Saludemos reverentes al sacrosanto tricolor nacional
La bandera ha sido siempre la insignia suprema. Jerjes la encontró en el desfiladero de las Termópilas, cobijando a Leonidas y sus trescientos leones espartanos; César la veía flamear sobre Roma cuando en busca de la gloria pasó las aguas del Rubicón; Ruy Díaz de Vivar la empuñaba con su guantelete de hierro en los más altos minaretes de la Alambra; Cristófono Colombo la clavó en gesto gallardo al desflorar la túnica selvática de un mundo que nacía a la vida de la civilización; Pizarro y Cortés la hicieron ondear al viento en nombre de sus Reyes; y Bolívar, personificación de la victoria, la supo arriar en nombre del Derecho humano cuando en su corcel de guerra recorría desde las riberas del Cauca hasta las cimas del Potosí.
La bandera es el símbolo augusto de la Patria. La más grande de todas fue la que Jehová tendiera de siete colores encima de los abismos y al filo de las cumbres en pacto de amor y paz para con los hombres; la más santa es el lignun crucis donde resplandece la sangre vertida por la piedad divina sobre la costra dura de nuestras llagas mortales; la más amada es aquella que vio darros a la vida en cualquier retazo de la tierra natal, la que tuvo nuestra primera sonrisa, la que la que recogió el primer florecimiento de lágrimas, la que nos guardará cariñosa cuando vayamos a dormir el último sueño al pie de los sauces del humilde cementerio.
La bandera compendia cuanto hay de más intenso, de más noble y sublimen nuestra veneración a la Patria: es el pendón de los tercios romanos estremeciendo a los pueblos en espanto; es el lábaro de Constantino ante quien se postran de rodillas los que ven el milagro inefable; es el estandarte de los guerreros de Germania que siembran la destrucción y la ruina por doquiera que van; es el oriflama de los pretéritos soberanos de Francia; es la banda del Kan en Persia; es el goníalone de los Dux en Venecia; es aquí el pabellón sobre la almena; allá la grímpola al tope del navío.
Y es en nuestros corazones y es en nuestras almas el tricolor nacional: la bendita enseña ecuatoriana que orgullosa le vemos ondear, del uno al otro de los confines arrebolados, en la cúspide de las montañas y sobre las olas del mar.
Nuestra bandera Dorada como el rayo de sol que ilumina nuestros cerebros e incendia nuestros pechos; como el tesoro áureo que nuestro pechos esconde en sus entrañas prodigas para las alabas del mañana; como la rubia cabellera de las amadas buenas que nos quieren en estos campos hechos para la ternura; Azul como nuestros cielos en eterna primavera; como la llama de la fe que nos empuja a los hechos grandes y a las hazañas heroicas; Roja como la antorcha encendida de nuestros volcanes; como el ascua del guerrero que forja las lanzas que abre el camino de la libertad y el triunfo; como la herida palpitante del que sucumbe en defensa del ideal sustentado; como la boca de la mujer que pone en un beso la palpitación de los mundos y el ritmo armoniosos de las esferas!
Salve, oh Patria! Mil veces, oh Patria, gloria a ti………
VICTOR MANUEL ALBORNOZ.
“La Crónica” Cuenca, Miércoles 10 de Agosto de 1927
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GLORIOSO ANIVERSARIO DE
Author: Teodoro Albornoz /
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