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L u i s C o r d e r o D á v i l a

┼ el 3 de Noviembre de 1940

Se han roto los peldaños de oro de la tribuna cuencana. Ya en los comicios ciudadanos no ascenderá a ella Luis Cordero Dávila, que, por atributos de excelsitud, fue, cada vez que la magia de su palabra vibró autorizada y conquistadora, el defensor de nuestros derechos, el pregonero de nuestras postergaciones, el timonel de nuestra cultura, el portaestandarte y Capitán Mayor de la tierra azuaya.

Ya no le veremos subir a la tribuna, a ese como pedestal para la estatua viva de su presencia de titán; un titán de tal reciedumbre, que su paso dejó huella indeleble en el molde de granito de los Andes, es éste que es casi una barriada de la ciudad inmensa que Dios pintara de azul en el azul de los cielos.

Parecía de las razas de otros siglos mejores, se lo creyera emparentado con diez centurias de tradición y saber, y, sin embargo, fue el mejor amigo y estimulador de juventudes, como que tuvo la juventud eterna de la idea siempre en germinación de primavera.

Un roble, sí; pero complaciéndose en dejarse abrazar por la hiedra amorosa de la poesía. Un monte, sí; pero dejando chorrear entre la mole pétrea el agua cantarina de la emoción. Cuando cansábase de lanzar rayos, este cíclope revestíase de una gracia elegante en que el madrigal reventaba en rosas, en que la frase y el verso tornábanse en blanda alcatifa en donde es grato adormecerse en el ensueño. Su masa de heraclida convertíase al conjuro del Arte, en la cítara melodiosa que encarcela en su encanto a los espíritus que todavía pueden sentir –en esta hora de predominio de filisteos—la inefable sensación de la Belleza.

A veces, en atormentadora introspección sentimental, cuando sentíase «piedra que el agua desquició del muro, ay1 pero piedra que palpita y siente», erupcionaba de dolor, como hacen los volcanes en coraje poniendo en el casquete de sus cimas el penacho desafiador entretejido de centellas. Otras ocasiones, contagiado de las inquietudes del momento –iba a los subsuelos del Evangelio, y escribía poemas genuinamente proletarios, a la usanza jesucristina de la parábola ejemplarizadora.
En él, el proceso mental efectuó siempre un recorrido firme, sin desviaciones en su perfecta ordenación. Se pujante condición de esteta demostrábase ya en la gallardía de su prosa repujada –donde cada expresión es una gema—, ya en la riqueza y altitud de númen de su poesía, donde cada pensamiento es un sondaje de hermosura.

Pero donde mas alto monumento halló su personalidad es en la tribuna. Allí su discurso atraía, subyugaba, encadenaba, imponíase, como si el Amazonas hubiérase hecho armonía, como si el Chimborazo hubiera cobrado voz de hombre para decir las necesidades del Pueblo, las desventuras de la Patria.

Parecía que en su dicción se realizara el milagro portentoso de que los cedros centenarios hicieran chorrear el jugo de su vigor para trasmitirlo a los que necesitan de él, en estas horas en que –apenas si es posible hallar caracteres sin compra y venta de rastreras ambiciones, sin mentiroso letrero de vanidades, sin sótano de mezquindad en el corazón.

Luis Cordero Dávila!: en nuestras justas ciudadanas, boca flamígera para cincelar verdades, paladín de las causas buenas, defensor de agravios, campeón invencible del civismo, dínamo para impulsar almas, antorcha para iluminar conciencias.

Su palabra era un desgarrón de claridad invitando a la acción, un clangor de trompetas que repercutía despertando el espíritu nacional, un aletazo de águila para castigar a los que no saben de altivez, un zarpaso de león para extirpar la gangrena en los enfermos de marasmo, un desmoronarse de ciclópea cordillera para aplastar a los indignos, a los que, en vez de nobles sentimientos, albergan en el pecho la entraña inmunda que en la vida misma se hace bocado de gusano, banquete de putrefacción.

En el yunque maravilloso de su cerebro golpeaba con el gran martillo del patriotismo, y al golpe invencible saltaban, como luceros de arborecer, la conminación terrible, el reto con tajadura de espada, el verbo que estrangula a los culpables con cuerda trenzada con el oro de la dialéctica, el hierro del castigo y el diamante de la justicia.

Su boca de león dejó de hacer oir el rugido formidable, al llamado mansísimo de Aquel que es también pastor de ovejas. Se ha ido en día de próceres, como que tuvo el procerato del civismo entre nosotros.

Si su frente fue ya de por sí un bosque de laureles, el polvo de la muerte ha de ser para este gran varón la mejor tierra para que enraice el árbol de su gloria y en él se abra, cuajada de luz, la merecida flor de inmortalidad.


VICTOR MANUEL ALBORNOZ

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