Antonio José de Sucre
A decir verdad este héroe sin mancilla ha permanecido, a pesar de los fuertes caracteres con que se destaca en la historia, casi en la penumbra, tal vez porque la amara tanto en vida. Satélite de un sol mayor, sus fulgores apacibles alumbran y no queman: el relámpago no asoma en él sino en el instante preciso FUE PUDOR SU VICTORIA Y SU LAUREL LA OLIVA, dice un poeta.
Es uno de aquellos héroes que cumplen su misión redentora como dura tarea impuesta no con incentivos de medro personal o de ambición ávida de lisonja y aureola de fama. Encarna la modestia de Timoleón y el de Timodemo, y, y como él es esforzado en la lidia, blando en la paz, pero sin que le salpique de sangre ni una sola falta.
Abel de América se lo llama, y nunca pudo encerrarse más simbólica verdad en un calificativo. Su humildad le lleva a oscurecer sus propios méritos, pero ellos se externan como el resplandor de la luz que no puede aprisionarse en vasos de cristal. Vaso de cristal es la conciencia pública de Sucre que, como pocos, sabe culminar en los más altos estribos del poder y sin embrago no empaña su nombre siquiera con la sombra de una sospecha.
Su gloria no es de aquellas glorias que, por lo común, se levantan por encima de rivalidades, odios e intrigas. No hace daño a nadie. Sube porque se le obliga a subir, desposeído de arrogancia, sin ambición de mando sólo con ansias de bien para con sus conciudadanos. Amor para con todos es su lema, amor que unos a otros es su ensueño: hermandad de hombres, hermandad de patrias.
En Sucre si el guerrero es para cantado, el hombre se presta mejor para descrito, pues sólo así puede burilarse su existencia ejemplar que hasta hoy no se la hace resaltar debidamente. Se le paregiriza, se le admira, es cierto, pero sólo de paso, en la nota ligera o en el comentario breve. Hay libros sobre él, y, especialmente sobre su asesinato, pero ni Pinilla ni Villanueva, ni Irisarri, ni González, ni otros ahondan suficientemente en el detalle biográfico, en el relieve de los hechos, en el juicio crítico y en las deducciones y comparaciones que despréndense al hablar del egregio personaje. En estos últimos lustros, hay que confesarlo, mucho se hecho por poner a los paladines de la Guerra Magna en el verdadero lugar que les corresponde en la inmortalidad, pero, lo repetimos, al Mártir de Berruecos no le ha llegado todavía la hora en que se esculpa su figura en un mármol de arte imperecedero y con el cincel que se merece.
Bolívar halla su Homero. A Sucre le falta un Plutarco que paralelice su vida con cualesquiera de las más brillantes y limpias.
VICTOR MANUEL ALBORNOZ
“La Crónica” Viernes 24 de Mayo de 1929
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