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EL HOMBRE—ROBLE DE LAS SERRANIAS

Author: Teodoro Albornoz /

Luis Cordero

Ánfora para las substancias de su espíritu le era una soberbia cabeza, nevada como cumbre, de donde en suave desgarrón pendían facciones de pronunciada línea que, vistas de perfil, le daban semejanza de medallón romano. Las cejas, espesas y foscas sombreaban el intenso mirar; el bigote retorcíase y alargábase mas allá de los labios. Las manos, pálidas y avellanadas, pedían tomar sobre sí los enhiestos gavilanes de la pluma; y el cuerpo todo, algo doblegado en la parte del busto, sacudíase ágil en un cosquilleo de nervios, a despecho del gotear de los inviernos. El señorío de la edad le aureolaba al igual del prestigio de su saber.

Así lo pintan mis recuerdos infantiles, cuando alcancé a conocerlo ya en el declinar de sus fatigas, presto al último tránsito.

Al oreo de la campiña, al aire libre, bajo el atisbo de las estrellas y al beso de las auras, le sorprendió la luz primera a este varón pujante en un repecho de montaña, que dormirá para siempre en olvido si no lo despertase de su andina soledad la avidez del biógrafo que hoy busca aquel caserío de Surampalte donde los picos y rodaderos del Namurelte dicen que Pegaso traspuso en las lides esa osadía del vuelo.

El espectáculo inicial y familiar grábase en tal forma que en lo literario, casi siempre es el que aparece en la rica realidad de la hora definitiva, ya que hallado el troquel, es mas fácil vaciar el cobre hirviente.

La vida serraniega y campesina de las primeras épocas puso indeleble sello en la obra de CORDERO, la que siempre se muestra así, también campesina y serraniega, como leche vertida de cántaro recién salido de manos del alfarero o mazorca de oro desgranada en el cortijo. Hay allí lozanía de planta regada por la lluvia, vigor de árbol de montaña: todo, trasunto del lugar nativo, reflejo del primer paisaje entrevisto, ilimitado y pintoresco, que es telón de enseñanza al niño, de suyo inquiridor y dado a buscar la médula de las cosas.

Para las Letras, Surampalte adquiere así timbre de nombradía; y esa denominación geográfica ennoblécese cada vez que resuena en la lira del viejo cantor. Lo recordamos entonces, allá a la siniestra del pueblo de Déleg, donde la cordillera se abre en continuas gradas de solaz, para dar cabida a inopinados derroches de vegetación. Si en el secano hay alfombra de esmeralda para el rastreo de las plantas, en los sitios de pan llevar es el prodigio de natura: en exuberante renovación de siglos, brota el árbol, medra y se agiganta en actitud dominadora, empenachándose, con el receloso botón de la flor, ese anuncio de la nueva primavera. Dos lágrimas de río traen de la altura el agua transparente y cantarina, que ora se precipita en cortas chorreras o ya se aquieta plácidamente en una cuenca de tierra: se dijera Hipocrenes o Castalias listas a apaciguar la sed del númen ávido de frescos sorbos de inspiración.
El mismo CORDERO ha narrado, en versos encantadores por la sencillez e ingenuidad de ellos, aquellas sus horas infantiles y de adolescencia. El clima, por lo común tendiente a la ráfaga helada, le obliga a desperezar los músculos en el paseo y la carrera. Despreocupado, dando ritmo musical a la alegría que lo embarga, toma el habitual sendero que, aunque el de todos los días, no por eso deja de reservarle para cada nueva excursión otras antes no sorprendidas artes de belleza: ya es el insecto de enjoyada vestidura en donde el iris juega armonías de color; ya el nidal arrojado en tierra por la tormenta, en que pían los gorriones en orfandad y desolación; y nos es raro que, como soberbio atalaya, asome el cóndor en el flanco del monte, suscitando la santa envidia de las alas en desplegamiento.

Muchas veces, urgido por varias ensoñaciones, sintiendo el escarceo de las ideas que mas tarde adquirirá mayor profundidad, se recuesta en propicio peñón, la mano en el bucle rebelde, la frente abierta en surco al paso de la esteva. Las primicias del intelecto surgen de este modo, con el sabor de la fruta silvestre, con la espontaneidad con que gorjean las aves pequeñuelas; y es que la savia poética se le abulta en las venas a CORDERO por envidiable legado de su progenitor y aún de mas lejanos antecesores.

II

Arrancado ya del solar nativo, llega a la ciudad, a Cuenca, dispuesto a abrirse filas, con el ademán del que sabe que el destino se tuerce a capricho de la voluntad férrea y que basta un rayo de sol para deshacer las sombras, por densas que estas sean.

En las aulas descuella ya. Mediante su aplicación y por allegar frutos de noble trabajo a su escaso caudal, siendo aún estudiante de los años de término amaestra a los primerizos del colegio; desde ahí data, sin duda, la afición al magisterio, que tanto relieve había de proporcionar a su persona. A hurtadillas de su doble deber de colegial y profesor, hinca garra en la carne del libro que, para él, es el mejor recreo espiritual, dándose modos de buscarlo y conseguirlo siempre.

Fue esa la pasión dominante de su vida; ya en sus atardeceres dedicaba largas horas al catalogar y arreglo de su selecta biblioteca, con minuciosidades de anticuario y exageraciones de bibliómano.

A veces, no bastándole el día para satisfacción de su afán, roba a la noche su tranquilidad. A la vacilante luz del candil con la torcida untada en cebo, sus ojos devoran la página poética, el período rotundo, pasando al prolijo examen de los diccionarios que alimentan sus conocimientos incipientes todavía, pero luego dominadores de lenguas extrañas. Sus preferencias son para la prosa rítmica y armónica de Fray Luis de Granada: a tal inclinación le lleva, acaso, la analogía de sus existencias, ambas destacadas de la oscuridad ara conocer mejor los efectos de la luz. Y, al fin, logra avasallar para sí la claridad, limpieza y mas cualidades de sus autores predilectos. Tal es su avidez de acopio literario que, en ocasiones, concluye la mortecina vela, lujo único de sus estipendios, antes de lo que fijan sus deseos. Entonces, hacina la paja dispersa, préndela fuego, y sigue su labor, nada preocupado del rojizo tinte que cobra la habitación invadida por el humo.

III

Tan redoblada labor en el estudio, abnegación y sacrificios sin límites; superpuestas a sus ingénitas reservas mentales, hacen que desde el comienzo de orne con las rosas del triunfo.

En todas las múltiples actividades que acometió: en el foro, en la tribuna, en el palenque, en la trípode y en el solio, es modelo de laboriosidad y energía. Por eso en los momentos en que ya no se conoce la vanagloria ni el orgullo, en los momentos en que la palabra es solo brote austero de verdad, el gran varón pudo decir con el íntimo regocijo de quien ve cumplidas sus mas caras aspiraciones.

“Si pluma, lira y azada
pude unir y concertar;
cantando supe lograr
y nadie me vio dejar
un momento en la jornada,
la esteva, por descansar”.

Así con ímpetu de carrera olímpica, recorre en amplio estadio, en el que, tras larga lucha y escogido entre los mejores paladines, se lo reconoce por vencedor y se le ofrenda la corona de laurel que no pudiendo ya soportarla sus sienes en donde el ventisquero de la muerte hizo la trágica vendimia, va a caer sobre su tumba, como una simbólica lágrima mas que a su recuerdo vierte la Gloria.

El hombre público

Dados sus merecimientos, unísonamente reconocidos, llega a ocupar los cargos de mayor preeminencia: Diputado, Senador, Rector de Universidad, Pentaviro del Gobierno Provisional de 1883, Embajador en otras naciones, Presidente Constitucional de la República….

En todo puesto fue admirable su desinterés, su honrado anhelar de progreso, su desvelado afán por ejecutar y hacer cumplir el deber ciudadano. El insulto, la calumnia—que no le faltaron, como no podían faltarle al llegar a la cima—solo pusieron a prueba la tolerancia y la ecuanimidad, que fueron prendas características suyas.

No es hombre de aquellos que todo lo obtienen en el escabroso terreno político. Su temperamento rehusa el escondrijo moral, sale del vericueto y gusta de andar por recto y despejado sendero. Su sinceridad es causa de que se deje envolber en la urdimbre mañosa que otros tejen a su espalda. Carece de las habilidades de trastienda, del cauteloso andar del reptil. Se muestra siempre desembozado, con el pecho desnudo en que acelera sus latidos un corazón leal.

Aunque en daño de la situación que ocupa, realiza actos que revelan su carácter, sobre todo cuando se trata de demostrar palmariamente los quilates de su convicción religiosa. Si bien no es intransigente en la práctica, revístese de acero: una y otra vez, declara ser católico y republicano, pues repugna a su espíritu el dictado de conservador. Cuando Primer Magistrado del país hace solemne profesión de fe, no ocultándosele la gravedad o inconveniencia de ella en esos momentos, pero él pospone sus propios intereses a los que le dictan sus creencias, de tal manera que no le basta declarar el hallarse sometido sin restricción alguna a la iglesia de Cristo, sino que llega a esta arriesgadísima conclusión: “en algún caso en que fuere posible un verdadero conflicto entre la sana política y la Religión, optaría por el triunfo de ésta, porque los intereses que defiende y resguarda son infinitamente superiores a los menguados y transitorios del mundo”.

En el Poder, su empeño principal es el de difundir la ilustración. Da apoyo incondicional a la instrucción pública; intenta un ensayo renacentista, y, a su inflijo, las Letras obtienen nueva, magnífica floración.

Se retira con decoro y nobleza de un escenario al que, contra su voluntad, lo empujan obligándole a actuar. Si en visión momentánea el ofuscamiento le acusa por fallas no cometidas, el veredicto histórico—además del que en 1897, dicta el Tribunal competente de Justicia—le absuelve por completo. Su nombre asoma limpio de toda mácula, enmendado ya por el error en que se lo quiso envolver, pues la Verdad, como él lo dijo, se abre camino “o en la tarde de la vida o en la noche de la muerte”.

El gran poeta

I

Faz característica de la labor de CORDERO, aunque no principal, se halla en la forma primera en que tradujo el empeño y acometividades de la edad moza. Como casi todos los escritores de Cuenca, vela sus armas en el templo del periodismo, y así se lo ve iniciarse en “El Popular”, donde junto a la noticia regional va el comentario de actualidad, en que el desacuerdo de ideas y opiniones se lo vela, contra la costumbre de la época, con suaves eufemismos. Derrumbado en olvido todo ese afán cotidiano, logra perdurar sin embargo el sabor de regocijo mezclado entonces: la chispeante vena poética escapada en el pasajero hervor.

De sus campañas contra “El Espectador”, periódico dirigido por el Dr, Manuel León Fajardo, se ha forjado una leyenda en que se le ve a CORDERO armado de hierro de Arquíloco de Paros para castigo y eterno oscurecimiento de un Licambo de aldea. En realidad, acepta como misión ineludible la de extirpar verrugas y cánceres sociales; asienta la mano, pero a lo mejor le conmueven blanduras compasivas; araña con escarceo que incita a la sonrisa, mas no quema con la aguja caldeada para el tatuaje.

Sus versos son traviesos ratoncillos que desvelan; no los tres zorros con las colas incendiadas, que dijo Goethe cuando con Séller lanza los terribles dísticos de “La batalla de los Xenios”. La fusta de CORDERO produce escozores inofensivos; nunca, que yo sepa, la cuajó en sangre.

Aquí, no halla rival hasta hoy como poeta satírico. La agudeza del concepto es de una precisión de flecha lanzada con mano diestra, y lo sutil del ingenio se desborda como el agua bulliciosa de la fuente que rompe sus barreras de musgo. Aunque no siempre hay suavidad en el tono y a veces se busca de intento con marcada delectación el aspecto grotesco de las cosas, el epigrama surge del jardín de sus preferencias con la soltura de la abeja trigueña que sale del pintoresco colmenar.

II

Lírico, la magnífica cauda de su inspiración halló la cumbre por dos veces, sin dejar por eso de alzarse siempre a considerable altura.

Invitado al canto por entrañable amor a la Patria, pospuesta por un aeda panegirista de la raza latina, pulsa el plectro proponiéndose enmendar o suplir aquello que en el argentino está, para su modo de ver, falseado o en olvido. En “Aplausos y quejas”el bruñido mármol de las estrofas se corona con el ave arrogante de la inspiración: tal aquel cóndor que en los pórticos del poema “arranca de la roca solitaria a los mares del sur del firmamento”. Si en el plan se sigue la norma y pauta del otro, en la maestría de la ejecución supera CORDERO a Olegario Andrade, que en el verso fue descuidado y lánguido. No hay la grandilocuencia arrebatadora, ni la exuberancia tropical y salvaje de “La Atlántida”; por el contrario, luce la sobriedad de la línea clásica, la justeza de la trabazón, y, aunque lo imaginativo no juega rol agitado el conjunto resulta suntuoso y admirable.

Crujen las espaldas del genio del dolor en su”¡Adiós!”expontánea elegía donde el sentir desgarrado el corazón por la lacerante ausencia de la que fue escogido objeto de su amor, prorrumpe en alarido que, si bien sale a ratos de los contornos del arte sobrio, no deja de ser por un momento patético y humano. El ¡ay! de la congoja le brota incontenible, como sangre de honda herida que acaba de abrirse, mas si el acento es recio no por eso se exhala en maldiciones y blasfemias. La nostalgia de las breves, floridas dichas del ayer se le entra como aura sutil en el alma para darle treguas de resignación, que halla alas en la plegaria acerba cuanto consoladora. Vuelve la sensación de calofrío, el soplo trágico vuelve cuando el poeta atormentado por la angustia, enloquecido por la ausencia, habla de pedir su parte en el lecho postrimer de la tumba. Lo íntimo, lo recóndito, el sentimiento que se hace amargura, la vida que se envuelve en la música quejumbrosa del verso, pocas veces hallaron expresión mas sincera y confidencial. Es arrebato lírico, prepotente, que no desmaya en las impetuosidades del vuelo, hacen de esta conmovedora, espléndida elegía una de las mas valiosas joyas antológicas del Parnaso Nacional.

El políglota

CORDERO, puso sello de dominio en los idiomas que quiso adquirir a fin de extender aún mas su ilustración, sólida y como pocas vasta. Pero la lengua autóctona de la región nativa fue la que amó dilectamente, consagrando a su estudio, renovación y perfeccionamiento literario muchas horas de lo mejor de su tiempo. La prueba concluyente de ello está en la labor extremadamente fatigosa en que emprendió, labor de gran mérito, desgraciadamente hasta hoy inédita a pesar de haber obtenido significativos lauros en el extranjero: la de su Diccionario de la lengua quichua.

En este idioma, tan expresivo y melódico, compuso sentidísimas composiciones. En ellas mora la raza vencida con ecos tan lastimeros como éste:

Rimini, llagta, rimini,
may carupi causangapa,
mama quinquiu llagta shina
cuyanguichu runataca.

Que me permito traducir de este modo:

Me voy, me voy, Patria mía,
Tú que a todos das cariño
cual de madre, ¡no eres madre
solamente para el indio!

Y sigue así el infeliz en desgarrador acento:

Alau!......

Pues tienen llanto mis ojos,
gemidos tiene mi voz,
en cruz la manos, de hinojos,
el ser indio lloro a Dios!

En Runacapallaqui, poesía póstuma de CORDERO, se acentúa el sollozo atribulado. Es tanta la desventura que lo acosa, tanta la ignominia que lo persigue y lo abate, que el indio exclama:

¡Shamuylla, shamuylla, huañuy
ahpapi pacahuash churay!
Yoha quishpiririshum chaypi.

Muerte, rompe las cadenas
que nos atan a la suerte.
Vuélvenos- tras de estas penas-
la libertad , con la muerte.

Mas bálsamo refrescante que acaricia las sienes del triste, el consuelo divino se le acerca para hacerle acabar su lamento con notas de resignación y esperanza:

Imatapish runayquihuan….

Mi voluntad se te entrega.
Has lo que quieras, Señor;
tarde es ya: la noche llega
para siervo y opresor.

Mas yo espero ver brillar
la justicia que entreví ,
cuando a Dios oiga exclamar:
“Eres indio, ven amí”….

Merece también especial cita su traducción del Magnificat, incluida en la versión políglota de este cántico obsequiada al Pontífice León XIII.

Del francés vertió varias poesías, entre ellas algunas de Carlos Baudelaire, en que no solo demuestra lo orientado que está en el movimiento contemporáneo universal de las Letras, sino suma habilidad de interpretación al sutil y complicado autor de “Las flores del mal”.

El escritor enciclopédico

Inteligente vulgarizador científico al par que lúcido observador de la naturaleza, deja obras de inmensa utilidad general, que presuponen gran caudal de abnegación para elaborarlas e intenso afán de hacer extensivos sus amplios conocimientos, como quien tiene ya firme columna sobre la cual alzarse, no teme compartir el pan de su gloria ofreciéndolo en dádiva a los que han menester de saborear siquiera los mendrugos de la ciencia.

Corresponden a este propósito tan digno de alabanza y agradecimiento sus obras: Cultivo de las Quinas—Plantas Medicinales—de la Provincia del Azuay y Cañar—excursión a Gualaquiza.—Tratado de Apicultura—Estudios de lingüística americana.—Nociones de Agronomía.—Y muy especialmente sus Apuntaciones botánicas.

No solo el libro, también la prensa la puso a su servicio para desarrollar ese anhelo suyo. No hubo en el Ecuador periódico o revista en que no colaborara, cuando no les tenía propios o fundados por él, en los que entonces hacían labor de lo mas proficua y útil.

Por esto, fúlgida aureola que le ennoblece es la de ser Maestro y guía reconocido de varias generaciones. Las lecciones, la protección que da no se reducen a lo vacío y palabrero, sino que se exteriorizan en el consejo, en actuación, en el apoyo desinteresado, en obras altamente benéficas para el cultivo asiduo de la literatura.

El laurel áureo de su corona de poeta vale tanto como la fresca oliva que su enseñanza derramaba en un hidalgo proceder de mecenismo.

Varón nacido para el señorío en las cumbres. LUIS CORDERO se destaca en ellas para prototipo de su estirpe, para gloria y orgullo de su Patria.


VICTOR MANUEL ALBORNOZ

Quito, Abril 6 de 1929. Publicado en: “La Crónica” 9 de Mayo de 1929

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