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INES MARQUEZ MORENO

Author: Teodoro Albornoz /

He aquí una denuncia del sueño. Del sueño de una vida en olor de poesía, de esa que en Inés Márquez Moreno brota de las reconditeces del ser, como substancia de él mismo, condicionada en esencia para las manifestaciones del pensar y del sentir. Poesía y sueño mantienen estrecha alianza, pues entrañan significados que se unen y confunden casi siempre en uno solo, en quienes padecen ese mal que Inés llama apropiadamente “la dulce enfermedad del verso”: el sueño consiste en dejarse conducir en el carro alígero de la fantasía, y la poesía no es sino lo que se trae en ese viaje por mundos que, aparentemente imaginarios, son en rigor parte de nuestro andar y, por consiguiente, residuos de nuestra propia experiencia vital, quizás idealizados un poco, embellecida otro tanto, forjada como si quisiéramos que fuera o como es en realidad cuando la vemos bajo el prisma de un afán optimista.

El sueño siempre está tejido con el hilo claro y obscuro comprado con moneda de penas o alegrías en el bazar desconcertante del planeta, en el que casi siempre quedamos insatisfechos con la ración de ilusiones que se nos da, a cambio de los aguijones con que punza pecho y mente la mano aleve de la cotidiana verdad. Mas como el soñador gusta de compartir sus sueños con otros, los denuncia a conocidos y a desconocidos, encerrándolos en el carruaje de gala del libro, vehículo cómodo para echarse a soñar cerrando los visillos de las ventanas de cristal del verso, para eludir lo que se quiere callar o decirlo en forma velada que el extraño no puede comprender, porque ello debe guardarse en el relicario del mas íntimo secreto.

Gabriela Mistral define la Poesía expresando que es “intimidad de intimidades”. Cierto; pero ella, la poesía, es monólogo que permite la penumbra para la comprensión ajena, y mientras mas hálito de misterio la rodee vuélvese mas atrayente, mas codiciada, como todo lo que se adivina y no se palpa. El poeta en trance de producción no hace otra cosa que recolectar su cosecha interior, formando la gavilla de sueños disperso, nacidos y crecidos en las amelgas de la mente. Si de esos sueños muchos corren suerte igual a los versos de Sully Prudhomme –pues “los mejores quedan siempre adentro de uno mismo”—a otros el poeta, ser comunicativo por excelencia, los traslada al papel, queriendo hacer partícipe de su dolor o regocijo, de su inquietud o de su sosiego, a quienes entiendan su lenguaje, lo sepan comprender identificándose autor y lector, que es la suprema aspiración por ser esa la comunión de las almas.

Y qué otros sueños puede tener un espíritu tan delicado, tan diáfano, tan sensible al mas leve toque de emoción, como es el de Inés Marques Moreno, que los mejores de todos los sueños: los que se enraízan en el corazón, los que florecen en la mente, cuando los trae, cuando los ofrece –regalo de maravilla—el amor, el amor en sus mas dulces y puras y altas manifestaciones.

Su culto de amor alcanza medida tridimensional. Se va arriba, por la escala de origen; al centro, gravitando en su propia palpitación; al otro extremo, gozosa de oprimir, cariciosa, al fruto desprendido de su entraña. Triángulo con luz apacible, que arranca de la madre y deriva en el hijo, siendo ella, Inés, el punto de convergencia.

El amor a su madre arráncale notas lacerantes. Su imagen la conserva grabada con el cincel del tiempo, que ahonda mas a medida que mas se clava en la herida sin posible cicatriz:

Su perfil era tan fino
como un espigado pino
en ese parque extenuado
de su cuerpo ya acabado.

La evocación de la postrer escena contiene espeluznos que solo invaden ante la presencia ya inevitable de la muerte:

Era una tarde llovida
cuando ella se iba muriendo.
Bajo llorado crepúsculo
su cuerpo estaba tendido
como un bouquet deshojado.
En vano los besos míos
caía locos y ardientes
sobre su boca de hielo.

La boca de hielo de una madre es boca cuyo frío queda para siempre, como sello de eternidad, en los labios que reciben el último de la que se va a dormir en el sepulcro, que no es propiamente el de tierra que recibe su cuerpo, sino el de nuestros pobres corazones adoloridos.

El amor de mujer, el amor de amor, lo siente fuertemente, tan fuertemente que lo hubiera querido mas grande aún; pero grande y compartido por igual, para no tenerlo como fantasmagoría que, si fue sueño vivido en el ayer, hoy acaso solo tiene los contornos de un recuerdo, de una pena, de una historia vieja toda desteñida por el desencanto:

Dentro del pecho siento algo que se me ha muerto….
Mi alma dibuja una ilusión lejana
Lejano recuerdo!
tan amado
y muerto….

Sin embrago, ese amor también se asoma a veces con el ropaje encendido de la esperanza, de la esperanza que pone dulzura en la copa de acíbar:

Me habitas toda y, así, eres tu mismo….

Y es que ese amor, soñado o presentido, muéstrase ya como remembranza, ya como ritmo que fuga, ya como eco que devuelve la voz del pasado, está por cierto vivo, crucificado de nostalgias, pero vive en el calvario permanente de esta alma de poeta que, como lo confiesa Inés, se halla “siempre en sobresalto, esperando algo que no llegará nunca”, a lo menos como el alma enhanbrecida de infinito la desea. Y es que ese amor vive, para bien de todos, en donde mas habrá de perdurar:

¡Aquí está, en mis versos, esa pasión de ayer!

El otro aspecto de su trilogía de amor es el amor al hijo, a la flor tierna de un idilio agostado, a la flor humana de carne y hueso, que es sangre de su propia sangre y alma de su misma alma: él, Juan, “gota azul de rocío” para refrescar la ardentía de su frente, tras cuyas paredes se agita el pensamiento en la cárcel del recuerdo atormentante, de ese que ella teme tanto, convencida de que la mejor dicha para el vástago querido sería la de “andar sin saudades”, es decir, escotero de penas en el trajín del existir.

Juan, el retorno bienvenido al predio de sus esperanzas, constituye el regocijo de sus horas: lo ve pequeñuelo, por las crenchas traídas por ángeles rubios, mientras lo arrulla el son adormecedor de una canción de cuna que va cerrándole los ojos como si apagara dos estrellas; lo mira a su lado, intentando los primeros pasos, que convierten en sonrisas las lágrimas de su madre; lo contempla esperando en la Nochebuena los juguetes que le traen los Reyes Magos; lo ve el día de la Primera Comunión, en que Dios le pone en el pecho “como un temblor de lirios”; lo mira “crecido entre la aurora como fragante hierba en apacible clima”, alzando “ las pequeñas manos como dos almas en agitado vuelo”; y aunque quisiera contemplarlo solo así, con “la frescura del agua que de júbilo salta en idilio de espuma”, y aunque presiente que el hijo habrá de conocer algún día también el dolor del insomnio, todo quiere olvidarlo solo para convencerse de una dulce realidad:

Solo se que mi alma
ya encontró su cielo
en el nido tibio
de su blanco cuerpo:
colección de rosas
colección de sueños….

Así siente Inés Márquez Moreno la vigencia de los sueños que denuncia con la voz inefable de la expresión poética. La poesía está en ella, en Inés, en morada propia, llegándole por vía dúplice: por don de ancestro y por cualidad connatural, enraizada en su ser para afinación de la sensibilidad estética. Y si la mente del poeta no es sino un maravilloso detector que capta las ondas hertzianas de las ideas y las revela en forma melodiosa, revestidas de la magia indefinible que conlleva, Inés adquiere con este libro definitiva ejecutoria de su jerarquía en el arte de aprehender la luz y el color, la gama y el ritmo de su trasunto espiritual para verterlo en cascadas de Belleza y Armonía.

VICTOR MANUEL ALBORNOZ

Cuenca, 1963

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