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MANUEL J. CALLE

Author: Teodoro Albornoz /


Esbozo crítico


I

En cuanto se apercibe de que en el brazo hay fortaleza de campeón y en el ánima y en el cerebro fúlgidos aclareceres alza la voz con acento de osadía, y, sin serle preciso recurrir al yelmo y a la adarga demanda sitio en la palestra.

Iniciada apenas la adolescencia, en 1885 redacta en junta de Víctor León Vivar “El Pensamiento” periódico mordaz, irreverente para con las celebridades del terruño y en el que alienta una ideología suavemente innovadora. Ejercita allí los ímpetus de que se siente capaz, la agilidad y vehemencia en el manejo del arma, la táctica y las artes diestras en la acometida que de antemano forja la victoria; pero, en lo mejor de la empresa lo invade súbito desfallecimiento, cansancio de aprendiz en lides o asomo te temor momentáneo en quien después no conoce nunca las livideces del miedo, y en un extraño rasgo de vacilación que, al tratarse de otro, mereciera calificativo de cobardía, rehusa responsabilidades, negando la paternidad de la obra primigenia porque imputaciones de ese género, dice ofenden su dignidad de católico. [Vindicación, por M. J. Calle. Cuenca, Octubre 30 de 1885, hoja suelta]

Para comprender tales desmayos de ánimo, para atenuar conducta tan indecisa, es menester tomar en cuenta el medio ambiente adverso que le sirve de teatro. La ciudad nativa. Cuenca—pues sólo como brote de fantasía ingenua se aceptará el gracioso aserto de quienes hacen mecer su cuna en el humilde villorrio de Jima—Cuenca, en esa época, dormía despreocupada y en éxtasis durmiendo el sueño del amor divino, dentro de la fe en la religión heredada y transmitida por los mayores, sin permitir que interrumpa la devota quietud ningún tenue rumor de alarma, ningún estrépito originado por el guantelete lanzado en son de desafío, ni menos el que, en las almenas del castillo; enarbole pendón de libertad quien ose disentir, en cualquier forma, de las creencias tradicionales. Emprender en tal empeño, por anticipado significa presentar la frente a que se la grave el estigma condenatorio. No es que Calle lo sea; antes bien plácese en buscarle cuando sus convicciones hallan bloque más firme de sustentación, desbrozada ya la ubérrima mañana del criterio, cristalizadas todas la vagas aspiraciones en el del ideal constante y único. Se le ve entonces asomar ya en otra guisa, en la postura que le es propia: la de ademán resuelto, la de la franca embestida; la del empuje temerario.

Es en “La Libertad”, hebdomadario que en 1888, funda con José Peralta, donde principia a surgir con pensamientos precisos el escritor fácil, el estilista galano, maestro en la censura y el donaire, que después fue CALLE. Pone de relieve las dos cualidades características de su labor: la amenidad en lo escrito y el tesón y valentía en el fluido discurrir del concepto, poseyendo el don longánime de la grácil variedad, aborda con igual destreza los asuntos, en que palpita el interés cotidiano o aquellos de mayor trascendencia done el comentario frívolo se convierte en grave reflexión, ora en brote de pudor, ora en alarde, de erudición. Muestra en sus labios la sardónica sonrisa que en ellos hubo de perpetuarse y pone cara de malicia y desenfado a los acontecimientos que se desarrollan aquí o allá, en la costa o en la sierra, en la aldea o en la ciudad, pues para él, es todo un tablero arlequinesco donde, convertido en mago Guignol, maneja a su antojo los personajes cual si fueran muñecos de cartón.

Para tregua de esa exhuberancia humorística, ensaya el aspecto serio en la plática filosófico—política. En esa hora es el primero en plantear ya el complexo problema de si el Ecuador es República o no; duda esta última a la que le lleva la reflección de que las doctrinas de la verdadera democracia, vanamente puntualizadas en la Carta Fundamental, no se convierten en hechos prácticos.

Ahora sí con gallardía, con insólito brío, deslinda su modo de pensar, concreta la aspiración por cuya defensa batalla, señala con la punta de la lanza el palenque en que va a actuar, y, terciada sobre el pecho la divisa que ya no se arrancará, consagrase desde ese momento a sustentar en el estudio de la política o fuera de él, con el arraigado obrar del convencido, las doctrinas del credo liberal.

Sin conocer todavía de sus arrestos le salen al encuentro enconados adversarios que cierran contra él, creyéndose en una gigantomaquia propia para aplastar al que, en su engaño creen pequeño y fácilmente reductible. Al calor del campanario, amparados por la torpe careta del anónimo, el tedio lo acusa. CALLE permanece firme en la brecha, impertérrito en la tarea de demolición. Se recurre a todo; se le descubren taras morales y, en el afán de empequeñecer su personalidad, se llega hasta puntualizar defectos físicos. Una de las varias publicaciones que en esa sazón se hacen en su contra, contiene esta inventiva: “el maldito tiene una lesión bien marcada y fea en sus ojos; su cara nos está diciendo: videndo non videm…….inteligendo non intelígo, qué alma no será de este pobre bellaco que tan buenos ojos tiene……” (Un Liberal mas y visionario. Cuenca, octubre 20 de 1888. Hoja suelta).

No saben sus impugnadores que esos ojos turbios lo atisban y lo escrutan todo; ventanas entrecerradas, sí, pero tras cuyas celosías hay claridades de intuición cuando le precisan, para el análisis de los hechos y los hombres, que pocas veces fueron mejor vistos—hasta lo recóndito—como en la visión de este tuerto genial. Enhiesto igual a vara de acero bien enclavada en tierra, no le amedrenta el combate; por el contrario, lo resiste con un rictus mitad despreciativo, mitad burlón. Aquello de que le insulten y hagan fisga de su frágil arquitectura de varón le causa tal cosquilleo de hilaridad, que no puede por menos que darse el placer de reproducir en su propio periódico los denuestos e imprecaciones que comienzan a poner aureola de celebridad a su nombre.

Tras de “la Libertad” despierta del todo su frenesí de paladín y sucesivamente, funda “La Epoca” (1889) y “La Linterna” (1889-91). La cuestión política, inherente entonces a la religiosa chisporrotea como fragua avivada por el fuelle; montescos y capuletos ándanse a la greña, como consecuencia de las violentas polémicas en que los de uno y otro bando se enzarpan incensaniemente, en forma tal que, a las veces, la tragedia asoma su faz chorreando sangre, como sucede en el caso de Ramón Sempértegui, compañero de Calle en el grupo de los iconoclastas, que es acribillado a balazos en cierta emboscada que a ellos se tiende aprovechando de las lobregueces de la noche.

El martirologio del liberalismo ecuatoriano no ha de olvidar aquellas horas en que, para el triunfo de las ideas, preciso fue enrojecer el ara del ideal e invadir los campos de Montiel, no por blancos declives de apostolado y retoricismo, sino por abruptos peñascos de fatigoso empeño y de sacrificio cruento. Cenáculo de estos luchadores fue en Cuenca, la casa del benemérito de la causa, don Rafael Torres, a cuyo rededor forma su lúcido discípulo Calle, José Peralta, Arsenio Ullauri, Luis Vega Garrido, Joaquín Urigüen, etc, etc. Torres ejemplariza a todos con sus desprendimientos de mecenismo; no maneja la pluma, pero hace algo que en esos momentos vale más: proporciona una imprenta y coloca a manos de Calle y Peralta da la pluma caldeada en fuego, lista a la admonición literaria. Enarbolan ellos la altiva flámula, y, en su torno forman reducto unos pocos, los mas decididos, que reemplazan el número con la voluntad inconmovible, que forman la barricada con el pecho sin espeluznos y que mueven el ariete demoledor con la diestra, que obedece únicamente al impulso del espíritu que no sabe sino de consecuencias a los fines propuestos y de abnegación en el camino emprendido.

Las autoridades eclesiásticas anatematizan los periódicos de Calle y Peralta que, a cada prohibición de su lectura, varían el título de la publicación, para evitar así de las condenaciones clericales y continuar en la tarea. La masa popular descarna sobre ellos el peso de su iracundia; se ven solos en abandono casi completo, perseguidos como el lobo que diezma el redil. El obispo Masiá y Vidilla graba en sus frentes el signo del réprobo; la excomunión los isla y los señala con odiosidades mayores aún. Húyeles la gente, si es que temen el contagio de su apostolado; persígueles el populacho, cuando el fanatismo lo empuja para la siniestra lapidación.

Eran épocas de lucha aquellas, qué épocas!— De este modo es como en un rincón agreste de los Andes, donde el talento no es flor de milagro, sino brota espontáneo de natura, puede Manuel J. Calle hacer sentir su predominio en el pa

II

En espacios más amplios busca luego expansión para batir la s alas; pero siempre, doquiera se halle, en Cuenca, en Quito o Guayaquil, la vida lo agarrotaron toda clase de necesidades no satisfechas, con toda clase de exigencias nunca cumplidas. Impelido a dejar a un lado la obra reposada y serena, obedeciendo a oscura maldición del sino, tiene que vaciar el cofre áureo de su inteligencia en las volanderas publicaciones de actualidad, haciéndolo con un desorden de magnate pródigo que reparte con igual generosidad el facetado diamante de inestimable valor, como la lentejuela propia para brillar sobre la fútil baratija. Escribe para todos, sin equivocarse de ningún asunto, sin rehuir tema alguno, en un derroche perpetuo de imaginación y de humorismo, sin obedecer a más norma que a la de su caprichosa fantasía. Su fecundidad de selva virgen resulta a veces caótica; él mismo no deja de perderse en la espesura, a pesar de su pericia, i no tiene reparo en confesarlo: “Digo lo que se me ocurre—exclama—sin ton ni son, al correr de la pluma…. Y no me fijo en lo que voy diciendo; ¿acaso me hago caso a mí mismo?. (Charlas, por Ernesto Mora. Pag. 81).
Refleja toda la vida del momento, sin pretender enfocarla a punto determinado; abre la cámara cinematográfica y por ella hace desfilar, en procesión interminable, los hechos que presencia y que él, desde su butaca de espectador, comenta ya con la despreocupada sonrisa del excéptico, ya también con la burlona carcajada del cínico.

Jamás se le enmohece la pluma. Con ubicuidad maravillosa, invade todos los géneros, trata lo más encumbrado y lo más trivial con facilidad que pasma igualmente en el juicio o en el comentario, en el escaso ditirambo o en la abundante diatriba.

Ante todo y sobre todo es un polemista temible, incansable en el bregar, que cuando se ve libre de contrincante arremete contra los molinos de viento, no queriendo dejar un solo rato su pesado ejercicio de armas. Con predisposición tan innata a la lucha, es en el campo periodístico donde ejerce admirablemente la misión que se impone al darse cuenta que allí puede desplegar con mayor refulgencia y con más íntima satisfacción el dinamismo espiritual que lo consume, listo a expandirse en próvidas actividades.

Demuestra múltiples aptitudes cuando funda periódicos en los que él sólo colabora, poniendo a prueba la conformación poliédrica de su clarividente ingenio, desde el sesudo editorial hasta la croniquilla callejera, desde el artículo costumbrista hasta el verso sentimental, desde la impugnación indignada hasta la réplica vivaz. (Véase la REVISTA DE QUITO. Son 26 números: 1898-99).

Después de las tempestuosas épocas del comienzo, en que a brazo partido conquista el puesto, adquiere ya sólido prestigio, que, de ser diverso su temperamento, le permitiera, como a tantos otros, buscar el reposo del gabinete, feliz y satisfecho de los laureles ganados. Pero CALLE, no, su cerebro es fuente colmada, y de allí brota ampliamente vertida una producción inagotable. Día a día, llena innúmeras columnas de los diarios con producciones que rara vez llevan su propio apelativo, aunque es cierto que, resplandeciendo en todo lo suyo el claro sello personal, es imposible llamarse a confusión. De allí que no para eludir responsabilidades del conocimiento, sino más bien con el capricho de aquellos guerreros que a cada encuentro gustan de llevar una nueva espada, cambia de seudónimos con frecuencia: ya es Benvenuto o Ernesto Mora, ya Enrique de Rastignac o Arturo, ya José María Dieguez o Segismundo. De nada le sirve el fingimiento, porque la estocada se la conoce en seguida por la maestría con que la asesta.

En la menguada estrechez de su contextura corporal reside una fuerza de voluntad gigantesca, que le permite darse tiempo aún para la obra de encargo, de compromiso moral o pecuniario, que va a satisfacer ajenas vanidades, pueriles unas como cuando se trata de cartas de amor o intereses particulares, más altas e hinchadas otras si se refieren a manifiestos políticos, mensajes presidenciales y otros asuntos de gruesa importancia, en los que CALLE desempeña su cometido con fácil suficiencia. Esta, como toda otra labor, por penosa y modesta que sea él la toma sobre sí para olvidarla luego en su mayor parte, si bien en ciertas ocasiones la recuerda risueñamente al oír alguna frase suya que adquiere celebridad en los labios del personaje para quién la hizo.


El único evangelio en el altar de su penuria cotidiana fue el de la risa. No conoce los estremecimientos de la cólera magna; su indignación no avanza nunca al tono olímpico: se detiene en el chiste alado, en la broma jacarandosa y traviesa, cuando más en la ironía cáustica.

Hay que diferenciar su ataque del de aquellos otros escritores que recurren al yambo heroico o a la recta catilinaria. CALLE no aplasta con la catapulta, ni recurre a arrojar gruesos guijarros para fragmentar humanidades. La misma lanza que difunde el pavor en las correrías con que se inicia, la trueca después en el fino estoque florentino—joya de elegante empuñadura, pero cuyo cimbreador acero también sabe arrebatar vidas. Eso sí, siempre predominan en él los arrestos del caballero: descuelga del cinto la tizona, la hace reverberar al sol, prorrumpe el grito de reto y sólo cuando de este modo advierte su presencia, como el león con el rugido anunciador del salto, se le ve lanzarse al fondo, para con esa brevedad que otorgan la bravura sin límites y la destreza no igualada dejar en vencimiento al rival.

Es de los adalides a quienes estorba el hierro de la armadura: su única coraza es la convicción doctrinaria que la arde en el pecho, su sólo yelmo la voluntad titánica que le alumbra por donde quiera que vaya portaestandarte de su ideal guardavía de la opiniones que sustenta.

En el fondo, hay nobleza en el impulso, desnuda sinceridad en el desempeño; pero aún cuando es un sentimiento elevado el que coloca la pluma en su mano, muchas veces resulta injusto y acerbo, generalmente por culpa de su sectarismo político. No siempre le guía un recto impulso de equidad; se escarba poco la conciencia; antepone a todo el afán de agradar y regocijar al público haciendo gala de su portentosa destreza acrobática que le permite la prueba funambulesca y el juego malabar sobre la difícil cuerda de insuperable dialéctica. Su humorismo que por lo común esparce aromas de deleite hay ratos que adquiere caracteres de cruel y mortífero: se advierte en él la fría intención del escapelo abriendo las vísceras enfermas. En ocasiones, se pone a atisbar carroñas sociales no ya como Baudelaire ante el esqueleto para sumirse en la meditación de las lacerías humanas, sino con la delectación del analítico que halla placer en descubrir con mirada perspicaz los más ocultos gérmenes de morbosidad.

Si toda obra es un reflejo de un estado de alma, se ha de ver en esto la causa de que las de CALLE broten así, también iguales a su alma: ingenua pero con remansos de cordura y mansedumbre; mar borrascosa y revestida de espumas de bondad, pero que guarda en el légamo las impurezas de una ironía devastadora, lindante con la beta y el escarnio. En las horas de tedio, los disturbios del corazón le surgen tumultuosamente afuera como raudales de hiel y vinagre, el infierno exterior externa sus llamas, y su literatura es, entonces, trasunto de un ánimo sombrío, desolado y doliente.

Ante él queda un enorme hacinamiento de escombros, producto de su labor de perenne sagitario cuyas flechas causan grande mortandad. Bajo su otro aspecto de severo censor de defectos y vicios que también lo fue en grado eminente, sobre todo en sus postrimerías, aparece su figura como la del semidiós que no reposa hasta dejar limpios los establos de Augias.
III

Poetas de los de don ingénito, sobre todo cuando repuja las filigranas de su prosa turgencente. CALLE escribe versos en su florida y lamentable juventud, comprendiendo bien pronto no ser ese el camino para llegar a la meta. Sin embargo, los ensayos son felices. Aún en el agitado atardecer de su vida, sintiendo acaso por última vez la fragancia de una pasión inextinta, pulsa la lira y produce suaves e inspiradas melodías. Un frescor romántico y sentimental agita la fronda lírica de todos esos brotes de poesía, como si en ellos el alma suya anhelara poner en olvido fatigas y pesadumbres para volar sobre las regiones mas placenteras del ensueño y la añoranza.

El buen gusto no le abandona nunca. Tanto en las sencillas y devotas trovas marianas de su adolescencia, como en las endechas quejumbrosas de amor que en el declinar melancólico de su otoño entona, se irisa la gracia efusiva con que el númen suele recamar las espontáneas floraciones de su jardín.

Comprueba con hechos la amplitud de su criterio en materias literarias. Sus versos últimos, dedicados a la actriz mejicana Dora del Río, demuestran no ser reacio a la evolución de las diversas tendencias, ni sordo a los pasos de avanzada. Combate las epizootias en el arte cuando acusan exageración y pobreza mental; pero comprende y elogia el mérito donde lo halla, así sea en los cánones de una escuela que no es la de su preferencias.

Cuando ejerce de juez en estos aspectos de intelectualidad, casi siempre se ajusta a la razón y a la verdad; en ocasiones quizá la extrema en su prurito de hallar el lado flaco y risible de las cosas, pero las más de las veces hace inestimables oficios de sanidad y depuración al arrojar con su látigo a los indignos mercaderes del templo, pues—cuando quiere serlo—es excelente crítico, documentado como pocos por su sólida erudición, conocedor profundo de las corrientes del día y comprensor inteligente de las mas profundas sutilezas del arte.

IV

La buena raigambre en el estudio de humanidades la superpone diestramente al fruto de sus lecturas de las obras contemporáneas, logrando de ese modo dar al idioma le flexibilidad y donosura de los grandes autores, en quienes es condición primordial la del estilo. A pesar de lo ubérrimo de la producción y de las circunstancias de obligada premura con que ella se la efectúa, CALLE logra armonizar lo fácil del impromtu con lo fácil de la dicción castigada. Aunque con todos los vaivenes de la onda donde el sol quiebra rayos multicolores, no se enturbia nunca el caudal de su prosa; cuando más las riberas eurítmicas que la contiene amagadas por alguna salida de tono, en que le hace incurrir su condición de rebelde a los convencionalismos sociales. Todavía en esos casos hay que admirar la oportunidad de la broma mariposante y lo rico y variado del lenguaje que emplea.

Su estilo no se recarga con las lianas del artificio, ni siquiera con las del adorno, cuando éste es innecesario; sigue la senda que él mismo se abre, sin recurrir a dar tributo de siervo a ningún modelo, por digno de veneración que sea; su atildamiento clásico tiene limpidez de agua de montaña, claridad de cielo tropical en las mañanas de primavera.

Huye de esa oratoria vacua que encubre con flores el vacío del fondo, descoyunta el periodo cuando es preciso, para darle la flexibilidad que hace resaltar las elegancias del contorno; ensambla los más variados tópicos con la pericia del orfebre que disimula la liga y la trabazón; y, por más que resulte inconexo en la multiplicidad de temas que aborda, nunca se le advierten desmayos en la técnica, dislocamientos dentro del asunto que trata, bruscas sacudidas en la ramazón frondosa de la ideología que sigue.

Excepción es en él recurrir a la imagen o a la metáfora, sin ayuda de las cuales resulte un insigne pintor, por las vastas perspectivas que descubre, por el sorprendente colorido que da a sus cuadros y por el realismo que en ellos luce: es la vida la que palpita allí, la vida que sabe trasladarla a maravilla con sus pulcros pinceles, que a menudo retratan aspectos del dominio de lo plebeyo y vulgar, mas no de lo grotesco y asqueroso. Cuanto se lleva dicho halla demostración en el libro que CALLE ideó—escribir—libro que, que como casi todo lo suyo, quedó en proyecto—El Ecuador pintoresco, espléndido cosmorama, delicioso y variado, reflejo fiel de nuestras costumbres, salpimentado de donaire y anécdotas, donde la burla sagaz y la sátira inclemente sirven de medicina social, a manera de la ortiga que causa ampollas en la carne.

El buen humor le fue inseparable compañero—tal vez el único en sus vigilias de hombre angustiado-; aún en sus postrimeros momentos no le abandona: semejante al Högni de la leyenda, CALLE ríe, con esa risa que en todos los humoristas es siempre producto de la amargura interna, ríe mientras le están arrancando del pecho la entraña adolorida de su corazón.

Murió cuando empezaba a vislumbrar la serenidad, cuando si otras auras hincharan las velas de su barca, hubiera podido alzar más alta que nunca la antorcha de su saber.

Escaso le vino el tiempo para la gran obra definitiva. Apreciados en conjunto, apenas si uno o dos libros suyos pueden ser considerados bajo este aspecto: sus sorprendentes apuntaciones críticas de Biografías y Semblanzas y sus encantadoras Leyendas del tiempo heroico, la inquietud del vivir hizo que sus geniales facultades se desperdigaran en una ponderosa labor, admirable sí por el esfuerzo que significa, pero en gran parte efímera, condenada a muerte desde su nacimiento por su mismo autor que, a sabiendas, les dio la breve existencia del momento de actualidades que cumplieron su misión.

En el amplio y asimétrico mosaico de tan fecundo escritor, naturalmente se impone la selección; pero, hecha ésta, quedará lo suficiente para poner el nombre de MANUEL J. CALLE sobre un pedestal duradero donde irán a morir deshechas, como en un rompeolas de eternidad, las oscuras marejadas del olvido.

VICTOR MANUEL ALBORNOZ. Quito, Mayo de 1929

1 comentarios:

Jorge C. Dario N. Jonnatan S. Ronaldo R. dijo...

DISCULPE QUISIERA SABER DOMDE SE ENCUENTRA EL HIMNO DE MANUEL J CALLE...''??
GRACIAS........

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