heredad, anteponiendo a todo la práctica devota y consuetudinaria del rezo:
-Dios te salve, María. Llena eres de gracia…
Las palabras de la salutación angélica desgranáronse, lenta y unciosamente, de los labios de los dos caballeros que, en actitud de reverente culto, destocada la cabeza y el alma de rodillas, concluyeron las preces con el doliente clamor a que obliga la miseria humana:
-Santa María, Madre de Dios, ruega, Señora, por nosotros los pecadores.
La plegaria vespertina parecía agrandarse en torno, como si la repitiese –adentro—la muela volandera del molino restregándose en la piedra solera que, inmóvil, le daba compañía en el gemir; como si la repitiese –en el portal de la casa—el ave tardinera que gorjeando acudía al nido oculto en el pajizo alar; como si la repitiese—en la cercanía—el viento rumoroso que agitaba undívago los maizales en flor; como si la repitiese—en lo distante—el agua del río que, golpeándose en las guijas, proseguía querelloso su andar, su interminable andar.
El sol occiduo rompía sus postrimeros reflejos de moribundez en las metálicas armaduras de que los dos Capitanes habíanse despojado, colocándolas no muy lejos de ellos, junto a las espadas percucientes. Acorralados por algún zagal cañari, las ovejas balaban en confusión dentro del aprisco. Los cordeles, enflaquecidos en las largas jornadas de reconocimiento, impacientes reclamaban el pienso. Y, ya enfoscado el día, por detrás del otero del confín asomó una estrella, una estrella diamantina y fúlgida: la que siempre preside los grandes hechos de la historia, las magnas epopeyas de la humanidad y que, en tal ocasión, anunciaba el advenimiento de un pueblo en camino de conquista hacia el porvenir.
Como en silla poltrona, acomodáronse los dos hidalgos en el barroso poyo que en el vestíbulo de la modesta vivienda les convidaba a holgar. Hicieron largo silencio, cavilosos, hurgando en sus recuerdos, hasta que, de pronto, como siguiendo el hilo de su meditar, Núñez de Bonilla habló.
-¿No es cierto, Don Gil, que vuesa merced me tendrá por varón que no soltó mentira al describiros, si con lengua entusiasmada, también con voz de sinceridad, los encantos de esta región?
-Decid, Don Rodrigo, respondió su interlocutor, que habéis andado corto en vuestras expresiones. Todo este valle de Tomebamba es, realmente, maravilloso y se creyera que el Omnipotente esmeróse en hacerlo amable y lleno de delicias, como poniéndole sello de elección en sus inescrutables designios.
-Formé igual concepto que vos, contestó Núñez de Bonilla, desde que conocí esta comarca; y ahora que se le ha engrandecido, fundando en ella un pueblo de españoles para honra de Dios y servicio de su Majestad, una voz interior me dice que si el Altísimo dio feracidad a sus campiñas, si las hizo morada predilecta de la primavera, si puso perpetuos arreboles en su cielo y ocultas riquezas en su seño, si las colmó de dones, ¿no será, todo esto, anuncio divino de que tiene reservado a este rincón del mundo para ungirlo de su gracia en el día que su bondad lo quiera?
-Así lo creo, replicó con firmeza Ramírez Dávalos, así lo creo y bendigo la hora en que me mandó aquí, a erigir la nueva Cuenca de estos Reynos, mi señor, el magnífico Marqués de Cañete. No sé por qué, se me figura que estos cuatro ríos que he cruzado al paso cansino de mi alazán; que este Tomebamba y este Yambi, que este Machángara y este Milchichig no son sino un salterio inmenso de cuerdas de cristal puesto aquí, en la llanura grande como el cielo, para entonar perpetuamente alabanza infinita a Dios Nuestro Señor! Yo que salí de España ansioso de aventuras, confiado en mi juventud, empujado y reempujado por las cosas del cariño y las ambiciones de la fortuna, ya tragué los sorbos mas amargos del desengaño y sé, por fin, que todo se trueca en ceniza y vanidad. Todo, Don Rodrigo. Acaso lo único que perdura es la Gloria, la Gloria a la que hoy persigo como si fuera la sombra del amor que perdí, del amor que se fue. Muerto el amor, quiero vivir para la Gloria.
Acaso os equivocáis, interrumpióle al punto Núñez de Bonilla. El amor, Don Gil, el amor está por encima de todo. La gloria no es sino su humilde escudero. El amor no muere jamás, porque su esencia es inmortal. El amor os hizo decir a embarcaros rumbo a América; el amor puso denuedo en vuestro pecho en mil contiendas heroicas. El amor fue para vos—antes—el hechizo de una mujer. El amor es—ahora—para vos, el recuerdo de esa mujer. El amor no encuentra nunca sepultura. Tiene supervivencia de eternidad, y es siempre el que nos acompaña, el que nos guía, el que nos fortalece. Todo, al fin y al cabo, se acendra en el amor. Convenceos, Don Gil, que la gloria a que hoy aspiráis no es también sino amor, amor a lo grande, a lo noble, a lo que se quiera que tenga óleo de perennidad. Habéis fundado esta ciudad; la habéis fundado por mandato de un superior, es cierto, pero testigo soy de que desde el primer momento os encariñasteis con la noble empresa y, así, ahora obráis impelido por propio querer, obedeciendo al anhelo íntimo de satisfacer vuestra aspiración mirándola siempre en creciente adelantamiento. Cuenca también es fruto de vuestro amor. Seguid poniendo amor en esta vuestra obra, Don Gil, y ella perdurará.
-Tenéis razón, Don Rodrigo, asintió Ramírez Dávalos, iluminado súbitamente por el convencimiento. Tenéis razón, y os juro por nuestra Santa Madre Iglesia y por Nuestro Señor Don Jesucristo, Dios y hombre verdadero, y por su Madre la Virgen Purísima, que habré de poner todo mi amor, todo mi empeño, todo lo que puedo y todo lo aquello de que soy capaz en que prospere y se magnifique, de hoy para los siglos que vendrán, esta ciudad nacida para la gloria y nacida por el amor. La gloria y el amor me la hacen entrever grande y espléndida, venturosa y admirada. No sé por qué, presiento que es aquí, en Tomebamba, donde mi figura se agiganta para la inmortalidad. No sé por qué, mi voz cobra ahora acentos de profecía, mientras mis ojos se deslumbran con la anticipación de un espectáculo imprevisto, pues, veo, sí, veo a Cuenca, no como la ciudad que nace, sino la ciudad que ha consolidado sus destinos. Y la miro con las cúpulas de sus templos en escala para el cielo, poblada de palacios y jardines, entregada al estudio y al trabajo, fervorosa y creyente, honrada y leal, hospitalaria y digna, refugio de intelectualidad, albergue de civismo, sede del honor….!
Y las palabras de Ramírez Dávalos repercutían entonces y repercuten hoy con eco acrecentado que encuentra prolongación de eternidad, porque Dios ha querido perpetuar aquí aquella inefable sonrisa que el 12 de Abril de 1557 puso sobre este rincón amable de los Andes, remedo de paraíso y realidad de hermosura, que se llama y se llamará por siempre CUENCA, CUENCA DE AMÉRICA, CUENCA DEL ECUADOR.
VICTOR MANUEL ALBORNOZ
“Boletín de Información”
Con muy pequeños cambios, que no alteran en nada el texto original, pronuncia este discurso, tal vez el último, en Cuenca, Abril de 1975
Acaso nunca, como en ese inolvidable Lunes Santo de Pasión del año del Señor de mil quinientos y cincuenta y siete, Dios tendió más complaciente y benigno el regalo inefable de su sonrisa sobre la llanura recamada de verdor, plena de lozanía, henchida de belleza. Belleza sin par la belleza maternal! Paucarbamba, la tierra florida y próvida, se sentía otra vez madre, en el milagro de otra raza, altiva y pujante, que iba a frutecer en sus entrañas.
Hasta el sol, por lo común huidizo y fosco en Abril, quiso contribuir con su homenaje esplendoroso, pues, en magnífica embajada de luz y poderío, asistió con pomposo alarde a todas las ceremonias de la institución de la nueva ciudad: en la Misa del Espíritu Santo, celebrada por el Señor Clérigo y Bachiller Don Gómez de Tapia, vino a poner su ósculo centelleante en el cáliz divino repleto de la augusta sangre del martirio; en la proclamación de la cédula real del Señor Visorrey Don Andrés Hurtado de Mendoza complacióse en juguetear con caprichosos lampos sobre las corazas y cascos guerreros de los soberbios castellanos agrupados al pie de la Cruz de Cristo y del pendón de España; y asimismo en clara ostentación de su grandeza, envolvió en irisados resplandores a los caciques cañaris ataviados con rara suntuosidad.
Terminadas las solemnidades de ese día, el Capitán Don Gil Ramírez Dávalos retiróse a su posada, no otra que el cortijo de Don Rodrigo Núñez de Bonilla, encomendero de la región, que, de años atrás, había ya establecido allí su preferida industria de molinos. Esmeróse en agasajarlos el Administrador Don Pedro Márquez, sin descuidar los deberes de su cargo, bien recargados por motivo de la proximidad de la esperada Pascua de Resurrección. Todo era allí trajín y movimiento, ruido de artefactos y parlotear de gentes. El molinar estaba el auge; el moledor en incesante bregar, el molinero sin descuidar la vigilancia y los merenderos trayendo y recogiendo ya el trigo candeal, ya la harina de inmaculado blancor.
Así transcurrió la tarde, al ritmo noble y cadencioso de fatigosa labor.
-¿No os parece, le decía Núñez de Bonilla a Ramírez Dávalos, no os parece que con esta insistente oración de la faena honrada, habré de conseguir el perdón de mis culpas? Si en Cajamarca recibí el oro manchado en el crimen, he procurado devolverlo con creses en esta santa moneda de trabajar sin tregua, cumpliendo el mandato divino de que el sudor remoje el pan de mi mesa.
-Caballero de conciencia sois, a carta cabal, le respondió Don Gil. Y no hagáis aquí recordación del Señor Don Atabalipa, aquí donde él sembró el estrago, porque quizás aquel Emperador tenga más culpas que purgar, que no vuesa merced.
En estas pláticas y entre uno y otro modesto yantar, llegase sin sentirla y como en puntillas la hora solemne del ocaso, que—al reinar ya la calma y el silencio en el molino—salieron a disfrutarla desde el vestíbulo de la heredad, anteponiendo a todo la práctica devota y consuetudinaria del rezo:
-Dios te salve, María. Llena eres de gracia…
Las palabras de la salutación angélica desgranáronse, lenta y unciosamente, de los labios de los dos caballeros que, en actitud de reverente culto, destocada la cabeza y el alma de rodillas, concluyeron las preces con el doliente clamor a que obliga la miseria humana:
-Santa María, Madre de Dios, ruega, Señora, por nosotros los pecadores.
La plegaria vespertina parecía agrandarse en torno, como si la repitiese –adentro—la muela volandera del molino restregándose en la piedra solera que, inmóvil, le daba compañía en el gemir; como si la repitiese –en el portal de la casa—el ave tardinera que gorjeando acudía al nido oculto en el pajizo alar; como si la repitiese—en la cercanía—el viento rumoroso que agitaba undívago los maizales en flor; como si la repitiese—en lo distante—el agua del río que, golpeándose en las guijas, proseguía querelloso su andar, su interminable andar.
El sol occiduo rompía sus postrimeros reflejos de moribundez en las metálicas armaduras de que los dos Capitanes habíanse despojado, colocándolas no muy lejos de ellos, junto a las espadas percucientes. Acorralados por algún zagal cañari, las ovejas balaban en confusión dentro del aprisco. Los cordeles, enflaquecidos en las largas jornadas de reconocimiento, impacientes reclamaban el pienso. Y, ya enfoscado el día, por detrás del otero del confín asomó una estrella, una estrella diamantina y fúlgida: la que siempre preside los grandes hechos de la historia, las magnas epopeyas de la humanidad y que, en tal ocasión, anunciaba el advenimiento de un pueblo en camino de conquista hacia el porvenir.
Como en silla poltrona, acomodáronse los dos hidalgos en el barroso poyo que en el vestíbulo de la modesta vivienda les convidaba a holgar. Hicieron largo silencio, cavilosos, hurgando en sus recuerdos, hasta que, de pronto, como siguiendo el hilo de su meditar, Núñez de Bonilla habló.
-¿No es cierto, Don Gil, que vuesa merced me tendrá por varón que no soltó mentira al describiros, si con lengua entusiasmada, también con voz de sinceridad, los encantos de esta región?
-Decid, Don Rodrigo, respondió su interlocutor, que habéis andado corto en vuestras expresiones. Todo este valle de Tomebamba es, realmente, maravilloso y se creyera que el Omnipotente esmeróse en hacerlo amable y lleno de delicias, como poniéndole sello de elección en sus inescrutables designios.
-Formé igual concepto que vos, contestó Núñez de Bonilla, desde que conocí esta comarca; y ahora que se le ha engrandecido, fundando en ella un pueblo de españoles para honra de Dios y servicio de su Majestad, una voz interior me dice que si el Altísimo dio feracidad a sus campiñas, si las hizo morada predilecta de la primavera, si puso perpetuos arreboles en su cielo y ocultas riquezas en su seño, si las colmó de dones, ¿no será, todo esto, anuncio divino de que tiene reservado a este rincón del mundo para ungirlo de su gracia en el día que su bondad lo quiera?
-Así lo creo, replicó con firmeza Ramírez Dávalos, así lo creo y bendigo la hora en que me mandó aquí, a erigir la nueva Cuenca de estos Reynos, mi señor, el magnífico Marqués de Cañete. No sé por qué, se me figura que estos cuatro ríos que he cruzado al paso cansino de mi alazán; que este Tomebamba y este Yambi, que este Machángara y este Milchichig no son sino un salterio inmenso de cuerdas de cristal puesto aquí, en la llanura grande como el cielo, para entonar perpetuamente alabanza infinita a Dios Nuestro Señor! Yo que salí de España ansioso de aventuras, confiado en mi juventud, empujado y reempujado por las cosas del cariño y las ambiciones de la fortuna, ya tragué los sorbos mas amargos del desengaño y sé, por fin, que todo se trueca en ceniza y vanidad. Todo, Don Rodrigo. Acaso lo único que perdura es la Gloria, la Gloria a la que hoy persigo como si fuera la sombra del amor que perdí, del amor que se fue. Muerto el amor, quiero vivir para la Gloria.
Acaso os equivocáis, interrumpióle al punto Núñez de Bonilla. El amor, Don Gil, el amor está por encima de todo. La gloria no es sino su humilde escudero. El amor no muere jamás, porque su esencia es inmortal. El amor os hizo decir a embarcaros rumbo a América; el amor puso denuedo en vuestro pecho en mil contiendas heroicas. El amor fue para vos—antes—el hechizo de una mujer. El amor es—ahora—para vos, el recuerdo de esa mujer. El amor no encuentra nunca sepultura. Tiene supervivencia de eternidad, y es siempre el que nos acompaña, el que nos guía, el que nos fortalece. Todo, al fin y al cabo, se acendra en el amor. Convenceos, Don Gil, que la gloria a que hoy aspiráis no es también sino amor, amor a lo grande, a lo noble, a lo que se quiera que tenga óleo de perennidad. Habéis fundado esta ciudad; la habéis fundado por mandato de un superior, es cierto, pero testigo soy de que desde el primer momento os encariñasteis con la noble empresa y, así, ahora obráis impelido por propio querer, obedeciendo al anhelo íntimo de satisfacer vuestra aspiración mirándola siempre en creciente adelantamiento. Cuenca también es fruto de vuestro amor. Seguid poniendo amor en esta vuestra obra, Don Gil, y ella perdurará.
-Tenéis razón, Don Rodrigo, asintió Ramírez Dávalos, iluminado súbitamente por el convencimiento. Tenéis razón, y os juro por nuestra Santa Madre Iglesia y por Nuestro Señor Don Jesucristo, Dios y hombre verdadero, y por su Madre la Virgen Purísima, que habré de poner todo mi amor, todo mi empeño, todo lo que puedo y todo lo aquello de que soy capaz en que prospere y se magnifique, de hoy para los siglos que vendrán, esta ciudad nacida para la gloria y nacida por el amor. La gloria y el amor me la hacen entrever grande y espléndida, venturosa y admirada. No sé por qué, presiento que es aquí, en Tomebamba, donde mi figura se agiganta para la inmortalidad. No sé por qué, mi voz cobra ahora acentos de profecía, mientras mis ojos se deslumbran con la anticipación de un espectáculo imprevisto, pues, veo, sí, veo a Cuenca, no como la ciudad que nace, sino la ciudad que ha consolidado sus destinos. Y la miro con las cúpulas de sus templos en escala para el cielo, poblada de palacios y jardines, entregada al estudio y al trabajo, fervorosa y creyente, honrada y leal, hospitalaria y digna, refugio de intelectualidad, albergue de civismo, sede del honor….!
Y las palabras de Ramírez Dávalos repercutían entonces y repercuten hoy con eco acrecentado que encuentra prolongación de eternidad, porque Dios ha querido perpetuar aquí aquella inefable sonrisa que el 12 de Abril de 1557 puso sobre este rincón amable de los Andes, remedo de paraíso y realidad de hermosura, que se llama y se llamará por siempre CUENCA, CUENCA DE AMÉRICA, CUENCA DEL ECUADOR.
VICTOR MANUEL ALBORNOZ
“Boletín de Información”
Con muy pequeños cambios, que no alteran en nada el texto original, pronuncia este discurso, tal vez el último, en Cuenca, Abril de 1975
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