Amigos

Literatos Ecuatorianos.

Author: Teodoro Albornoz /


Rafael Villagómez Borja

Por Víctor M. Albornoz


Es don Rafael Villagómez Borja uno de los personajes quiteños que más activamente toma parte en las luchas políticas desarrolladas en el época de la dominación garciana, destaca su figura no sólo por la decisión y vehemencia con que actúa a favor de los ideales que sustenta, sino por las dotes de ingenio con que señala cada una de las etapas recorridas en su carrera cívica. Gallardo justador en el estado de los derechos ciudadanos, también sabe conquistar puesto en los anales de nuestra, si breve, gloriosa historia de letras.

Con su acrimonia habitual, Don Manuel J. Calle lo califica de esbirro terrorista, sin duda por la perseverante lealtad con que sirve y acompaña a Don Gabriel García Moreno, de quien es uno de las más decididos entusiastas admiradores. Comparte con él las vicisitudes del triunfo y la derrota, y, de cerca o de lejos, su anhelo constante es propender a la mayor exaltación del ídolo. Los enemigos de éste, por ende suyos, sufren las acometidas de su péñola cada vez que la esgrime en actitud de defensa para aquél y de impugnación para éstos: el General José María Urbina, el doctor Antonio Borrero Cortázar, y otras personas de menor significación, prueban la destreza con que logra herir este temible sagitario.

García Moreno sabe justipreciar los méritos de Villagómez Borja, así como dar premio a su adhesión. Lo hace elegir Diputado a la Convención Nacional de 1869, desígnalo para Rector del Colegio de Manabí, cargo que no acepta, lo nombra Gobernador del Azuay, y, como demostración evidente del afecto y confianza que le inspira, lo trae cerca de sí en calidad de Secretario privado.

De su intervención en la memorable Asamblea del 69 no queda mayor huella. El mismo cuida de pintar, con caracteres regocijados, sus graves ocupaciones de esos días: “No hago más que comer la dieta -dice—y estar de Cristo paciente sin hacer nada de provecho, ni para Dios ni para el prójimo, ni para mi bulto….De los Diputados que usted envió a este mundo de cuentos viejos, yo soy el mejor, por la sencilla razón de que no hago nada ni chisto en la Cámara. Yo me paso los días o bostezando en la Cámara o curándome los males en el cuarto y verá que ambas ocupaciones son de gran provecho a la Patria….” (Cartas del 2 y 19 de Junio de 1869, dirigidas a Don Carlos Ordóñez Lazo)

Su personalidad literaria—hoy en olvido casi completo—ha merecido los juicios más contradictorios, deprimentes unos, apologéticos otros. Mientras Calle—crítico de gran valía a no dudarlo—lo cree un viejo inútil y malo, indigno de ser aparejado ni con las más vulgares medianías. Remigio Crespo Toral, -en quién es preciso reconocer que a veces se deja arrastrar por la benevolencia en sus conceptos—lo llama en alguna parte gran escritor, añadiendo que él “antes que Montalvo hizo en nuestra República la prosa artística, con brío, gran movimiento oratorio y forma emocionante”. El elogio se lo colma con las flores del ditirambo cuando Nicanor Aguilar llega a expresar que Villagómez Borja, es considerado como estilista, “cabe perfectamente bien al lado de Juan Valdés y del maestro León”.

Si hemos de manifestar con sinceridad nuestra opinión, ni Calle, ni los otros críticos que acabamos de citar, dictaminan desde el punto ecléctico necesario para juzgar sin apasionamiento. Demasiado cerca tal vez de sucesos y hombres de esta época, su miraje se resiente de interesado, pues que observan a través de un prisma que, según los casos, hace aparecer todo en sentido favorable, o, por el contrario, todo merecedor de fuerte censura. La revisión de valores se impone ahora y en labor tan útil es el tiempo el que mejor depura las reputaciones, mediante quienes pueden alzar voz imparcial y sin prejuicios donde campee únicamente la verdad.

Escasa, bastante escasa es la obra literaria de Villagómez Borja, toda ella sin su firma, acaso por cobardía ingénita a su carácter cuando se lanza a la burla y a la diatriba, o por no dar mayor importancia a lo brotado sólo a impulsos de las efímeras circunstancias del momento. Sin embargo, aunque recurra a la careta del pseudónimo o lance sus dardos desde la encrucijada del anónimo, muy fácil es reconocerlo por su estilo de afectada corrección académica, en que la pedantería del vocablo se retuerce prisionera en la malla del enrevesamiento ideológico.

Humanista de los buenos, es su educación de muy sólidos fundamentos; conoce a perfección los clásicos griegos y latinos y se cuenta de él que una de sus ocupaciones favoritas es la de copiar, capítulo a capítulo, “El Quijote” de Cervantes. Embebido, pues en esas lecturas no hay duda que sabe a qué atenerse respecto a la propiedad o impropiedad de giros y locuciones idiomáticos. Más, esto no quiere decir que sea modelo irrecusable de escritores. La fluidez de estilo no siempre asoma, y, está aleada por cierta fingida elegancia, que no tiene la límpida sencillez de lo espontáneo y que se nota ser buscada, rebuscada. En su afán de verter sal más o menos ática, suele esfumarse en divagaciones estériles que, sacando del asunto tratado, lo llevan más bien a hacer difusa gala de su erudición.

Por otra parte, su licuación escrita se adorna de cualidades apreciables. Frecuentemente acierta con el epíteto y la expresión adecuados, eficientes, con el único término que para ellos existe y que es tan difícil encontrarlo. Sabe redondear los períodos con un ademán que puede ser retórico y enfático, pero que no carece de una gravedad aristocrática imponente y señorial. La arquitectura de la frase es sobremanera vistosa y toda ella se distingue por un ritmo cadencioso, suavemente mantenido, que se adormila en una morosidad musical blanda y delicada.

En nuestro concepto, su estilo no puede parangonarse con el de Montalvo, pues no guarda con el de éste ningún punto de contacto. Carece de la fuerza de la robustez, del vigor característicos en el del egregio ambateño; antes bien es lánguido, unas veces con estudiadas prolongaciones en el sonido armónico y otras cortado, interrumpido a sabiendas, pero siempre tendiendo a darles flexibilidades voluptuosas de danzarina. Aquel es el rugido del mar sacudiendo sus crines al soplo impetuosos de la tormenta; éste, el murmullo placido de la fontana recibiendo el beso trémulo de las brisas sosegadas. La valentía en el ataque, el del mandoble que se da con las manos bien empuñadas el pie firme que se hunde en la arena resuelto a mantenerlo allí hasta el momento postrer de la lucha: todo esto en el soberbio Don Juan. Volviendo la mirada al otro lado, Villagómez Borja no pone la altivez de espíritu a la altura condigna; acecha desde los recodos del camino y sabe causar también la herida mortal, pero no con la gran cuchillada franca del paladín, sino con la saeta envenenada del arquero tímido.

Calle asegura que sólo en dos ocasiones Villagómez Borja blande la pluma del escritor. No es cierto. Ocasionalmente compuso algunos versos fríos, sin alma, sin inspiración, como aquellos dedicados a Don Antonio Borrero cuando contrae matrimonio con la señora Rosa Moscoso, los que pueden ser de corte helénico y dicción castiza, cual se los ha ponderado, pero que bastan para evidenciar que su autor no merece calificativo de poeta. En uno de los periódicos más notables que hasta ahora han visto la luz pública en el Ecuador, aparecen sus primeros artículos de importancia. Allí, en “La República” de Cuenca, el año 1859 (noviembre 21) publica su célebre escrito El General Castilla, donde en tono elocuente y arrebatado trata de vindicar el proceder de García Moreno cuando la ominosa intervención del gobierno peruano en nuestra agitada política interna de esos días. El acento es convincente, pues—desvanecido ya el engaño en que muchos incurrieron, inclusive el propio García Moreno, respecto a los fines de aquella actitud extranjera-,es la voz del patriotismo la que suena en relampagueante protesta contra el invasor, en iracundo anatema para los traidores, para los que fraternicen con el Mariscal de extrañas tierras. El eco de esa palabra repercute con amplitud sonora en todos los corazones ecuatorianos, e influye, indudablemente, en el rumbo y cariz que las cosas toman. Es una de las pocas ocasiones que Villagómez Borja, pone a un lado su pesado atavío oratorio, y con fogosa exaltación, sin recurrir al amaneramiento, halla vibrantes apóstrofes para tocar como con aguja caldeada en fuego la entraña palpitante del sentir ciudadano.

En quito, colabora en “La Estrella de Mayo” (1868), saltando a la palestra siempre en defensa del campeón de sus ideales político—religiosos.

Acompañado por el doctor Vicente Cuesta, dirige en Cuenca “El Porvenir” (1871), publicación que hasta ahora se la lee con gran interés por el material literario que allí se inserta, de valor perdurable fruto de los mejores ingenios azuayos.

Rotos los lazos de la vieja y fraternal amistad que le unían al doctor Antonio Borrero Cortázar, busca la primera oportunidad para atacarlo. Se le presenta le presenta ésta cuando tributa cálido elogios a la personalidad del insigne doctor Benigno Malo (“El Porvenir” N° 41 Cuenca, 1871), siendo así que cuando redactor de “El Centinela” Cuenca 1862, lo censuró de la manera más violenta, trabándose polémica entre ambos diestros contendores, pues Malo hubo de responderle desde su tribuna de “La Prensa”. Para patentizar este cambio y confundirlo en toda forma, Villagómez Borja funda sus periódicos “Flores de Pascua” (Cuenca, abril 17 de 1872), luego, “Flores de Mayo” y, finalmente, “Ventolera de Julio”, en todos los cuales extrema la ruda acometida, llegando hasta el insulto, tamizado, eso sí, con hábiles melifluidades de dicción. Según su decir, con tales escritos está convencido de “barrer la grandeza improvisada” de Borrero, a quien califica de “Aquiles morlaco que, en traje de dueña, está hilando sus hilos” avanzándose luego a hacer consideraciones ofensivas sobre la nobleza que decanta. Como interviene en la discusión don Manuel Vega, declarándose su adversario, también descarga su furia contra él, aunque cuida advertir que lo cree incapaz de haber escrito lo que suscribe, razón por la cual da poca importancia a esa “firma epicena que calumnia, a esa firma híbrida que hiere”.

En la lucha eleccionar de 1874, Villagómez Borja toma parte activa, con el mismo fervor puesto en todo cuanto se relacione con el mayor endiosamiento de García Moreno; y, así, en el Manifiesto de los Conservadores del Azuay, con ardoroso discurrir pondera la necesidad de la reelección presidencial de éste ; pero, arrastrado por sus reflexiones sobre la bondad de los meritos que adornan al Caudillo de su causa, no sólo se place en el encomio apologético del catolicismo; sino que encúmbrase a un bien hollado terreno filosófico en que discute sobre la falsa libertad y el mentido progreso, ideales con los que muchos se alucinan hallando pretexto en ellos para sumarse en la avalancha de las revoluciones siempre perjudiciales a un país.

Merecen cita algunos otros frutos mas de su ingenio, tales como el artículo humorístico “El Chimborazo y el Villonaco” juegan a los trucos, y su sentenciosa y grave necrología. Hiedra y lirios en la humilde huesa de Federico Guerrero; pero la más encomiada de las producciones de Villagómez Borja es su panfleto “Los caballos de Cuaspud”, que, ciertamente, obtiene a su aparición intensa resonancia de una a otra frontera de la nación por la oportunidad de las circunstancias, tal vez por lo virulento de su contenido, más no por lo que se refiere sólo a méritos de arte. Se treta de una publicación destilando saña y odiosidad contra individuos dignos de consideración y respeto, precisamente se se considera su situación de vencidos por las tropas del General Mosquera, cuando la injusta guerra promovida en 1863 contra el Ecuador. Como es sabido, nuestro escaso ejército, arrollado por el contrario hubo de retirarse en derrota; en esto halla motivo Villagómez Borja para prorrumpir en improperios y sarcamos contra la clase militar, a la que ofende burdamente juzgando a que si ella fuera culpable de todos los mayores males: esa llaga—dice—esa llaga sarnosa del militarismo improvisado por el fortuito fiat de las revoluciones intestinas; llaga contagiosa, llaga que corroe, que mata, que consume y aniquila el honor nacional, la independencia, el tesoro público, la tranquilidad del ciudadano, la libertad, el orden, la república, la civilización, la moral, la sociedad toda; llaga pútrida, úlcera, cáncer….Alude luego a los que huyen tras el desastre, y exclama: “Qué habría sido de la República, sin los caballos de Cuaspud? Jinetes? ah!....prescindamos de ellos, porque hay ocasiones en que la patria le sirven mejor los cuadrúpedos que los jinetes; los jamelgos, que ciertos militares; los mulos y los asnos, con mas lealtad, con mas conciencia del deber, que cierto jefes; las yeguas cerriles, que muchísimos comandantes, capitanes y mas orugas del tesoro público….

La ironía, la crueldad de la imprecación, van aumentando como la lava devastadora de un volcán, hasta terminar pidiendo “se reemplace nuestros actuales cuarteles con algunas caballerías, gran secreto para la prosperidad rentística de la República y de sus futuras glorias militares”.

Justa fue la indignación que entre los ofendidos produjo Los Caballos de Cuaspud, y sólo en esos momentos de efervescencia y rencores partidistas puede disculparse a quienes aplaudieron al libelista.

Villagómez Borja más que manejar la sátira moralizadora, el humorismo de buen cuño, en un temible enemigo, hábil en el insulto, la befa, y el escarnio. Por eso, se ve obligado a luchar desde la encrucijada, con el rostro cubierto y ocultándose tras el rosal florido de su dialéctica.

Posee, sí, cualidades que son patrimonio exclusivo de los escritores de fuste. Cierta manera original en que toma los asuntos hace que éstos se revistan de un baño de luz nueva, en que parece el iris multiplicar sus caprichosos juegos de color.

Hiere la atención por el ropaje recamado de caireles y la molicie con que se presenta, aunque no siempre nótase desenvoltura en los movimientos. A veces, también su desenfado logra interesar, aunque pronto se advierte que la masa de la lógica contundente se le cae de las manos. Emplea la expresión fuerte, tampoco rehuye la brutal; pero se conoce en seguida la poca fuerza que reside en el ánimo de quien la lanza. Su disfraz de justador, no le capacita para la lucha en el circo amplio, a pleno sol, sobre el plaustro de los vencedores.

No consigue forjar versos óptimos, pero es indudable que en su alma rebulle la calandria herida del sentimiento o, dándose en él aquel caso—ya anotado en Manpassant—de ser reacio a la poesía cuando quiere verterla en estrofas, pero pródigo de ella en las cláusulas rítmicas de su prosa, cuya gama fluye en continuadas melodías.

El estilo de Villagómez Borja es un estilo sinfónico, orquestal, que arrulla los oídos.
Tiene el arte de la palabra y las frases musicales, pero éste no guarda es mancomunidad íntima que lo hace resaltar, con el arte más precioso del sentido que anima verdaderamente a la expresión cuando ella sienta hondas raíces en la fecunda gestación cerebral. La médula, la sustancia, no responden a la belleza de la exoneración externa. Su labor de orfebrería muestra aúreos cofres de repujadas filigranas; pero en el fondo de tales cofres no resplandece la joya maravillosa de pensamiento que perdura, de la idea que cae en el surco de la eternidad.

VICTOR MANUEL ALBORNOZ

“La Crónica” Quito, Julio de 1929.

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