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LUIS FELIPE DE LA ROSA

Author: Teodoro Albornoz /


I

Colombiano que ha hallado hospedaje en estas tierras de benevolencia y cortesía, merced a sus talentos de poeta y nada mas, pues él, al igual de Baroja sabe que el Arte es mullido lecho para quienes se sienten vagos de profesión.

Es loco que hace versos. Los locos, en literatura, son de dos clases: unos que, gastando papel, naturalmente benefician a las papelerías; y otros, como poseídos de divinidad, que mas de escribir palabras suelen hacer ánforas de belleza para colmarlas de emoción y sentimiento. Estas dos labores—tan distintas, aunque ambas hijas de la demencia—pudieran compararse, respectivamente, a la del herrero pretencioso y ruin que al sacar de la fragua la ennegrecida herradura cree que pudiera servir para la noble pezuña del Pegaso; y la de Crisol, hijo de Júpiter, diestro en maravillas, que lo mismo levanta el palacio del Sol como labra el portentoso collar de Hermiona.

Afortunadamente, de la Rosa es de aquellos que prefieren fatigar el cerebro y no las rotativas y linotipos sin discernimiento de me´rito. La obra que se le conoce, y aún puede asegurarse que la inédita, es reducida y se recomienda únicamente por su valor artístico. Doce o quince composiciones ha publicado, y ellas han sido bastante para conquistarle el aprecio y la simpatía de quienes, con mas o menos suficiencia, pueden juzgarlo; y mayores hubieran sido las distinciones para este trovista si, desgraciadamente, no hubiese llegado aquí haciendo bandería de ser

un bebedor…pero de linfas
donde se baña la Princesa Anemia,
con Orcades y Náyades y Ninfas,
en la fuente ritual de la bohemia.

Inútil será insistir en las trasnochadas y ojerosas de estas ideas que han degenerado hasta convertirse en dos consonantes fáciles para uso exclusivo de los que pertenecen a la bohemia –la sola que hubo y perdurará siempre—que Soiza Rehily calificó tan donosamente de ser la de los cuellos sucios y que Rubén Darío aseguraba no existir ahora sino en las cárceles y hospitales. Para esto, no se necesita tener ingenio, sino hambre y depravación, y el ingenio no se esconde en ningún paraíso artificial ni es menester buscarlo mintiendo su propia vida. Ponerse un sombrero holgado no es aumentar la cabeza.

Bien sabemos que el Sr. De la Rosa no ha hecho sino rendir tributo a la moda; pero, por eso mismo, desearíamos que sus bellos trabajos no diesen asidero a críticas de perdigón que son indispensables al encontrar, entre afiligranadas ideas, ésta que lo es tan prosaica:

Es hora ya…Venid, hermano Arsénico!

Al leerlo, cualquiera se figura en el autor un desaforado nihilista que, que haciendo grotesca parodia del santo de Umbría que fraternizaba con aves y flores, se hubiese prepuesto ser un envase mas del laboratorio toxicológico del siglo. ¿No le parece, señor de la Rosa, que esto es verse reducido a la condición de botella?

Y tal mentir, ya que no puede ser otra cosa, se hace mas notable en un poeta espontáneo como él solo y de una delicadeza de hilo de araña que se columpia a la brisa bajo el aterciopelado halago de la luna.

Su poesía es fraganciosa, gemidora e inquietante: así pues, ha acertado en el título del libro qwue se propone publicar posteriormente—Hojas de melancolía—porque, en efecto, todos sus versos están impregnados de ese soplo tibio que es resignación de vivir en el incesante vaivén de los infortunios que se embisten, entrechocan y se deshacen bajo el palio de una noche con llanto de estrellas.

Tiene de la Rosa una rima en que, con símiles felices ha logrado hacer un retrato síquico de cuantos sienten en el pecho la misteriosa escarbadura de una mano de hielo que, sin atormentarnos del todo, se complace en juguetear con nuestras ilusiones y esperanzas—Es así:

¡Cuán veloces mis años se van pasando
dejándome en el alma solo hojarascas:
yo soy como un cadáver que van llevando
los rudos torbellinos de las borrascas!
¡Cómo se van mis sueños entumecidos
porque ya mis pomares no reverdecen:
yo soy como esos troncos envejecidos
cuyas ramas sin vida jamás florecen!

Pero en ese árbol agrietado a que se compara el poeta hay un consuelo, que es el mas grande: allí, escondida entre las hojas secas, el ave del canto rompe en melodía no aprendida, agitando el negro plumaje salpicando con lentejuelas de lluvia. ¡Esa ave del canto, desafiadora del silencio y del olvido, que no sabe sino decir quedo las reconditeces y aflicciones de la vida y que de siempre muere encarándose al sol de mediodía, esa, tan inestable y pasajera, hace a las veces parábolas de deslumbramiento y de eternidad!

El carisma de la armonía de garganta es fruto de predestinación, y confortamiento para combatir debilidades; es el pájaro de la dulce esperanza sobre la fronda escueta de la amarga realidad:

es pobre tordo ignorado
que huyó dejando olvidado
su boscaje de laurel,

como asevera de la Rosa, sintiéndose semejante a ese peregrino con alas que va, de campo en campo, regando la música conmovedora que hay en lo hondo de su melancolía.

Todo poeta es y debe ser melancólico, entendiéndose por esto gozar de una paz silenciosa, de un sosiego ajeno al alarido del dolor y cercano, o mejor, confundido al suspiro entrecortado que brota del corazón. La melancolía está tan lejos del dolor como el céfiro del huracán, como la fuente que besa las guijas de la avalancha incontenible. El dolor no halla expresión cabal sino en los labios del genio y de fijo se convierte en protesta y blasfemia, desde Lucrecia, el primero de las grandes bardos escépticos, hasta Leopardo, Stecchetti, Carducci y Rapisardi que, en la escuela que se ha convenido en designar de satánica. En cambio, la melancolía, serena inspiradora, es, al decir de Bello, la sola fuerza de Virgilio en las Eglogas y hoy se tiende, como un velo inconsútil, sobre las prodigiosas creaciones de los cerebros privilegiados. El dolor se corona de espinas. La melancolía se deshace en ternuras. El uno es podre, cuando no es muerte; el otro, si no es cauterio, al menos es caricia. La melancolía es el mayor gozar del espíritu, y tiende ante los ojos en visión los cármenes florecidos del Ensueño. El dolor es el brazo maldito que nos rinde sobre las duras piedras del desaliento.

II

Solo hojas de melancolía va regando quien nos ocupa. Se ha encariñado con ella, y así exclama en “Jacintos de la Selva”:

¡Oh, mi Melancolía,
tan hosca, tan neurótica y tan mía!

Como en el clásico latino el Dolor va a la grupa del volador corcel, tal el bardo colombiano, que marcha a solas, tiene por único compañero al can de los hastíos, ladrador de la luna de la aldea en los valles y los oteros. Arropándose en las rosas encendidas, Como una lepra bajo púrpura, está la zarza que hiere, la espina que demanda puesto en el corazón; mas esto no le inquieta del todo, ni siquiera al ver que, saltando el cancel, asoma el lobo Desengaño, tan viejo y tan amigo nuestro que ya nos es indiferente el babear horrendo de su boca. Lo único que contribuye a ponerlo muy triste, con tristeza de resignación, es el pensar en la Patria distante y querida:

¡Caros despojos de mi vida trunca!
¡Oh, franja de los cromos lugareños;
caminos confidentes y risueños
que no veré ya nunca!...

En “Canción Lejana” se acentúa inmensamente esta nota conmovedora. Recordando su niñez, se figura entrar furtivamente a la granja, con los bolsillos colmados de moras, satisfecho de haber faltado a la escuela y sin temor del dueño de la heredad; cree escuchar aún, al igual de los gorgoritos del gorrión que madruga, el cantar de abuelo del chorro que saltaba en el fresnal; y hasta olvida el torvo buitre que le entenebrece el cielo, cuando recibe una carta desteñida por el invierno, que le viene de su pueblo con el mensaje de quienes le aman. De noche, tal vez llora oyendo al transeúnte que pasa, guitarra en mano, ansioso de la novia que tras la reja lo aguarda temblorosa; y llora porque esa música le habla, con voces de eterna non curanza, de Chapal, de Catambuco amodorrados en silencio y en donde se alza una casita que supo de risas y contentos cuando en lugar de una víscera sangrienta había en el pecho un rubio clarear de estrellas.

Pero como el insomnio sabe dictar cosas bellas, de mañana hallará consuelo escribiendo: loanzas sobre la mujer que “todo lo devora, haciendo de nuestros corazones monstruos de infinito”, como Barbusse dijera del amor, y que en cada villa y en cada urbe se le aparecerá para que pueda repetir con variación apenas de una palabra:

Amo el jubón, el ritmo, los alegros
y el donaire gentil de una cuencana
que me recuerda en sus ojitos negros
aquellos!... de mi tierra colombiana.

Ojos que son remedo de otros ojos, bocas, con el mismo terciopelo y el mismo aroma de otras bocas, siempre lo mismo nos espera y nos acecha en cada recodo del camino. Ay! que no sepamos, por no querer saberlo, que tantos amores que atormentan nuestro espíritu flagelando nuestras carnes no son sino un eco lastimero de ese grito perdurable que es el primer amor único, imposible de condenar al suplicio perpetuo del olvido, como ha querido hacerlo de la Rosa, castigando a aquella que le desdeñara su ofrenda de flores y de versos. Nó! el mismo poeta se contradice en una serie de madrigales trágicos, en los que aparece el fantasma desolado de una dulce muerte que lo está mirando desde su lecho frío y angosto.

De l’ autre coté des tombeaux
les yeux qu’ on ferme voient encore.

Lo mira y él tiembla, y esos amores perduran a través del tiempo y el espacio; tanto es así que al ver a una luciérnaga intranquila que tenuemente ilumina el cementerio, le invaden celos de ultratumba; pues su locura le hace pensar en una antorcha con que algún difunto está rondando a Ella.

Bien sabemos que esa tierna Amante solo está muerta de figurada manera: ¡quién sabe si sobreviva al infeliz trovero y que mañana, llorosa y demacrada, vaya a llorar cabe la orinecida cruz que abra los brazos pidiendo la bendición de Dios para el que duerma “con un montón de tierra entre la boca!” Por eso, de la Rosa pide al señor sepulturero que mantenga abierta la Mansión de paz, porque sabe que allí no solo ha de oír el ronroneo de la mosca fatídica que de “Mi pregón” asegura será su sola amiga, sino que sentirá correr sobre sus huesos el llanto de una mujer enamorada—como lo ha entrevisto en “Ruego fúnebre”.

Y dado caso que ello no sucediese, el poeta no lo extrañaría ni lo lamentase. En el rincón amargo de su tumba siempre se inclinaría el Amor, con labios de cariño y manos de suavidad, en forma de su mas noble y suprema encarnación: la madre.

Es la faz mas simpática de la poesía del bardo colombiano. A su madre entrega, no las rosas que, iguales a las de Malherbe,

a vécu ce qui vivent les roses,
I’ espace d’ un matin,

sino el augusto amaranto, símbolo de inmortalidad.

“Ella....!” es una de las lindas y delicadas formaciones de tal género. La madre, apoyándose en el bordón , llega tremulenta y pálida como un troza mas de la neblina que se cernirá sobre el camposanto en el invierno en que vaya a visitar al hijo. I habrá lloro, que entre las rendijas de las piedras brotarán, para cubrirlo en estrecho abrazo, el verdor y la lozanía de las hiedras.

Estos versos, como otros muchos del mismo autor, son los que forman, cual dijimos al principiar este artículo, esas ánforas maravillosas que se colman de sentimiento.

La poesía no es más que un sentimiento—ha dicho Víctor Hugo.


VICTOR MANUEL ALBORNOZ

Cuenca, Junio: 1917

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