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LA FAMILIA CALDERON—GARAICOA

Author: Teodoro Albornoz /


Su gloriosa participación en la historia del Ecuador

Comprender a otra persona equivale a tender entre ellas un puente invisible de atracción que las acerca, que muchas veces la identifica en un mismo propósito y que, en todo caso, sírveles para acortar la distancia que entre ellas hay en el mundo de las ideas germinadas en sus cerebros o de los sentimientos despertados en las reconditeces de cada corazón.

Llegar a entenderse, conseguir que los propósitos y las acciones coincidan en una sola meta, es unificar las almas, elevarlas a una región superior en que se ciernen en espacio sin nubes, bajo un sol de majestuosa serenidad.

Comprensión es palabra sinónima de acercamiento espiritual, de comunión de almas, sin las que nada es valedero ni perdurable, pues es lo único que honra y engrandece, así a los individuos como a los pueblos que buscan su perfección.

Ahora que Cuenca celebra jubilosamente el sesquicentenario de su independencia, creo oportuno ocuparme del caso de una familia ecuatoriana, ecuatoriana por excelencia, no obstante de quien la forma aquí es un extranjero en lo geográfico, si bien en lo espiritual hay que considerarlo, con justicia, como una gloria del Ecuador: trátase de don Francisco García Calderón, nativo de Pinar del Río, ciudad de la esplendorosa isla de Cuba, de la que, después de servicios militares durante diez años, cuando cuenta veinte y seis de edad se traslada a la Audiencia de Quito y fija su residencia primeramente en Guayaquil. Allí, en la hermosa tierra de los palmares, el año de 1800 contrae matrimonio con una de las damas mas notables de ese puerto: con doña Manuela Garaicoa y Llaguno, hija del español don Francisco Ventura de Garaicoa y de la guayaquileña doña María Eufemia de Llaguno y Larrea. El amor los une, porque el amor tiene por partida todas las patrias, por camino todos los caminos, siempre que ellos converjan en el jardín prometido a su fe, a la expansión de sus ensueños, al florecimiento de sus esperanzas, a la culminación de su ideal.

Después del advenimiento de su primogénita María de las Mercedes, habiendo recibido don Francisco Calderón el nombramiento de Ministro Contador de las Reales Cajas de Cuenca, trasládase con su familia a esta ciudad, en donde nacen sus otros cuatro hijos: Abdón Senén , en 1804; Baltasara, en 1806; María del Carmen, en 1807, y Francisco en 1809.

He aquí como en este delicioso paraje de serranía andina confluyen, se juntan por el impulso de la comprensión, por el milagro del amor, personas de distintas cunas, vástagos de la distante Europa, hijos de la acogedora América, de Cuba y del Ecuador, de Pinar del Río, de Guayaquil y de Cuenca.

Cuenca, paraíso escondido entre cumbres, a mas de dos mil quinientos metros de altura de diferencia con las playas marinas, es entonces una ciudad recogida en sí misma, cuyos habitantes apenas sobrepasan de los diez mil, con fama de altivos y rebeldes, de amigos de las Letras, de hospitalarios y leales siempre a sus convicciones, sean estas de carácter religiosos, político o social, que las saben defender con denuedo y hasta el sacrificio.

La familia Calderón—Garaicoa habitó aquí en la casona de la Calle Real (hoy Simón Bolívar), en la esquina opuesta al templo de San Agustín (que después fue reemplazado con el de San Alfonso)y en el mismo sitio en el que ahora se encuentra el edificio del Banco del Azuay, en cuyo frontis debiera colocarse una placa de bronce en recuerdo de que en ese lugar habitaron dos próceres de nuestra independencia y nacieron cuatro hijos suyos, que también lo fueron en grado superlativo. Esa casa, mas que casa de administración económica fiscal, se la hubiera creído, ateniéndose a quienes en ella moraban, nido de águilas o cubil de leones, siendo en realidad admirable reducto de heroísmo en la epopeya magnífica por crear una nación libre y soberana.

Producida la revolución de Quito del 10 de Agosto de 1809, las autoridades españolas de Cuenca tratan de obligar a don Francisco Calderón (que prescinde ya de su primer apellido García) a que entregue los fondos que maneja, a fin de equipar con ellos las tropas que vayan a combatir a los patriotas quiteños. Calderón se niega resueltamente a ello, por lo que sus superiores jerárquicos lo destituyen del cargo, lo confiscan todos sus bienes, lo apresan, lo engrillan y maniatado lo envían a Guayaquil, donde por orden del despótico Gobernador don Bartolomé Cucalón lo encierran en un calabozo y le infieren bárbaros maltratos.

Después de haber permanecido por largo tiempo en la prisión, sale de esta y apenas puede hacerlo se incorpora a los insurgentes, divididos, por desgracia,, en dos bandos rivales: uno, llamado montufarista, que reconoce por Jefe al Marques de Selva Alegre, don Juan Pío Montúfar, y otro, denominado sanchista, que sigue a don José Sánchez, Marqués de Villa Orellana. Don Francisco Calderón –ya con grado de Coronel—se pone al mando de las tropas, las cuales llegan a contar tres mil soldados en sus filas.

Con ellas, presenta combate en Verdeloma, en el primer Verdeloma, el 24 de Junio de 1812, alcanzando una victoria que, debido a la desunión, no supieron aprovecharla los patriotas, pues permitieron que el ejército español se apoderara de Quito, obteniendo fácil triunfo.

Calderón, con seiscientos soldados, fue a parar en desastrosa retirada en Yaguarcocha, siendo allí derrotado por los realistas; mediante ardides y engaños cae prisionero de éstos y por orden del Comandante General de las fuerzas españolas, el sanguinario don Juan Sámano, sella con su sangre el culto a la Libertad al ser fusilado en Ibarra el 3 de Diciembre de 1812.

La viuda de Calderón, doña Manuela Garaicoa y Llaguno, siguiendo la huella de su benemérito esposo, continúa la obra de este con el mismo encendido empeño por la causa de la emancipación, a fuerza de constante e inteligente labor en medio de la sociedad guayaquileña, a la que se reincorpora después de la tragedia de su hogar. Allí educa a sus hijos, inculcándoles el mismo fervoroso anhelo de contar con una Patria dueña de sus destinos.

Doña Manuela fue una dama que supo cultivar los tesoros de la mente. Se conservan de ella cartas a diversos personajes, expresando sus pensamientos con galanura y corrección. Cosa excepcional en aquellos tiempos, entre las mujeres, hasta compuso versos de suave melodía que se distinguen por el acento de admiración y simpatía al Libertador Bolívar.

Nacida en Guayaquil en Junio de 1784, muere ya muy anciana en Lima, en donde permanecieron sus restos por muchos años, hasta que fueron repatriados, llegando a Guayaquil el 24 de Junio de 1951, tributándoseles grandioso recibimiento, acompañándolos al cementerio las autoridades, inmenso cortejo de damas y caballeros, las niñas de todos lo colegios y escuelas, la guarnición militar íntegra y el pueblo en general.

Doña Manuel tuvo diez y nueve hermanos: todos ellos, hombres y mujeres, decididos patriotas. En cuanto a sus hijos –los Calderón Garaicoa –que con tanta honra figuran en la historia ecuatoriana, solo quiero recordar como final de este artículo a Baltasara, cuencana ilustre entre las mas ilustres, por sus altas cualidades morales tanto en la vida privada como en la pública, cuya actuación trasciende mas allá del hogar, en sitio en que la posteridad debiera contemplarla con orgullo y admiración.

Baltasara Calderón y Garaicoa, nacida en Cuenca el 6 de Enero de 1806, pone de manifiesto sus magníficas dotes de civismo en los anales de la República. Contrae matrimonio con don Vicente Rocafuerte y Rodríguez de Bejarano, su tío, pues la abuela materna del uno y la bisabuela de la otra fueron primas hermanas. En la vida del ilustre estadista, llena de episodios nobilísimos, ya como Presidente del Ecuador, ya como Gobernador de Guayaquil, ya como infatigable luchador con las armas y con la voz elocuente y agresiva, la figura de su noble esposa adquiere relieve singular, pues ella inspira a su marido muchas acciones buenas, la última de las cuales fue hacer que éste deje en su testamento una suma considerable para la construcción de la carretera de Cuenca a Naranjal. le hace justicia don Isaac J. Barrera cuando dice de ella: “Fue el ángel que en la paz del hogar acercaba la copa del dulzor a los secos labios del combatiente, enjugábale el sudor cuando rendido volvía de la batalla, y acaso –hija de un héroe y hermana de un héroe y compañera de un héroe—fortalecía en los secretos desfallecimientos del alma lacerada y que a Rocafuerte invadían con los desengaños.”

Con la brevedad que la poesía requiere, el poeta guayaquileño Numa Pompilio Llona resume las principales cualidades morales de doña Baltasara en esta estrofa del soneto que le consagra:

Egeria y Artemisa americana,
que ya inspirados pensamientos brotas,
ya en el escudo de la Historia embotas
aleves tiros de la calumnia insana.

En efecto, doña Baltasara fue Egeria, como la ninfa del monte de Aricia, para inspirar a su esposo no pocas de sus nobles acciones. Y fue Artemisa, como la reina de Halicarnaso, para honrar la memoria ofendida de su marido, levantándole un mausoleo de verdades como homenaje de su amor conyugal. Al morir Rocafuerte en Lima, el 16 de Mayo de 1847, un escritor inverecundo, un sacerdote inteligente pero procaz, Dr. Hermenegildo Noboa, pretende empañar el lustre del egregio repúblico. Entonces, doña Baltasara, con la decisión y valentía propias de su estirpe, toma la pluma, la hace correr ágil y resuelta por la páginas que escribe, refuta al detractor con vigorosa dialéctica irrebatibles pruebas, destruye las aseveraciones falsas y calumniosas y deja en su puesto la verdad, defendiendo y honrando la memoria del esposo para presentarla en toda su transparente limpidez.

Respetada por todos, orgullo de la sociedad de que forma parte y en la que brilla por sus virtudes domésticas y ciudadanas, doña Baltasara Calderón Garaicoa de Rocafuerte fallece en la ciudad de Guayaquil el 7 de Junio de 1890, a la edad de ochenta y cuatro años cinco meses, dejando una prueba mas de su filantropía al legar todos sus bienes a las instituciones de beneficencia de Guayaquil.

Doña Baltasara Calderón de Rocafuerte puede ser considerada como prototipo de la mujer cuencana: abnegada en el hogar, fiel cumplidora de sus deberes, toda ternura para los deliquios del cariño, toda sacrificio en las horas amargas del dolor, talentosa y sencilla al par, que sirve a la Patria y a Dios, poniendo en sus altares su propia alma, como la mejor oblación.

Son vidas ejemplares las de los Calderón, las de los Garaicoa: familias que pusieron en alto sus hechos, contribuyendo a cimentar la nacionalidad ecuatoriana, por lo que se les debe gratitud y veneración.

VICTOR MANUEL ALBORNOZ

Cuenca, 1970.

2 comentarios:

Unknown dijo...

Un homenaje a la familia Calderón Garaycoa este 24 de mayo del 2016.

Unknown dijo...

Un homenaje a la familia Calderón Garaycoa este 24 de mayo del 2016.

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