La visión del Maestro
Siempre recordaré la nunca aprendida lección que me daba cada vez que, en las madrugadas del domingo, lo veía salir de misa, en actitud enfervorecida, arrebujado en amplia capa española, cual si tratara de ocultar el estigma sagrado que le infligiera sangrientos sellos en las manos temblorosas, en los pies vacilantes, en el roto costado dentro el cual palpita la entraña sensitiva. Ventanas de la prisión que aherroja su espíritu, los ojos –adormecidos en lumbre crepuscular, afelpada y melancólica—apenas si traslucían la recóndita llama que lo iba consumiendo: miraban para adentro, al cosmos interior. Decorada por la nieve de los ventisqueros con el cortinaje argénteo de los años, la frente abríase en hondos surcos al paso de la esteva del pensamiento; en tanto que en los labios pugnaba por recatarse el pliegue amargo de las ondas del mar sacudidas por la borrasca. Su corazón enhambrecido de ternuras, era la alquitara que habla Santa Teresa de Jesús, donde todo el fuego ardido en lo hondo se destila afuera en licores de piedad y mansedumbre.
Náufrago de innúmeras tempestades, supo llegar siempre a las orillas salvadoras de la resignación y la serenidad. Ni el garfio del dolor que sin cesar punzábale con crujientes ascuas pudo quitarle el cilicio del perpetuo silencio con que formó la apoteosis de su tortura. Así, peregrino hermético, visión apostólica enmarcada en las calles de Santa Ana de los Ríos de Cuenca, siguió hasta sus últimos días en la muda concentración del yo, en el abstraimiento de entablar con la callada música y la soledad sonora el coloquio sin voz de lo sublime, tal como solía hacerlo aquel otro doctor extático de la villa de Ontiveros.
La filosofía del manumiso cristiano para lo mezquino y perecedero, los deliquios del creyente para lo ultramundanal y lo incorpóreo –báculo de sostén, lo uno, conforto en el abatimiento ; lo otro-, añadió a esto las disciplinas del arte para que su existencia se remansara, a despecho de todos los desasosiegos del espíritu, de su espíritu que abría alas y volava más alto mientras más alto era menester para el señoril dominio de las tormentas.
Ascetismo en la vida y en el arte
En la heráldica de las Letras, su blasón es el árbol erguido y frondoso, valla inconmovible al embate de los huracanes, que ni al aprisionarlo el invierno con sus nieves, se despoja de lozanía, pues la savia eclosiona en brotes perennemente renovados en las ramas que amenazan desgajarse al peso de los racimos. Aún en las postreras curvas del camino, Vázquez muestra –siempre galana y fulgurante- la maravillosa flor del ingenio, llevando sobre sí gallardamente la fatiga de las cosechas opimas que, en jornada no interrumpida, regalaron sus exuberantes tierras de labrantía cerebral.
En coordinación perfecta entre en correr de las horas de este varón admirable y la obra que, en venero proficuo, brota de él: unidad armoniosa, tanto más digna de ponderación cuanto que ella resalta a través de la multiplicidad de actividades en que expándanse sus aptitudes. Cada acto suyo trasluce la excelencia de la concepción que lo origina, no regulándose por más norma que la de la verdad, por más pauta que la de la justicia, por más imperativo que el del deber: todo, predisposición ingénita de quien, por estructura moral, sólo acierta a prodigarse en óptimas cualidades.
Su ascetismo en la vida y en el arte se irisa de arreboles con la luz que le irradia del alma, de esa su alma nítida, generosa; alma rebosante de amor que, al magnificarse en los alardes de la ciudadanía, también se muestra próvida de cariño para derramarse en bien de la colectividad .
El mejor poema de Honorato Vázquez, indudablemente, el poema impoluto de su conciencia; poema que hecha raíces, se nutre y fructifica en la austera verdad que engrandece a los buenos, en la bienhechora lección que sublima a los sabios, en la rígidas disciplinas que aureolan a los santos.
El fervor de su culto al arte es de aquellos rendidos en un solo altar: el de la belleza eterna, inmanente a todo lo creado, ecuménica para los arrebatos del numen, de dulce captación en lo sublime o en lo mezquino cuando la buscan los ojos que saben de lo inefable del éxtasis. Tal unción espiritual se arraiga en él como la cepa de la vid longeva extendiendo tiernamente los brazos para estrechar el terrón maternal.
Contemplativo y místico, la fe lo alienta con certidumbres incitantes al desprendimiento, estimuladoras al sacrificio. Las páginas del gran libro de su vida pueden dar igual enseñanza a la de los libros en que el papel guarda la esencia del Maestro que no perecerá.
En las atalayas del deber
De los limpios, excelsos ideales que sustenta, culmina siempre el de veneración a la nativa tierra ecuatoriana, cabecera para las aspiraciones de su espíritu, rodrigón donde afianza el ímpetu de alzarse en integridad vertical, sin curvaturas ni desmayos. Acendra este amor en su pecho como las mieles en el colmenar; jamás descaece, ni se enturbia, ni mengua; abarca el pasado, el presente y el futuro: el sabor tradicional, el esfuerzo del día y el troquel por vaciar en las informes realidades del mañana.
Atesonado en este evangelio que le llaga el pecho, mantiene cuidadosa velación en la s atalayas donde ejerce oficios de primer vigilante. Allí, a ese puesto de altitud, empújale lo excepcional de sus méritos, aún cuando en toda ocasión procura recatar su personalidad con el suave esfumino de la modestia. Acaso a su pesar, en cada etapa de actuación pública confirma irrecusables prestigios, pues mientras más difícil es el cometido que se le señala, más airoso resulta el desempeño. Si las circunstancias lo requieren, el blando y apacible tórnase en enérgico y hábil combatiente; y en esa alma de niño, asoma el temple de acero de un carácter que no se dobla ni amedrenta ante nada, acimentándose en las inconmovibles bases de la verdad.
Bajo este aspecto, es de considerar el caudal de abnegación que presupone y los largos y pacientes estudios que le habrán sido necesarios para escribir Memorias histórico-jurídica y Exposición ante S.M.C. Don Alfonso XIII en la demanda de la República del Ecuador contra la del Perú sobre límites territoriales y otras obras análogas en las que, con pasmosa erudición, sienta jurisprudencia internacional clara y metódica, justa en los fundamentos, sólida en la argumentación, sabia en los preceptos y doctrinas.
En el solar de España
Como lingüista y filólogo acaso nadie le aventaja entre los de su época, y, sin disputa, puede considerársele insigne maestro y celador del idioma.
Los dos últimos Diccionarios editados por la Academia Española – de la que fue miembro ilustre—débenle copiosa, acertada cooperación, que cabe juzgarla por los Reparos sobre nuestro lenguaje usual en que, desde muy joven, ejercita su competencia, demostrada mejor en los estudios que con el título de Contribución a los trabajos de la Real Academia de la Lengua comenzó a publicar en las <
De la misma índole de su obra También en España, réplica abundantemente documentada, propia para confundir a ciertos casticistas españoles que se figuran ser los americanos los únicos enturbiadores del rico manantial idiomático. De igual trascendencia es la tarea que realiza en El quichua en nuestro lenguaje popular, donde tiende a la perpetuación del valioso patrimonio aborigen, cuya conservación patrocina, <
Este benedictino de las bibliotecas polvorientas, conocedor de todos los autores del Siglo de Oro, aún de los que no recibieron la consagración no siempre acertada de los tiempos, abarca en su erudición a los clásicos españoles de cualesquiera épocas, habiéndose compenetrado de tal manera con ellos, mediante sus lecturas y recreaciones en la argueología del lenguaje, que no encuentra la menor dificultad en que su pluma reconstruya, con habilidades de docto anticuario, la prosa o el verso de determinadas épocas. Tan estupendo deporte lo practica de modo admirable en Bienaventurados los que ploran, deleitosa narración de un pasaje evangélico que parece escrito por un monje artista del siglo XIV, así es de florida la ingenuidad y de inmensa la devota ternura en que cada frase se vierte allí.
Ya para recordar a la Santa Virgen que es su vecina en la tierra nativa, en Morenica del Rosario; ya para ofrecer albricias al trovador que retorna en Decires amigables a Numa P. Llona; o ya para diluir las aspiraciones de su alma creyente, en Al Santísimo Sacramento; en toda circunstancia, la fabla antigua le da molde perfecto de expresión.
Con los ojos en deliquio
Non me fagas tal despecho
yéndote lueño de mí,
ca fallece el alma mía
enfambrecida de Ti.
Así sabe trovar, a usanza pretérita. Así habla, dulcemente, de Dios, pues es con Dios con quien más le place el coloquio. En el sosegado valle de su corazón de niño, donde el tiempo describió más de setenta y siete veces la carrera del afán nuevo y la nueva esperanza, los años sólo lograron hacer florecer el rosal de la mansedumbre jesucristina, que inebria con el aroma desde la virtud hasta los collados donde la zarza abunda y el cactus punzante crece. Sobre todo en su ancianidad, se le hizo perpetua la fiesta del amor divino. De las moradas que enumera la gran asateadora de Avila, halló refugio en aquella donde la oración alcanza el grado de quietud cercano ya al éxtasis, tras el cual queda sólo el vuelo del espíritu. Valiéndose del símil con que la misma Doctora describe ese estado de gracia, diríase que los días de Vázquez corren <
A tal grado de misticismo llegó por el camino usual a todas las grandes almas: la purificación por el dolor, en el que, como todas las cosas profundas del sentir y del pensar, fue maestro entre los epónimos. Porque tal vez jamás radicó más desgarradora amargura en el agua sensitiva de unas lágrimas que la encerrada en las que brotaron de sus ojos calcinados por el áspero sol de las angustias indecibles. Como el mar guarda en cada una de sus ondas una tempestad, así en cada gota del llanto suyo se ocultó una tragedia. Su corazón, triturado por el omnipotente peso del dolor, como la uva en los lagares de le vendimia, como la flor en la maceraciones para el perfume, como el hierro en la fragua donde se tiempla el acero, fue predestinado para el sufrir y ennoblecido por la suprema glorificación del golpe y del embate.
Si en las penumbras del atardecer interponíanse jirones de sombra para hacer más fatídica su soledad, más obscura la tristeza de las horas que retuercen su agonía vencidas ya por la noche todo misericordiosa, entonces, Vázquez acallaba el grito de desesperanza e imprecación estéril para acogerse al silencio, a ese silencio que estrecha con sus brazos de misterio e infinito a todo lo grande y augusto: a las tumbas, a las cimas….Si hasta su marchito jardín venía la inclemencia del ventisquero a poner el frío de la nostalgia que no termina, de la ausencia que se prolonga quien sabe hasta cuando, entonces, él conjuraba los temporales del sollozo y el gemido con el suave poderío de la suprema resignación….Si la senda se le hacía más sola, más tétrica y desolada, como si se apagara la última candela, como si se extinguiera la postrer canción, entonces, buscaba refugio en el ara de la Belleza donde ahinojado vivió su vida en el arrobamiento de esperar la hora en que el lampadario celeste encendiera, para él, la antorcha de las estrellas con perenne fulgor de amanecer.
Este agitar de alas del espíritu anheloso de lo ultraterrestre se advierte reflejado –en lo literario—en todas las últimas producciones de Vázquez. Herido del ansia mística, escribe bien meditados marginales a los <
Ternezas de Noche Buena
En el círculo de escritores y poetas que lo rodea cuando su lúcida juventud, implanta Vázquez la costumbre de entreabrir la cancela de los huertos interiores en las noches de Navidad, consagrando una producción literaria de tema apropiado a esa festividad, que a todos trae frescores de evocación y anhelos de alcanzar la paz siempre deseada y siempre distante. De tal norma no se aparta nunca, cumpliéndola unas veces en los regocijos del hogar, otras moribundo de saudades en tierras extrañas y no pocas en la desolación de su casa visitada a menudo por vigilias interminables.
Así forma su hermosa colección de sus Cuentos de Noche Buena que, escritos año tras año, constituye un ecervo apreciable no sólo por el número, más aún por la riqueza de su contenido. Si bien siempre en relación con el objeto que los motiva, el argumento varía, matizado de tonos que con distintas artes de atracción hacen sumamente agradable internarse por el encanto continuado de su lectura.
El primero, publicado en la célebre <
El rondador de las montañas
En lo que se refiere a su tiempo y a la escuela romántica en que pontifica, Vázquez es uno de los creadores de la poesía criolla, de esa que en verdad puede reputarse por tal sin que necesite recurrir al artificio de las palabras convencionales o meramente al tema aborigen, elementos accesorios cuando lo esencial estriba en dar expresión genuina a lo que es nuestro en el orden de las cosas circundantes y más aún de lo que presta aliento propio a la expansión legítima del espíritu racial.
Dice Ortega y Gasset que <
El caso último se reproduce de modo sorprendente en Vázquez, siendo de advertirlo apenas se examine su personalidad en los libros o en los hechos de su vida, todos ellos trasunto fiel de su ser y al mismo tiempo retrato patentizador de las características de la tierra suya, suya porque en ella, junto a la substancia carnal, tuvo génesis su amor entrañable a cuanto se liga con nervio vigoroso de vernaculismo a la idiosincrasia de la región natal.
Acaso en sus versos clarea más rutilante esta cualidad. Aún en sus mismas Epístolas rimadas –construídas a la manera clásica y donde compite con los maestros en género tan arduo-, sobreponiéndose a la engolada tersura con que desfilan los tercetos, no puede negar salida a las íntimas afecciones del corazón nutrido de lozanía campera y hálitos de serranía. El agua del río cuencano, de su Tomebamba familiar, inúndale todos los cauces del recuerdo con que lo evoca insinuante, y así, bálsamo en el desconsuelo, quiere que llegue hasta su distante soledad siquiera en la arenilla que seca la tinta oscura de las cartas que le mandan las hermanas solícitas o la madre idolatrada deshecha en ternezas y gemidos al escribir
al hijo entre mis hijos el más triste
Ecos del Destierro, en que constan estas repujadas epístolas, es un libro nostálgico, henchido de congojas y lágrimas, de añoranzas y de amor inextinguible a la patria.
Doquiera se halle, no interceptan la encariñada visión de Vázquez ni las cumbres transpuestas, ni el océano que sólo domeña el oleaje para arrojar al exilado peregrino en distantes playas. El humo de fogaril casero se levanta por encima de todo para enturbiarle cualquier otra perspectiva que no sea la del hogar de sus querencias. Si no huella con planta material la tierra de sus mayores, a ella va por los caminos en que transita sin pasaportes protocolarios, sin espionaje de torvos aduaneros. Y pese a los disfavores de la suerte, cerca o lejos, en su Ecuador se encuentra:
Libre soy para adorarte!
no hay fronteras para el alma!
En las obras de menor empeño quizá destaca más nítida la presencia del poeta ingenuo, sin retoricismos de expresión y con larga hondura de sentimiento.
Cuando pone a un lado la lira de siete cuerdas, fluye más dulce y abundante la canción al arrancarla del áureo carrizo del rondador, instrumento agreste de las serranías azuayas, instrumento cordial para la música en que se truecan lacerías y desesperanzas de los que desfallecen de pena, de ensueños o de amores linderantes con la eternidad. En los sones del rondador de Vázquez, adviértese el moroso susurro de las brisas de Febrero balanceando las ramas del capulí sangriento en los altozanos de Cullca; allí, la charla gorgoriteante del agua ensoberbecida que latiguea los barrancos de la Calle Larga; allí, el estallido mañanero de la campana grande de Santo Domingo cuando enloquece de jubilo en las dilectas festividades de la ciudad devota; allí, el coloquio que sostienen los sauces ribereños con las magnolias florecidas en el rico huerto de Crespo Toral….
La comarca querida, la comarca entera se entra por los ojos, a supliciar lo más recóndito y pasional, al leer Los Sábados de Mayo, breviario humedecido de emoción, donde el cuencano reza las oraciones de arte de todos los días. Cada una de esas acuarelas líricas logra copiar un colorido excepcional, un aspecto típico, una apreciación única, un examen de singular acierto de cuanto puede dar carácter propio dentro de la literatura.
En sucesión pródiga deslumbran esos cuadros que se los ve y se los siente bien azuayos, muy ecuatorianos, inefablemente nuestros. A veces, es el colegial grabando un nombre en la corteza de los macilentos sauces dormidos en las riberas del Tomebamba; otras ocasiones parpadea trémula luz en las faldas de Turi, si es que la angustia de una madre espera la tardía llegada del hijo que demora su regreso desde la escuela de Cuenca. La nota de tragedia repercute en el yaraví del indio atribulado que, junto a la cruz humilde de una tumba, clamorea suplicante a que despierte la madre muerta que, en la esperanzada creencia filial, sólo está sorda por el sueño que la embarga. En otra parte, las estrellas viajeras detienen el rumbo, entablando diálogo misterioso con las hierbas enredadas en esas mismas cruces del cementerio de la aldea.
De pronto, la orquestación varía su habitual acento y, sin abandonar la tristeza que es su razón de ser, prorrumpe en enamoradas cadencias –cortesanía de culto a la mujer:
Amor mío de mi vida,
casto ensueño,
manojito de claveles
entreabiertos
en la aurora de mi dicha,
tras la noche de mi duelo,
tras la nieve y las tormentas
de mi invierno.
La presencia de Elvira es breve, adivinada más que real, pues que el amor del poeta gusta mayormente de saciarse en lo incorpóreo, en aquello a donde se sube por la maravillosa escala de unión del vuelo a lo divino. Y ávido de dilatarse en lo infinito busca la auspiciadota y corredentora de sus éxtasis en la
Morenica, mi vecina,
Morenica del Rosario.
La trata así con camaradería hogareña, pues que la Santa Virgen – esa, cuya imagen visita a menudo en el templo cercano a su casa- es la mejor confidente de sus copiosas melancolías, de sus parvas venturas. Al igual que todos los místicos españoles, en el arrobo da forma tangible, de belleza a lo que es aspiración espiritual, y, entonces, extrema el deleite ponderando gracias y hechizos:
En imágenes me llegan
vueso talante gallardo,
vuesos ojos fabladores,
vuesos sonriyentes labios,
vuesos lindos piececitos
en la luna descansados….
Con maneras delicadas suscita la emoción y pone en escarceo las fibras sensibles. Si dentro de la poesía regional ocupa lugar preeminente, en la plenitud del termino merece también amplia simpatía, pues que todo acorde suyo es propio para producir repercusión humana, de colectividad universal.
Siempre Maestro
Ejerce pedagogía en las aulas, en las Letras, en el Arte y en la vida. No sólo en la cátedra y en la tribuna, en el ejemplo y la enseñanza en acción, igualmente en el libro, resalta tan insigne modalidad.
Una de sus obras escritas responde de modo cabal a ese anhelo siempre inextinto en él: Arte y Moral, que si bien de estrecha ortodoxia, en lo demás no la creemos anacrónica –como apunta Manuel J. Calle- pues abundan allí juicios de atinado análisis, observaciones clarividentes, criterio recto y sagaz en cuanto se refiere a los cánones inmutables del buen gusto.
Pero, conviene repetirlo, el más alto cometido de docencia de Honorato Vázquez consistió en el de su propia vida: modelo de civismo, lección palpitante de cualidades proceras, ejemplo ostensible de nobleza e hidalguía, arquetípica representación del varón que siembra.
Por eso, en el intento de esbozar su personalidad, precisa confundir al literato con el hombre, pues que ambos se amalgaman y, de este modo, adquieren firme, respetable grandeza: solidez integral del círculo hecho con metales bien fundidos, que ninguna fuerza separa, que ningún golpe quebranta, ni las manos del odio o la envidia, ni el martillo formidable de los siglos.
VICTOR MANUEL ALBORNOZ
2 comentarios:
Hola buenos días. Hace tiempo encontré entre unos viejos libros una obra de Honorato Vásquez titulada "El Capitán López", aún la tengo y me parece realmente genial.Una verdadera obra de arte.
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